56 | BOLETÍN DE A.L.I.J.A. (Asociación de Literatura Infantil y Juvenil de la Argentina) | 25 de julio de 2001

"Donde el diablo perdió el poncho"
Crónicas del Taller del Discutidor en la Feria del Libro

Dibujo de Douglas Wright
"El mundo es una gran manzana, y el que no le hinca el diente es un mártir o es un loco."
(Ilustración de Douglas Wright)

 

Cuarta entrega

Auspiciado por ALIJA, durante la 27° Feria Internacional del Libro de Buenos Aires se presentó la quinta edición de "El Taller del Discutidor". Este año, el espacio, coordinado por el licenciado Eduardo González –y ya convertido en un "clásico" de la Feria–, se subtituló "Donde el diablo perdió el poncho" y la temática para los encuentros giró en torno a los orígenes y saberes de lo popular en el teatro, la historieta y la literatura. El Taller contó con la presencia de destacados invitados como Graciela Cabal, Mercedes Mainero y Joel Franz Rosell entre otros.

Continuamos con la cuarta de las crónicas sobre lo sucedido en el Taller, narrada por el mismísimo Discutidor:

Círculo Cuarto
A donde viven los luchadores, los que tienen sed de justicia, los solidarios.

Ana María Ramb inicia el cuarto círculo del averno donde el diablo perdió el poncho. Promete hablarnos de Gulliver y de Robinson Crusoe en el siglo veintiuno. Su mensaje dice así:

Para entender mejor este mundo globalizado, leo textos de Filosofía, Historia, Sociología. Cada tanto, acudo a la literatura, que es una forma del conocimiento, según dijo Ítalo Calvino, y confirma hoy Juan José Saer. Hace poco imaginé que disponía de la máquina del tiempo y traía al siglo XXI a dos héroes de mi infancia: Robinson Crusoe y Lemuel Gulliver. Los dos nacieron en el siglo XVIII y, como tantos jóvenes inquietos de su época, consideraron que, sin un viaje a tierras lejanas e ignotas, su formación quedaría incompleta. Y, como Goethe y Humboldt, Darwin y Bompland y tantos otros, Robinson y Gulliver se hicieron a la mar, sólo que ellos navegaron por océanos de tinta, impulsados por notables éxitos de librería.

Del Robinson Crusoe del escritor inglés Daniel Defoe aprendí a rescatar los valores del ser humano que enfrenta la adversidad con optimismo y espíritu industrioso. Lo que me molestaba en él era que hubiera sometido a Viernes, obligándolo a ser su esclavo. La justificación o pretexto robinsoniano se apoyaba en la condición de "elemental" y hasta antropófaga del único congénere con el que Robinson se topaba en su isla desierta. Más tarde sería un escritor irlandés, James Joyce, quien iluminara mi malestar con palabras como éstas:

La narración del marinero náufrago nos revela, como ninguna otra obra, el instinto cauto y heroico del animal racional y la profecía del Imperio.

De acuerdo con Joyce, Robinson es el prototipo del colonizador británico, así como Viernes es el símbolo de los pueblos sometidos. Es el Otro, diría Todorov. El otro al que se califica de inferior, de inculto, de salvaje y, por lo tanto, merecedor de rendir vasallaje y grandes ganancias. Es Calibán, diría Roberto Fernández Retamar, para quien "Calibán" está construido sobre "caníbal", vocablo que los conquistadores hispanos derivaron de "caribe". Recordemos que Calibán es el nativo de la isla a la que arriba Próspero, el protagonista de La Tempestad de Shakespeare. Volvamos con Joyce, para quien Robinson condensa el espíritu de independencia viril, la confianza en sí mismo, el carácter flemático, la persistencia del espíritu inglés. Es -dice- una larga, armoniosa y consistente epopeya nacional, una música solemne y triunfadora.

No sería, entonces, casual, la aparición de este héroe, símbolo del triunfo de la libre empresa, en la Gran Bretaña que cimentaba su poderío colonial. Él solo, con su propia fuerza, logra transformar un rústico Edén en una "pequeña y bien ordenada Inglaterra". Como personaje de ficción, Robinson ostenta dos grandes méritos: haberse desmarcado de la imagen del héroe mítico (Ulises, Simbad, Rolando), no tiene poderes especiales ni lo ayudan fuerzas misteriosas; y, además, protagonizar la primera gran novela realista. Al viajar de una época a otra, de un público lector a otro, a Robinson le cabían tres destinos: enriquecerse con distintos significados y perdurar, dormir el sueño eterno en el baúl del olvido, o esperar el rescate de algún estudioso que le quitara el polvo del tiempo. Robinson eligió el primero. En el uso de la libertad de que gozan sus actuales lectores, imagino que Robinson se movería como pez en el agua en este mundo globalizado, donde su sentido práctico, su grosera suficiencia y también su hipocresía (cualidades que le reconoce el crítico Louis Kroneneberg) lo pondría a buen recaudo de naufragios marítimos y económicos. Yo lo imagino como exitoso ejecutivo de un holding financiero, adepto de la Teoría de la Gran Manzana: Ámese, mímese, no deje para mañana el placer que puede conseguir hoy. Conviértase en un experto de marketing personal: no hay nadie mejor que usted. Obtenga el mayor beneficio de todo y de todos. Consuma lo más que pueda; es señal de status. Tener es más pragmático, más tangible que ser, y la vía regia para llegar al poder. Al menos, a una baldosa de poder. El mundo es una gran manzana, y el que no le hinca el diente es un mártir o es un loco.

