33 | Portada de "La Noche", de David WapnerAUTORES/FICCIONES | 6 de setiembre de 2000

David Wapner

Último sueño de Jonathan Swift (cuento)

Extraído, con autorización del autor, del libro La noche (Buenos Aires, Editorial Plus Ultra, 1997. Colección Los libros del ombú).

Navega Jonathan Swift en un bote, extraviado en mitad de un mar. Una calma chicha anuncia algo, que no es tormenta, porque el cielo está diáfano. Sin fuerzas, el irlandés suelta los remos y se abandona. En el preciso instante en que cierra los ojos, el agua se agita. Segundos después, la embarcación comienza a girar: está en el centro de un remolino, que termina por chuparla. De este modo, Swift se hunde y desciende hasta el fondo. Intenta, en vano, ganar la superficie. Primero porque, aunque sabe nadar, la turbulencia es más fuerte que sus fuerzas. Y segundo, porque una tropa de hipocampos gigantes (del tamaño de un humano) le sale al encuentro y lo apresan.

Mientras es conducido atado de pies y manos a un sitio que él imagina una ciudad submarina, el escritor piensa para sí que hay algo en todo esto que no funciona bien. El que en realidad debería estar ahí es Gulliver y no él. Intenta explicarles esto a sus captores pero no puede, porque cuando abre la boca le entra agua y eso es peligroso.

Ilustración de Ana Camusso
Ilustración de Ana Camusso

«Tranquilízate, Jonathan, ya todo se aclarará», se dice, pero su inquietud es mucha y de difícil control. Ya habrán recorrido una buena cantidad de leguas cuando la comitiva se introduce en una gruta, en donde la oscuridad es iluminada por fosforescencias azules y naranjas. No tardan en llegar a un aposento, si así puede llamársele, en donde puede distinguirse a un grupo de unos quince hipocampos que come con avidez algo que podría ser una ensalada de algas. De entre éstos, se destaca uno que , a juzgar por su porte y su atavío, se da aires de rey, o caudillo, o jefe. Cuando entran los soldados con su presa, deja la comida a un lado y dirige su mirada a Swift. A una orden suya, expresada con un sonido tubular y visible en forma de burbujas, el preso es desatado. Acto seguido, el gran hipocampo le hace señas de que se acerque y el humano intenta acatar, pero se percata de lo difícil que es moverse en ese medio. Toda la corte lanza un sonido globoso que Swift interpreta como una carcajada. Bucea, como mejor puede, y se aproxima al jefe. Tras unos segundos que transcurren en silencio, el rey apunta el embudo de su trompa a la boca de Swift y le dice cosas que no se entienden, pero que suenan como quejas, que crecen en dureza hasta tomar un tono de acusación. Jonathan, quiere responder, pero en realidad no sabe qué es lo que debe responder. Calla, por lo tanto. Calla, además, por temor de ahogarse. El silencio de Swift es interpretado, en apariencia, como una confesión de culpabilidad, a juzgar por los gestos exaltados del rey y el consiguiente traslado del reo a una celda. Swift duerme, o cree que duerme, hasta que es despertado por sus cancerberos, quienes lo conducen por un laberinto de cavernas hasta un espacio iluminado por antorchas. No sabe si es de día o de noche. Sí sabe, aunque no se lo dijeron que esos tres que están frente suyo, sentados en poltronas de musgo, son el tribunal que está por decidir su suerte. Es arrastrado junto a ellos y oye, sin poder defenderse, la acusación y la sentencia. Que se cumple en forma inmediata. Al irlandés lo llevan hasta un lugar en medio del océano y lo sueltan. Nada Jonathan hacia arriba y, a medida que asciende, se va encogiendo. Pequeño, cada vez más. Cuando está por ganar la superficie, ya ha desaparecido.


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