31 | AUTORES/FICCIONES | 9 de agosto de 2000

Portada de "La fábrica del terror"Ana María Shua

El Show de los Muertos Vivos

(Cuento reproducido, con autorización de la autora y los editores, del libro La fábrica del terror - Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1990. Colección Especiales)

El sobre decía: "Sr. Gonzalo Ramos". Y la carta decía que Gonzalo había ganado el Primer Premio del Concurso Nestlé: ¡Un viaje a Disneyworld para dos personas! El grito de alegría de Gonzalo hizo temblar los edificios de Santiago, con construcción antisísmica y todo.

Pero después resultó que dos pasajes eran mucho y eran poco. ¿Quién de la familia viajaba y quién se quedaba? Marisabel, su hermana mayor, alegaba llorando que ella lo había ayudado a completar el puzzle. Y eso era bien cierto.

Finalmente el papá decidió usar para el viaje el dinero que ahorraban para las vacaciones. Y la abuela Clara los sorprendió con un regalo inesperado. Y los Agosin, que se habían ido de Chile a la fuerza, en los malos tiempos, les ofrecieron pasar unos días en su apartamento de Miami.

Y en Miami estaba ahora la familia Ramos completa: mamá, papá, Gonzalo, Marisabel. Habían vuelto de Dinseyworld y faltaban dos días para volver a Santiago.

¡Hacía tanto calor! Gonzalo estaba feliz y maravillado con Disneyworld, especialmente con Epcott, la ciudad del futuro. Pero para entrar a cada atracción habían tenido que esperar mucho, parados en una larga fila de gente, agotados por el calor y mirando cada uno la espalda transpirada de la persona que tenían delante. Los Ramos se sentían un poco cansados, con ganas de llegar a casa y empezar a contar sus aventuras.

En los alrededores de Miami también había hartas diversiones para toda la familia. Fueron a ver los delfines y las orcas del Seaquarium y fueron a la Jungla de los Monos, donde la gente se pasea encerrada por un pasillo enrejado mientras los monos les hacen muecas desde afuera. Y fueron a la Jungla de los Pájaros, donde vieron papagayos que parecían pintados. Ya habían pasado por el Parque Nacional de Everglades, ya habían visto el Museo de Cera y parecía que no habría más diversiones antes de tomar el avión cuando Gonzalo descubrió un anuncio que decía así (pero en inglés):

  EL SHOW DE LOS MUERTOS VIVOS

  Un espectáculo vudú para toda la familia
  ¡Con auténticos zombies antillanos!
  Entrada: 20 U$S
  Niños menores de 14 años: 10 U$S
  Cafetería del Barón Samedí

También decía el horario y la dirección: era un lugar en las afueras de Miami. Los padres de Gonzalo se rieron un poco y comentaron cómo habían cambiado los tiempos, lo que antes asustaba a los grandes, ahora servía para divertir a los chicos.

El espectáculo empezaba a las siete de la tarde. Iban en un Ford alquilado. Mamá miraba el mapa, papá se perdía en las salidas de las autopistas y los dos se peleaban bastante. Pero alcanzaron a llegar justo a la hora del primer show.

La cafetería estaba adornada con Signos Mágicos. Para llegar a la puerta había que atravesar un círculo de piedras y pasar junto a un chivo ahorcado y dos pollos negros atados por las patas y colgados cabeza abajo. Por supuesto, los animales eran de plástico.

En la cafetería del Barón Samedí faltaba la alfombra en el piso porque las mozas servían deslizándose sobre patines. Al fondo había un pequeño escenario con los amplificadores del equipo de sonido a los costados. Un olor raro, difícil de reconocer, flotaba por encima de esa mezcla de aromas (básicamente plástico y desodorantes) que los Ramos llamaban "olor a USA". Igual que en Disneyworld, había turistas de todas partes del mundo, sobre todo familias con chicos.

