210 | FICCIONES | 4 de julio de 2007

Tres clásicos entre la obediencia y la desobediencia (Segunda parte)

Selección de textos y notas introductorias por Marcela Carranza

En este número continuamos con el tema abierto en nuestra edición anterior en la primera parte de este artículo publicada en la sección "Lecturas". En el mismo se analizaban tres libros publicados a mediados y fines del siglo XIX y qué, según explicaba Marcela Carranza, "resultaron un éxito editorial de su época y se constituyeron en obras emblemáticas dentro del sistema de libros para niños. Los tres comparten además un fuerte vínculo con la literatura pedagógica vigente en aquellos tiempos. En ellos la actitud humorística en algunas de sus formas más irreverentes y desacralizadoras convive (con diferente grado de conflictividad) con el objetivo pedagógico. Es esta extraña convivencia entre el humor irreverente y la palabra aleccionadora la que nos interesa observar a partir de la lectura de estos clásicos."

Ofrecemos ahora algunos fragmentos de los textos ya analizados.


Der Struwwelpeter (Pedro Melenas) (1845)

En el año 1844 el joven doctor alemán Heinrich Hoffmann (1809-1894), después de buscar en vano en las librerías de Frankfurt en vísperas de Navidad, un libro ilustrado que le pareciera interesante para su hijo de cuatro años, decidió comprar un cuaderno escolar y se puso a escribir unas historias que ilustró con sus propios dibujos. El texto comenzaba con "La historia del malvado Federico", en cambio la presentación de "Der Struwwelpeter" —traducido al castellano como "Pedro Melenas", personaje que daría posteriormente nombre al libro—, en el manuscrito figuraba al final. Löning, un conocido del autor, publicó por primera vez el libro en una edición de 1.500 ejemplares en 1845. El propio Hoffmann cuidó personalmente que la impresión de los dibujos no alterara en lo más mínimo los colores y el estilo original. Lo que no quería era que se deslizara en las páginas nada del estilo artificioso y dulzón tan característico de los libros infantiles que se publicaban en el momento y que él había rechazado en su búsqueda de un libro para su hijo. Los 1.500 ejemplares fueron vendidos en un mes, y a esta primera siguieron infinidad de ediciones y traducciones a múltiples idiomas; siendo para destacar que el propio Mark Twain fue el responsable de una de las traducciones de Der Struwwelpeter al inglés. (*)

El libro del doctor Hoffmann pertenece a una tradición de literatura destinada a los niños del tipo instructiva o aleccionadora, en auge durante el momento de su producción. Se trata de un conjunto de historias rimadas destinadas a advertir sobre las consecuencias negativas de actuaciones infantiles fuera de la norma de conducta considerada correcta en la época.

En esta sección ofrecemos el prólogo y tres de las historias: "Pedro Melenas"; "La tristísima historia de las cerillas" y "La historia del Chupadedos". El libro se completa con siete narraciones más: "La historia del malvado Federico"; "La historia de los niños negros"; "La historia del fiero cazador"; La historia de Gaspar Sopas"; "La historia de Felipe revueltas"; La historia de Juan Babieca" y La historia de Roberto Volador".

Der Struwwelpeter (Pedro Melenas)

Historias muy divertidas y estampas aún más graciosas con 15 láminas coloreadas para niños de 3 a 6 años

por el Dr. Heinrich Hoffmann

Prólogo

El niño Jesús del cielo
premia a los niños modelo,
y si se comen la sopa
sin ensuciarse la ropa,
si se entretienen solitos
sin molestar con sus gritos
y caminan, claro está,
de la mano de mamá,
les trae al fin, muy dichoso,
un álbum maravilloso.

Pedro Melenas

¡Aquí está, nenes y nenas,
éste es Pedro Melenas!
Por no cortarse las uñas
le crecieron diez pezuñas,
y hace más de un año entero
que no ha visto al peluquero.
¡Qué vergüenza! ¡Qué horroroso!
¡Qué niño más cochambroso!

La tristísima historia de las cerillas

Los papás de Paulinita
la dejan sola en casita.
La niña corre, jugando
con su muñeca y cantando,
hasta que —¡Oh maravillas!—
ve una caja de cerillas.
"¡Qué juguete! ¡Qué bonita!",
dice, al verla, Paulinita:
"Voy a probar a encender
como mamá suele hacer".
Y Minta y Maula, las gatas,
levantan, tristes, las patas:
"¡Tu papá te lo ha prohibido!",
le dicen, con un maullido:
"¡Miau, mio! ¡Miau, mio!
¡Te quemarás! ¡Déjalo…!"
Paulinita desatiende
el buen consejo y enciende,
como se ve en la figura,
la cerilla —¡ay, qué locura!—
mientras salta de contento
sin descansar un momento.
Y Minta y Maula, las gatas,
levantan, tristes, las patas:
"¡Tu mamá te lo ha prohibido!",
le dicen, con un maullido:
"¡Miau, mio! ¡Miau, mio!
¡Te quemarás! ¡Dejaló…!"

