172 | FICCIONES | 18 de enero de 2006

Nadie les discute el trono

Novela inédita de Ruth Kaufman

Foto de Ruth Kaufman, por  Diego GarcíaPresentamos el primer capítulo de la novela Nadie les discute el trono de Ruth Kaufman, que aún permanece inédita.

Hace ya unos años, en los primeros números de Imaginaria, publicamos una selección de Los rimaqué, una colección de poesías construidas esencialmente en torno a preguntas, de las que muchas funcionan también como adivinanzas. En ese momento, enero de 2000, estas deliciosas poesías también eran textos inéditos. Pero no fue por mucho tiempo: Canela, editora de Sudamericana por aquella época, decidió incluir Los rimaqué en la colección Pan Flauta (ver comentario de Raúl Tamargo en nuestra sección "Reseñas de libros"). Esperamos que esta novela siga el mismo camino de las poesías y pronto podamos disfrutarla en formato de libro. Agradecemos a su autora la gentil autorización para la reproducción de este capítulo.


Nadie les discute el trono

 

por Ruth Kaufman

a Maite, por su aliento formidable.

Capítulo I

—Has sido admitida —dijo la vieja. Tenía una sonrisa encantadora aunque le faltaban varios dientes—. Podés pasar.

—¿Admitida dónde? —le pregunté yo.

—Tu hermana en verdad no está invitada —me contestó—, pero cuando te empujamos hacia acá venían las dos tan agarradas de la mano que ella se nos metió de contrabando. No sé qué vamos a hacer con vos —agregó dirigiéndose a Delfina—. Por ahora pasen, la comida está lista.

Yo soy desconfiada pero afuera hacía frío y de ahí adentro salía calor y además un olor a comida como nunca había olido en mi vida, tan fabuloso que ocupaba lugar en el aire. Tuve un solo segundo de duda, porque mi estómago no me permitió dos. De modo que entramos y nos encontramos en una sala pequeña, repleta de helechos. La vieja nos ofreció que nos quitáramos el abrigo. Ella era baja y flaca; usaba un vestido negro, ajustado y sin mangas. Me pareció elegante.

—Déjenlo donde quieran —dijo y señaló hacia un rincón de la sala donde se amontonaban abrigos de todos los tamaños. Encima de ellos, algunos gatos acurrucados dormían tranquilamente.

Yo me quité la campera y la tiré sobre la pila del rincón. Delfina, en cambio, se la dejó puesta.

—Vas a sentir calor —le dijo la vieja y tirando de las mangas le quitó el abrigo. La campera salió del cuerpo de mi hermana del lado del revés, la vieja se mostró encantada y le preguntó:

—¿Preferís el aire?

—Sí —contestó ella, sin entender qué le estaba preguntando.

La vieja, entonces, tomó un largo gancho como esos que tienen en las tintorerías, ensartó el abrigo en él y luego lo hizo descansar en un clavo que sobresalía en una viga del techo. Delfina y yo seguimos la maniobra con la vista y no pudimos evitar la impresión cuando vimos cómo la prenda atravesaba una larga maraña de telarañas, la mayoría se pegó a la tela y colgó de ella como jirones.

—Amo a todos los animales —dijo entonces la vieja—, a todos, pero tengo predilección por las arañas. No vayan a creer que es por falta de amor a la limpieza. Pero pasen, pasen, no van a quedarse toda la noche ahí.

Me tomó de la mano, tenía la piel dura y encallecida, sin embargo era tan fresca que me dio gusto dejar mi mano dentro de la suya.

—¡Qué suavidad! —dijo la vieja. Y ahí nomás, me mordió el pulgar.

—¡Ay! —grité y me solté. Mis manos buscaron desesperadamente los bolsillos pero resbalaron por la tela lisa de mis calzas floreadas. Los bolsillos habían quedado en el abrigo que ahora era un bollo en la entrada de la casa. Por lo menos, entrelacé los dedos y escondí las manos detrás de la espalda.