Apenas tuvieron tiempo de sentarse cuando se descorrió el telón y un hombre negro, alto, vestido con un traje negro y anteojos oscuros se adelantó hacia el micrófono. Tenía un aspecto peligroso y antipático. Empezó a recitar en un inglés muy raro, tan distinto del que Miss Atwell les enseñaba a los niños en el colegio.

  —Soy el Barón Samedí,
  el Barón La Muerte, el Barón La Cruz
  El Amo de las Tumbas soy,
  soy un servidor de Ogún.

El papá les explicó que el acento raro le venía de lo que seguramente debía ser su lengua natal, el créole, esa mezcla de francés con idiomas africanos que también se habla en Haití y en las islas francesas del Caribe. También les dijo que el animador estaba haciendo una mescolanza con muchos elementos de la religión vudú.

  —El Fin es el principio
  el principio es el fin.
  Yo soy el servidor de la Serpiente.
  Yo soy el servidor de Damballah.

Era raro escuchar esas palabras en boca de un señor vestido de una manera tan común. Gonzalo se extrañó de que el Barón Samedí no se disfrazara mejor para el espectáculo. Después se fue dando cuenta de que así asustaba más que disfrazado.

  —Yo soy un Servidor de los Invisibles,
  pero otros me sirven a mí.
  Mis esclavos, mis zombies, los convoco:
  con sus tambores, vengan aquí.

Dos hombres y una mujer aparecieron en el escenario trayendo dos tambores chicos y uno tan grande que había que empujarlo. Los hombres se movían lentamente y había algo muy extraño en sus miradas negras y vacías. Los párpados estaban pintados de blanco y las pupilas eran enormes. Empezaron a tocar los tambores de una manera difícil de entender, como si golpearan porque sí, sin ningún ritmo, como hacen los niños pequeños. El ruido era francamente molesto y los amplificadores lo hacían resonar por toda la cafetería.

Una camarera en patines les alcanzó cuatro vasos de agua con hielo.

—Si sabía no venía —dijo la mamá de Gonzalo tapándose los oídos—. Esto es peor que una discoteca. Ya estoy vieja para aguantar ruidos tan fuertes.

—No me gustan los ojos de esos hombres —dijo el señor Ramos—. Parecen drogados.

—Papá, pueden ser lentes de contacto —dijo Marisabel.

Por encima del ruido se escuchaba la voz del animador:

  —Doy la bienvenida a los amigos brasileños
  hermanos en Ogún y en Orixá,
  hermanos en macumba y candomblé.

Una luz repentina iluminó una mesa donde, en efecto, se sentaba un grupo de brasileños que agradecieron en portugués.

Mientras tanto la familia Ramos le encargó a la camarera una pizza Margarita con doble queso y Seven Up. Trataban de hablar en voz bajita para no molestar a los que actuaban.

  —Doy la bienvenida a los amigos chilenos,
   hermanos de la Brujería y el Invunche,
   el Guardián de la Cueva en Chiloé.

Los chilenos se sobresaltaron un poco cuando el foco los señaló porque el Barón Samedí no tenía cómo saber de dónde eran ellos. El papá prometió hablarles después del folklore de la isla de Chiloé.

El Barón Samedí siguió saludando a los amigos suecos y a los amigos japoneses. Marisabel le preguntó a su papá si Duvalier, el dictador de Haití durante tantos años, había sido como Pinochet. El papá pensó un poco y le dijo que no, que se parecían más que nada en los anteojos negros.

Entonces, obedeciendo una orden del Barón Samedí, los zombies se adelantaron y empezaron a hacer ciertas pruebas destinadas a demostrar que eran totalmente esclavos del Amo de los Cementerios y que estaban realmente muertos.

Algunos trucos los niños ya los habían visto en el circo o por la tele. Los zombies caminaron descalzos sobre carbones encendidos, se pincharon con agujas y se clavaron cuchillos sin que saliera sangre. Se aplicaron contra la lengua la brasa de un cigarrillo. Y comieron cosas asquerosas, como pedazos de vidrio y un limón con cáscara.

La mamá de Gonzalo estaba molesta, el espectáculo le parecía desagradable y se quería ir. Pero justo entonces (Gonzalo y Marisabel se pusieron contentos) trajeron la pizza, bien dorada, perfumada y deliciosa.