La realidad que instaura la TV superó con creces mi imaginación. Ahí están los reality shows. Uno de ellos, no casualmente, lleva el nombre de Proyecto Robinson. Como un implacable voyeur de las miserias humanas, la lente del Gran Hermano y sus homólogas registran el egoísmo, la manipulación, el engaño, la falta de solidaridad y extremo individualismo de una conducta impuesta por el reglamento del concurso: la exclusión del Otro por elección de sus pares.

Con Los viajes de Gulliver su autor, el irlandés Jonathan Swift, desarrolló una sátira desencantada de la política inglesa en tiempos de la Reina Ana (1702-1714). Además, logró un libro de aventuras fantásticas y una crítica feroz a la estupidez y crueldad humanas. Lemuel Gulliver es un médico ilustrado y capitán de ultramar. Náufrago como Robinson, llega a las costas de Lilliput, reino cuyos habitantes miden escasamente seis pulgadas. Hay en la obra una tensión dialéctica entre lo grande y lo pequeño, una tensión que metaforiza el juego del poder, y donde las mismas lacras de la sociedad de su tiempo, al repetirse en un mundo pequeño, se notan hipertrofiadas. En un segundo viaje, Gulliver llega a un país de gigantes prácticos, pero incapaces de pensamiento abstracto.

Los viajes que permiten imaginar mejor a Gulliver a principios del siglo XXI son los dos últimos. En el tercero, llega al Japón y a una isla voladora y de forma circular: es la isla de Laputa (con perdón). Está poblada por filósofos que abandonaron la Filosofía, dedicados a diseñar proyectos económicos inviables. Por ejemplo:

  • Construir casas desde el techo hasta los cimientos.

  • Reducir excrementos a su alimento originario.

  • Fabricar un sol nocturno a partir de pepinos, para ahorrar velas.

  • Condensar el aire, convirtiéndolo en una sustancia tangible.

  • Sembrar cizaña para ahorrar semillas.

La tentación es obvia: imaginar a Gulliver hoy, en la Isla de la Gran P, con economistas que han barrido de la faz de la tierra a los filósofos y a todo otro ser pensante, para pergeñar estos proyectos:

  • Instaurar otra clase social: los caídos del mapa.

  • Declarar privilegiados sociales a los que conservan un trabajo asalariado.

  • Para mejorar la educación, anular el presupuesto educativo estatal.

  • Para estimular la industria, bajar las cortinas de las fábricas.

  • Quitar el servicio de comedor escolar y la copa de leche.

El último parece el más demencial. No lo es tanto. En otra obra satírica, Una modesta proposición en torno a los niños de las clases pobres, Swift propone que estos niños sean comidos en su más tierna infancia, antes de que se los engulla una sociedad voraz e injusta, y sugiere distintas recetas. Detrás de un humor feroz, está la inmensa compasión y amor de Swift -un hombre de carácter huraño- hacia los más pequeños y desvalidos. El texto es tan revulsivo que, cuando en 1984, el actor Peter O'Toole lo leyó en voz alta en la reapertura del Gaiety Thatre de Dublin, muchos espectadores abandonaron la sala, no disgustados aunque sí angustiados por su implacable vigencia. Pensemos en la Argentina de hoy, donde mueren por día 55 niños, por hambre o enfermedades curables. ¿Se ha escrito una distopía más cruel? La realidad supera la ficción.

El cuarto viaje de Gulliver es una utopía amable aun en su crítica. El capitán llega al país de los Houyhnnnhnms, caballos inteligentes y dueños de una avanzada civilización; con ellos Gulliver vive una estadía placentera. No hace buenas migas con otros habitantes, los yahoos, seres de aspecto antropomorfo, pero cerriles y malvados. Los yahoos no pueden discriminar entre naturaleza y cultura, ni tienen noción del pasado y menos todavía de la historia. Es transparente el alegato contra los hombres, a los que Swift ve como criaturas estúpidas, crueles e indignas. Podríamos imaginar otras aventuras con los yahoos, pero se nos adelantó el talento de Borges, de quien recomendamos leer o releer "El informe de Brodie".

Ana María Ramb

Ana María termina de escribir su crónica y la guarda en una botella que arroja al mar. Es un mensaje de esperanza para quienes, como ella, luchan por un mundo mejor.

Nosotros abandonamos el cuarto círculo y seguimos navegando el mar tormentoso hacia el quinto círculo.

Eduardo González


Eduardo González (aned@arnet.com.ar) es maestro y licenciado en Psicología. Realizó estudios de Composición y trabajó como músico en grupos de teatro para niños. Fue columnista en Radio El Mundo y FM News. Actualmente es psicoanalista de niños y adolescentes; asesora en escuelas y dicta seminarios articulando la literatura infantil y juvenil con el género policial. Como escritor ha publicado cuentos policiales en la revista A-Z diez y es autor de Cementerio Clandestino (Ediciones Colihue) y El fantasma de Gardel ataca el Abasto (Grupo Editorial Norma).

 


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