La vieja me sonrió:

—No es para tanto. Una cosa es la sorpresa y otra el dolor. Reconocé que no te dolió.

Yo no le dije nada pero, para mis adentros, tuve que darle la razón. En eso habíamos llegado al comedor.

Una larguísima mesa ocupaba la sala. Estaba iluminada por grandes candelabros con velas que colgaban del techo y que chorreaban cera sobre un precioso mantel floreado. A su alrededor, más de cincuenta chicos de todas las edades, comían con las manos. La cantidad de comida era impresionante: fuentes y más fuentes repletas. La vieja nos indicó dos sillas vacías, al lado de una pelirroja que no tendría más de tres años y que estaba comiendo un pedazo de carne. La tironeaba con las dos manos mientras trataba de desagarrarla con los dientes, igual a como hacen los perros ayudándose con las patas de adelante. Y por todas partes, un enjambre de viejos y viejas que iban y venían llevándose fuentes vacías y trayéndolas llenas. Algunos de los viejos llevaban la fuente en una mano y en la otra un bastón para caminar y sin embargo, no se les caía de la mano. Había mujeres muy elegantemente vestidas, con tacos altísimos, pintados los ojos y los labios, cargadas de anillos y pulseras pero otras vestían muy simplemente y algunas parecían mendigas. Los hombres también eran de una variedad asombrosa, uno atendía la mesa en short y camiseta, otro estaba vestido como un gaucho en domingo y otro tenía un traje negro impecable y zapatos blancos con puntera negra.

—¿Qué quieren? —nos preguntó la vieja—. ¿Estofado, puchero, milanesas de pollo, de pescado, canelones, guiso de porotos, berenjenas, espinacas, arroz con menudos, pastel de papa, arroz a la gallega, empanadas, asado, escabeche, lengua a la vinagreta, ensalada mixta, arroz blanco, fideos, sopa, ravioles, polenta o papas y batatas asadas?

Teníamos hambre.

—Nnnnno sé —dijo mi hermana asustada.

—Mirá —dijo la vieja—, lo mejor que pueden hacer para elegir la comida es olerla. Los ojos se pueden equivocar, la nariz acierta. Antes de entrar por los ojos, la comida debe entrar por la nariz.

Y nos acercó una fuente. Yo le dije que sí, ella se rió y me sirvió un poco de estofado. Me acercó otra fuente, la olí y le hice que sí con la cabeza y ella volcó en mi plato, una mezcla de arroz y verduras. Delfina, mientras tanto, se estaba sirviendo trozos de milanesas y papas.

La verdad es que comí lo primero que la vieja me ofreció y, a cualquier cosa, le hubiera dicho que sí; por suerte era un estofado fabuloso. Al principio me olvidé de todo y de todos. Fijé la vista en mi comida y me dediqué a masticar. Cada tanto miraba a mi hermana, de reojo. Ella es menor que yo y siempre la estoy cuidando, hasta cuando parece que me olvido. De repente, apareció una mano invadiéndome el plato y, en un segundo, me robó dos trozos de carne.

—¿Qué te picó? —le grité al dueño de la mano, un nene de no más de seis, siete años que abrió la boca como un tonto y se quedó mirándome. —¿Para qué me tenés que robar si hay mil fuentes que revientan de comida?

Pero cuando me di vuelta de nuevo, vi que mi plato estaba completamente amenazado por otras manos muertas de hambre. Miré el plato de mi hermana y le estaba pasando lo mismo. Me quedé quieta. A un chico lo podés encarar, a todo un comedor de más de cincuenta, es imposible. Me sentí defraudada, no esperaba que en un lugar como ése te dieran una bienvenida así. Bajé la vista y sin hacer nada me puse a mirar cada una de las manos que me quitaban la comida. En un momento me mordí los labios pero igual me cayeron por lo menos dos o tres lágrimas. Mi plato había quedado vacío y no sentí ganas de llenarlo de nuevo.