A continuación el Barón Samedí empezó a tocar un ritmo violento y extraño (pero por lo menos esto sí era música) en el tambor grande, el de patas rojas y cara humana, al que llamó tambor Mamá.

Una mujer muy joven apareció en el escenario, bailando una danza que fue aumentando de velocidad, empujada por el ritmo del tambor, hasta hacerse frenética. La jovencita, que al principio cantaba una frase repetida muchas veces, de golpe echó la cabeza hacia atrás. La expresión de su cara cambió, empezó a correrle saliva por el costado de la boca torcida, y sus gestos se volvieron salvajes.

El Barón Samedí explico que estaba poseída por Ogún de los Hierros, el Espíritu de la Guerra y los Metales, el General Sangrante. La poseída empezó a hacer demostraciones de su fuerza anormal y realmente era muy raro ver a una muchachita tan delgada levantando con una sola mano una mesa de la cafetería, y después alzando a uno de los japoneses (que se reía como loco, de pura vergüenza) con silla y todo.

—¿Cómo será el truco? —quiso saber Gonzalo.

—Debe estar todo preparado —dijo la mamá—. La silla esa estará atada al techo con hilos invisibles o algo así.

El número siguiente fue inesperado y horrible. Mientras los tambores, tocados por los zombies, rompían todas las leyes de la música y los tímpanos de los espectadores, el Barón Samedí volvió al escenario trayendo un cerdo negro con las patas atadas y lo degolló en público.

El animal se retorcía y gritaba mientras la sangre se juntaba en un recipiente de metal. Los suecos se levantaron y se fueron.

El Barón Samedí pidió un voluntario para iniciarlo según el rito vudú. Una de las mujeres brasileñas pasó al frente y le mojó los labios con la sangre del cerdo.

Los padres de Gonzalo y Marisabel también querían irse pero Marisabel los convenció: ¿acaso no se mataban cerdos a montones, todos los días, para comerlos hechos costillitas?

Como postre papá Ramos pidió una leche malteada y la mamá un pastel de manzana a la moda, o sea con helado de vainilla encima. Los niños compartían una banana split.

Una mujer zombie entró al escenario con movimientos torpes, trayendo a un bebé. Lo mantenía alzado por encima de su cabeza, con los brazos estirados, mientras el bebé lloraba a gritos.

—Si eso es una guagua de verdad no me quedo ni un segundo más —dijo la mamá.

Pero resultó ser un muñeco y el llanto era una grabación. Bañaron a la guagua en sangre de cerdo negro y la brasileña empezó a bailar alrededor moviéndose con mucha gracia. No se sabía si ella también estaba poseída o se hacía la poseída nomás.

Los ayudantes retiraron el cadáver del cerdo del escenario. Los zombies volvieron a adelantarse. A un costado, pegado al micrófono, con un susurro que gracias al buen equipo de sonido sonaba como un grito, el Barón Samedí seguía hablando.

—Estos hombres ya no son hombres, pero tampoco son verdaderos zombies. —Parecía un mago que se decide a explicar uno de sus trucos, mostrando cómo lo que parece magia no es más que rapidez con los dedos. —Estos hombres fueron castigados por la Sociedad de la Noche. Porque la Noche es de los Invisibles y no de los Hombres. Estos hombres recibieron los Polvos Mágicos y parecían muertos y como muertos fueron enterrados. Y como zombies fueron desenterrados y se los obligó a comer la Pasta del Olvido y ahora son mis esclavos. ¡Nadie teme a los zombies! ¡Todos temen ser convertidos!

Mientras hablaba, los falsos muertos bailaban un número de tap dance, con los brazos colgando, las caras sin expresión y muy desacompasados.

Después el Barón Samedí anunció que ahora sí les haría conocer a un verdadero Muerto-Vivo. Preguntó a los espectadores cómo se puede comprobar que una persona esté muerta de verdad. Gonzalo dijo que por los latidos del corazón. De otras mesas hablaron de la respiración y de la actividad cerebral.

