9 | AUTORES / LECTURAS | 6 de octubre de 1999

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Literatura y oxígeno

por Ema Wolf

Artículo extraído, con autorización de los editores, de Contratapa, revista de literatura infantil y juvenil, N° 8. Buenos Aires, 2do. semestre de 1997.

A los libros de aventuras les debo mi condición de lectora. No hay otros responsables de que hoy yo siga leyendo. Gozosa e implacablemente.

Tengo esta imagen: haberme aferrado a los faldones o a las botas de uno de esos libros, que circulaba veloz en dirección a un archipiélago, y no haber regresado jamás del todo. Casi con seguridad lo había escrito Salgari. Puede decirse que fui raptada voluntariamente.

Viví entre ellos, desaliñada y feliz, muchos años. En el lugar donde esos libros habitan no se usan los peines. Las mujeres entregan una perla a cambio de un caballo y los hombres escupen por el hueco del colmillo. Algo acecha.

Los libros de aventuras representaron para mí todo lo precioso del afuera. Es decir, lo distante en el espacio y en el tiempo: Argel, 1895; Cartago, s. II (a.C.); la Luna, 2021 (d.C.) ¿Qué puede haber más fascinante que estar parada en el cruce de esas coordenadas, atenta a los acontecimientos? Eran toda la historia y toda la geografía. Inexactas y fantásticas, es cierto, ¿Pero a quién le importan el rigor y el verismo a los diez años? A esa edad no pensaba que la literatura podía cambiar el mundo, me estaba cambiando a mí y era suficiente, yo la dejaba hacer. El territorio conocido se expandía en todas las direcciones a saltos de gigante. Estaba segura de poder abarcarlo todo en un plazo breve. Y lo hice. Hoy no hay lugar ni época que no haya visitado antes, de algún modo. No necesito ir a Bombay para corroborar que existe un fakir al que le brota una planta de la palma de la mano.

Mi vocación por el afuera era tan radical entonces, que abarcaba a la misma infancia. No me interesaban los libros donde intervinieran niños o niñas, a menos que enfrentaran situaciones de auténtico riesgo, como Jim Hawkins o los hijos adolescentes del desdichado capitán Grant. Los niños circulaban de la mano de adultos más diestros y atrevidos, por lo tanto más interesantes. Heidi era apenas tolerable porque brincaba y olía como una cabra; no así su amiga, la falsa lisiada. Los huérfanos de Louise Alcott, educados por sus tutores bajo la campana de queso, me irritaban. Esos niños puritanos del asilo de Plumfield, capaces de pedir perdón por haber dicho una mentirijilla, nunca tendrían valor para rajarle la panza a un tigre. Mis heroínas no morían en la cama, como Beth March. Al menos no sin haber hecho antes algo grande. Primero se escapaban con su amante y después morían sin inspirar lástima.

Y por sobre todas las cosas, en aquellos libros estaba el mar.

Si alguien me hubiera dicho entonces que eran libros de evasión, no lo habría entendido. Eran libros de conocimiento. Indispensables libros de conocimiento. Manuales para asomarse por primera vez al mundo. De cómo sacar el hocico afuera para entender un pco más el adentro. Además tenían códigos purísimos. El amor, la fraternidad, el coraje, la lealtad sin límites estaban allí. Todo aquello que después se relativizó estaba allí, intacto. Los mejores ejemplos. Nada de alcahuetes. Cada mujer y cada hombre a la altura de los acontecimientos. Incluidos los villanos. También yo, lectora, preparada para intervenir en caso de necesidad.

En los libros de aventuras estaban también las palabras más hermosas. El repertorio de la marinería, del desierto, del tocador de las damas francesas, de la jungla, de los ladrones de caminos. Vapuleado por las malas traducciones, pero altivo y sonante. Nadie había expurgado esas páginas de palabras difíciles. Estaban todas al alcance de la mano, como pequeñas cajas cerradas, secretas y valiosas. No necesitábamos diccionarios: las atrapábamos en su propia guarida.

Varias veces intenté agasajar a aquellos libros míos con otros libros escritos por mí. Para que sepan cuánto les debo.

Pero además creo no haberlos traicionado. Nunca dejé de estar entre ellos. Una parte importante de mí quedó allá tras el rapto. A veces pienso que toda la evolución de mi gusto lector se reduce a haber cambiado a Salgari por Conrad. Y hay más: mi predilección por las historias de espacios abiertos, los cuentos con naturaleza, Quiroga y Dávalos, el Conti de "Sudeste" y "Mascaró", los bestiarios, las crónicas de exploraciones auténticas como "Kon-Tiki" o los viajes de Cook, tanto como mi cortés resistencia a la novela psicológica, el monólogo interior y el objetivismo, son secuelas indelebles de mi paso por la tierra de la aventura. ¡Se respira tan bien sobre el puente del "Pequod"!" Soy una lectora claustrofóbica.


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