Hasta que alcé los ojos (ya no pensaba seguir comiendo) entonces vi que a mi alrededor todos estaban en lo mismo. Las manos iban de un plato a otro: unos se quitaban, otros se ponían; vos le quitabas a uno, y él le quitaba a otro. Ninguno se enojaba, como si nadie fuera dueño de su plato ni de la comida que había en él. Esos modales no dejaron de parecerme raros; pero, como entendí que no era que se hubieran ensañado con nosotras, se me pasó el enojo y me volvió el hambre. Me serví de nuevo una porción enorme de estofado y le serví a Delfina que estaba más confundida que yo.

—Comé —le dije—. Comé tranquila que está todo bien.

Pero saqué la comida de la fuente, la verdad es que no me atreví a meterme en el plato de nadie; demasiadas peleas había visto yo por cosas así.

Cuando me sentí llena del todo, volví a mirar alrededor. Algunos viejos y algunas viejas atendían a los más chiquitos como verdaderas madres. Les cortaban la comida y se la daban en la boca y a veces, si eran bebés, hasta les masticaban los bocados y después los escupían en las palmas de sus manos. Los chiquitos los tomaban de ahí y se los tragaban encantados. En un momento vi a uno grande, más grande que yo, que se acercó a un viejo que le estaba dando de comer a un bebé. Esperó a que escupiera la papilla sobre su mano y se la quitó. ¡Tanto era el gusto que les daba robarse la comida que hasta ese asqueroso puré, todo masticado. eran capaces de tragar!

Cuando el último chico dejó de comer, la vieja, que parecía ser la dueña de casa o la jefa, palmeó una vez. No sé cómo, en el medio de ese batifondo en el que todos hablaban y se reían y gritaban, la escucharon. Lo cierto es que todos los chicos se pararon, los viejos ocuparon sus lugares y, sin cambiar los platos, se pusieron a comer. Demás está decir que en casi todos los platos habían quedado restos, porque todos habíamos repetido hasta hartarnos y cuando estuvimos llenos, seguimos poniéndonos comida. Los viejos se tragaron las sobras, si les gustaban y si no, siguiendo con las costumbres de la casa, le pusieron la comida que no querían a cualquiera de sus vecinos y tomaron otra de las fuentes o de los otros platos. Delfina y yo nos quedamos mirando como los demás, supongo que tendrían que llevarse las fuentes vacías y traerlas llenas, pero estaban tan atiborradas que los viejos no llegaron al fondo de ninguna bandeja. Cuando ellos terminaron de comer, la vieja chifló una, dos, tres veces. Durante un rato todos se quedaron quietos y callados, como esperando algo. Minutos después, el comedor se llenó de animales. Treparon por las sillas y subiéndose a la mesa acabaron con los restos del festín. Gatos, conejos, perros, gallinas, ranas, lauchas, hurones, corderos, sapos, culebras. Los chicos y los viejos nos quedamos de pie mirando comer a los animales. Cuando no quedaba ni una miga de pan sobre el mantel, ni un raviol dentro de las fuentes, la vieja volvió a chiflar y los animales salieron del comedor y desaparecieron en la oscuridad que empezaba detrás de las puertas de vidrio.

Al rato, viejos y chicos pasaron al salón de al lado. Era tan grande como el comedor y estaba repleto de almohadones de todos los tamaños y colores. En cada rincón había una alfombra diferente, y alrededor de cada alfombra se juntaron a hacer cosas distintas. Nosotras seguimos a los chicos más grandes. Un flaco tocaba la guitarra y cantaba. Tenía el pelo largo y por como ponía la cabeza para tocar, le tapaba toda la cara. De atrás de esa cortina oscura salía una voz muy dulce y a mí me dieron ganas de verle los ojos. Algunos lo escuchaban, otros cantaban con él y otros tenían puestos sus walkman y movían los labios siguiendo la letra de sus propias canciones. Yo rebusqué en la salita de la entrada hasta encontrar mi campera y junto con mi hermana nos acurrucamos por ahí. Oyendo cantar, nos quedamos dormidas.