Pero el Barón dijo que había una sola manera de probar con seguridad algo que ni siquiera la raya lisa y brillante del electroencefalograma podía garantizar: lo que está muerto, se pudre.

Entonces se hizo más fuerte ese olor raro que habían sentido al principio, al entrar a la cafetería. Y un auténtico Muerto-Vivo apareció en escena. Usaba un slip de baño para mostrar las partes de su cuerpo que parecían verdaderamente podridas. Le faltaban mechones de pelo y en ciertas zonas del cuero cabelludo le crecía una especie de moho verdoso.

El animador invitó a los espectadores a subir al escenario para inspeccionar bien de cerca al Muerto-Vivo, y muchos lo hicieron. Se acercaban con espejos, para ver si la respiración del Cuerpo Cadáver los empañaba y hasta apareció un médico con un estetoscopio. Volvían a sus lugares con risitas nerviosas.

A la mamá el helado de vainilla se le derretía en el plato. En cambio los niños se devoraban su banana split con muy buen apetito.

La función terminaba con un juicio, un auténtico juicio de la Sociedad de la Noche, la Sociedad de los Animales, la Bizango.

EL Barón Samedí, transpirando mucho, con el traje negro arrugado y la corbata torcida, empezó el nuevo conjuro.

  —Todos serán juzgados.
  Sólo el Culpable
  será castigado.
  El Niño Inocente
  no será condenado.

Con ayuda de la muchachita poseída, que ahora parecía muy tranquila, empezó a mezclar unos polvos y líquidos en vasos transparentes.

—Ahora —dijo el Barón—. Que pase el Niño Inocente.

Y antes de que sus padres alcanzaran a protestar, había arrastrado a Gonzalo al escenario. En medio de fórmulas mágicas y golpear de tambores, invitó a Gonzalo a probar de una copa con un líquido verde y espeso y después otra con un líquido rojo.

Gonzalo estaba muy tranquilo y divertido. Lo único que no le gustaba era que lo llamaran "Niño Inocente" y ya se imaginaba las burlas de Marisabel. Ojalá no se lo contase a nadie.

Probó primero del líquido verde y frunció la cara. Era feísimo, muy amargo. Después tomó del líquido rojo, que estaba muy bien. Y anunció al público, en un inglés bastante aceptable, que hizo sentir orgullosos a sus padres:

—Este verde es horrible y este rojo está bien dulce, parece coca sin gas.

El Barón Samedí intervino.

—La Sociedad puede ser Dulce como la miel o Amarga como el dolor. Pero sólo castiga al Culpable. El Niño Inocente que vuelva a su mesa. Ahora, que pase el Culpable.

Un hombre gordo, evidentemente norteamericano, fue empujado hacia el escenario entre las risas histéricas de las mujeres que compartían su mesa.

Probó el líquido verde y el rojo de las mismísimas copas que Gonzalo había dejado sobre la mesita y que nadie había tocado. Pero no alcanzó a decir qué gusto tenían. Inmediatamente comenzó la transformación.

Todo sucedía al mismo tiempo, de manera que era imposible darse cuenta de qué había sido lo primero, si los pelos creciéndole por todo el cuerpo, reemplazando a la ropa o la forma en que se le alargó y estiró la cara, formando un hocico mientras los ojos se separaban. El rabo largo iba asomando desde atrás, el pelo crecía y se hacía más espeso y los cuernos se alargaban en la frente, y el que había sido un hombre se ponía en cuatro patas(ya no tenía ni manos ni pies, sino pezuñas hendidas) y balaba como un chivo, como el chivo gordo en el que se había convertido.

Gonzalo había visto transformaciones como esa en muchas películas; con el maquillaje y los efectos especiales ahora se podía hacer cualquier cosa. Pero era algo muy distinto ver a un hombre convertirse en chivo ahí mismo, delante de uno. Un silencio grande y asombrado rodeó a los balidos desesperados del animal.

De golpe un hombre del público se puso de pie. También era negro y parecía brotar de su cuerpo un inmenso poder.