 

En algún momento de la noche, todo alrededor estaba en completo silencio, me di vuelta medio dormida y medio dormida (hasta durmiendo no dejo de cuidarla) tanteé hacia mi hermana y vi que no estaba. Tuve una sensación espantosa: fue como si yo me tocara el cuerpo y mi cuerpo no estuviera.

Me faltaba mi hermana. Abrí los ojos y aunque siempre tardo como quince minutos en despabilarme, esta vez, al instante, tuve la cabeza totalmente despejada. Miré hacia los rincones. Las velas se habían apagado pero por la gran puerta de vidrio entraba la luz amarilla de una media luna. Lo primero que pensé fue que quizás había tenido ganas de hacer pis. En general mi hermana nunca se levanta para hacer pis, ni en casa y menos cuando estamos afuera. "¿Se habrá movido dormida?", pensé enseguida, porque es de lo más inquieta cuando duerme. Miré a mi alrededor: el piso estaba sembrado de cosas tiradas; con tan poca luz, cada montoncito podía ser mi hermana. Me levanté. El comedor era enorme y mientras mis pasos aplastaban camperas, zapatos, papeles, todo estaba, salvo por mi culpa, hundido en un gran silencio. Nada era ella, el comedor estaba vacío: sin chicos, ni viejos, ni animales.

Probé con una mentira, una de esas mentiras dulces que una se inventa para no sufrir. Me dije: "seguro que la vinieron a buscar y se la llevaron dormida hasta el dormitorio de las chicas; ahora van a venir a buscarme a mí". Y me senté a esperar. "Ya van a venir, ya van a venir. Ya van a venir". Como una estúpida me quedé sentada, con los brazos cruzados, esperando que viniera a buscarme una mentira que yo misma me había inventado. Pero solo pasaba el tiempo. Quise llamarla. La voz me salió ronca, nadie me contestó y sentí entonces verdadero miedo. Al segundo las preguntas me taladraron la cabeza. ¿Dónde estaban todos los demás? ¿Dónde estaba mi hermana? ¿Cómo se la habían llevado? ¿Quién?

No se me ocurría otra cosa. Nosotras tenemos una ley de oro: SIEMPRE JUNTAS. Aunque estemos peleadas, ofendidas, aunque tengamos ganas de matarnos, siempre una a la vista de la otra, siempre cerca, vigilándonos. Si de algo podía estar segura, era de que Delfina no se había ido por su cuenta.

Miré las cosas desparramadas a mi alrededor, hasta el almohadón más insignificante era testigo de lo que había ocurrido, pero yo era tan nueva en aquella casa que no podía captar ningún indicio. Metí las manos en los bolsillos de mi campera y me encontré un papel. Lo saqué y, acercándome a la luz, lo miré. ¡Era una nota escrita por mi hermana! Enseguida reconocí su letra y, clarita, su firma, DELFINA con letras de imprenta. El resto no lo pude leer porque Delfina no sabía escribir más que su nombre y el mío. Como una idiota estuve leyendo las letras amontonadas en el papel:

MARCIA AEN PPTIUL OOUNN MAOAO RTTY H RAT AAL SOLL
REET JFEU ARAT MANO TORHI LUCCOA MANAS
BEIN ASP DDER
DELFINA

Y sin embargo yo estaba segura de que Delfina, cuando lo había escrito, había estado pensando algo. Casi siempre que escribía hablaba en voz alta, dictándose a sí misma. La imaginé moviendo la mano derecha, dictándose. Acá estaban los trazos pero sus ideas, a diferencia de lo que pasa con los que sabemos escribir, no estaban en el papel. Acá estaba su mensaje pero ella era la única que lo podía descifrar.


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