—Barón Samedí, Bokor, Sacerdote del Mal, te desafío —gritó—. Este hombre no era tuyo, no tenías Derecho sobre él. Yo, Hungan, Sacerdote del Bien, te desafío.

—El Mal es el Bien, el Principio es el Fin —aulló el Barón Samedí, torturando los oídos del público gracias a los amplificadores.

—Si no sueltas a ese hombre, voy a encerrar tu Buen Alma en un frasco para toda la eternidad. ¡Te voy a convertir en un Cuerpo Cadáver!

Y nadie pudo entender bien lo que siguió porque ahora los rivales ya no hablaban inglés sino créole o francés, o algún idioma del África, y junto con las invocaciones a los dioses y las palabras mágicas, humos y nieblas de colores llenaron el local. Como todos lo esperaban, el chivo se transformó otra vez en hombre y volvió a la mesa, tambaleándose.

EL telón cayo de golpe y el espectáculo se dio por terminado. Por supuesto, nadie estaba desilusionado; aunque por los comentarios que se escuchaban en la playa de estacionamiento, muchos pensaban que el show había sido demasiado violento para los niños.

De vuelta en Santiago, Gonzalo habló más de Disneyworld que del espectáculo vudú, al que, sin embargo, recordaba siempre en sus pesadillas. Él y Marisabel comentaban a veces entre ellos algunas de las cosas que habían visto y que no se atrevían a contarles a los demás porque parecían de veras increíbles.

Además (y esto sí que era un secreto) desde que había tomado el líquido verde y el líquido rojo, cada vez que se ponía de muy mal humor, el pie derecho de Gonzalo se transformaba en pezuña y le crecían muchos pelos largos y negros.

Porque ni siquiera un niño es del todo Inocente.

Un cuento vudú: El Show de los Muertos Vivos

El vudú es una verdadera tentación para alguien que está escribiendo cuentos de miedo. Porque su tradición reúne todo lo que parece haber asustado a los hombres desde siempre: los muertos que salen de la tumba, el culto a la serpiente, la magia negra, las transformaciones de personas en animales.

Pero se escribieron tantas historias y se filmaron tantas películas sobre el vudú y los zombies, que la gente terminó por olvidarse de que el vudú es una verdadera religión, compleja y organizada, una religión que se practica libremente en las Antillas, con sus templos y sus sacerdotes.

Según las últimas investigaciones, los zombies existen de verdad, pero no son Muertos-Vivos. Son personas a las que se les da un veneno que las hace parecer muertas. Como en esa zona hace mucho calor, a esos supuestos muertos se los entierra rápidamente. Después, cuando se calcula que el efecto del veneno ha pasado, se los desentierra y se los obliga a tomar una droga que les hace perder la memoria y la voluntad.

En el código penal de Haití hay una ley que prohibe concretamente darle a nadie una substancia que lo haga parecer muerto. Esto no es algo que suceda todos los días, pero es posible y está relacionado con un sistema de sociedades secretas que funciona en forma paralela (y a veces superpuesta) al gobierno.

Un científico norteamericano descubrió que el veneno para "zombificar" se saca del pez-globo o pez-erizo y de algunos sapos venenosos. Y la droga que se les da después se extrae de una planta que se llama "pepino-zombie".

Debo confesar que esta información sobre los zombies verdaderos me parece menos aterradora que la idea de que un muerto pueda salir de su tumba para visitar a los vivos.

Sin embargo, para los habitantes de Haití, descendientes de esclavos rebeldes, no hay nada tan temible como la amenaza de ser convertidos en seres sin voluntad, obligados a obedecer a un amo.

En el final del cuento uso un recurso increíblemente antiguo: es la escena en la que alguien se despierta de una pesadilla o vuelve de una situación que vivió sin estar convencido de que era del todo real. Ahora cree estar seguro de que todo era un sueño o alguna especie de ilusión. Y de golpe se encuentra con que un elemento de ese horror lo ha acompañado hasta su mundo de todos los días.


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