Las llamas —¡ay!— han prendido
en la manga, en el vestido,
la falda, la cabellera…
se quema la niña entera.
Minta y Maula, al contemplarla,
gimen a dúo: "¡Salvadla!
¡Socorro! ¡Auxilio! ¡Corriendo!
¡La pobre niña está ardiendo!
¡Miau, mio! ¡Miau, mio!
¡Paulinita se quemó!"
La niña —¡qué gran tristeza!—
ardió de pies a cabeza.
Quedaron los zapatitos,
cenizas y dos lacitos.
Minta y Maula, frente a frente,
lloran muy amargamente:
"¡Pobres papás! ¡Miau, mio!
¿Dónde estarán? ¿Dónde? ¿Do?"
Y derraman, tristemente,
de lágrimas un torrente.

La historia del Chupadedos

"¡Conrado!", dice mamá:
"Salgo un rato, estate acá;
sé bueno, juicioso y pío,
hasta que vuelva, hijo mío,
y no te chupes el dedo
porque entonces —¡ay, qué miedo!—
vendrá a buscarte, pillastre,
con las tijeras el sastre,
y te cortará —tris, tras!—
los pulgares, ya verás".
Sale doña Berta y ¡zas!
¡Chupa que te chuparás…!

Se abre la puerta y de un salto,
entra en la casa, al asalto,
el terrible sastre aquél
que venía en busca de él.
Con la afilada tijera
le corta los dedos —¡fuera!—
y deja al pobre Conrado,
llorando desconsolado.
Cuando vuelve doña Berta,
lo encuentra, triste, en la puerta.
¡Sin pulgares se quedó,
el sastre se los cortó!

(*) A esta traducción de Mark Twain se puede acceder por Internet: www.fln.vcu.edu/struwwel/twpete.html .

Bibliografía consultada

  • Hoffmann, Heinrich. Der Struwwelpeter polyglott. Traducción al español de Víctor Canicio. Germany, dtv Deutscher Taschenbuch Verlag, 1984.

  • Hürlimann, Bettina. "El doctor Heinrich Hoffmann". En: Tres siglos de literatura infantil europea. Traducción de Mariano Orta Manzano. Barcelona, Editorial Juventud, 1982.

  • Las ilustraciones fueron extraidas del libro Pedro Guedellas (Der Struwwelpeter), de Heinrich Hoffmann (Ourense, Ediciones Linteo, 2001).


Max y Moritz (1865)

Wilhelm Busch (1932-1908) nació en Wiedensahl, un pueblo a 50 km de Hannover. Luego de iniciar estudios de ingeniería de máquinas, decidió ser pintor.


Wilhelm Busch (autorretrato)

En Munich comenzó a editar en el semanario satírico-humorístico Fiegende Blätter y se hizo famoso como narrador de imágenes. En febrero de 1865 Busch ofreció a su editor de Munich, Kaspar Braun, la historia de Max y Moritz, que ya había sido rechazada por otro editor de Dresde. Braun aceptó la publicación. Una vez editado el libro, la respuesta de profesores, clérigos y pedagogos no se hizo esperar, para éstos se trataba de una obra peligrosa, corruptora de sus jóvenes lectores.

Max y Moritz se convirtió en uno de los libros infantiles más populares del mundo, recibió incontables traducciones y adaptaciones y es referencia obligada de autores e ilustradores consagrados de la literatura infantil como Tomi Ungerer y Maurice Sendak. La obra de Wilhelm Busch, y particularmente Max y Moritz, es considerada pionera de la historieta. En esta sección ofrecemos dos de las siete travesuras que componen el libro, a las que se suma un prólogo y un epílogo.

Max y Moritz

por Wilhelm Busch

Cuarta travesura
A nadie estorba el saber
ni está de más aprender.
Conocer el alfabeto
merece el mayor respeto,
pero no basta con eso:
hay que avivar siempre el seso;
multiplicar es un arte
y el que parte, bien reparte,
pero no hay mejor lección
que de un sabio la opinión.

Maese Petrus, al respecto,
era sabio y era recto.
Max y Moritz, por lo tanto,
lo odiaban Dios sabe cuánto,
que el que es malo y es siniestro,
no hace caso del maestro.
Petrus era probo, flaco
y aficionado al tabaco,
vicio que en otros es culpa
y en él merece disculpa,
porque ayuda a soportar
fatigas y mal pasar.
Max y Moritz, esta vez,
traman otra insensatez:
darle al maestro un buen susto
con las pipas, y un disgusto.

Maese Petrus, el domingo,
como siempre, sin distingo,
toca el órgano con brío
en la iglesia de San Pío.
Y aquellos dos revoltosos,
se introducen, cautelosos,
en casa del organista,
de las pipas tras la pista.

Max, con la cachimba en mano,
se apresura: "¡Al grano, al grano!",
y Moritz carga y aprieta
pólvora en la cazoleta.
Luego se largan, deprisa,
antes que acabe la misa.

Maese Petrus reza un Ave
y después cierra con llave;
tras cumplir con su deber,
que es de sabios menester,

regresa a casa contento,
en busca de esparcimiento.

Las delicias del hogar
son descansar y fumar.

"¡Gozar, aunque no se estila,
de una conciencia tranquila!"

¡Cataplum! ¡Una explosión!
¡La cachimba hecha cañón!
¡Saltan jarro, taza, pluma,
tabaco, tintero, en suma,
se esparcen por el salón,
estufa, mesa y sillón!

Cuando el humo se disipa,
tras la explosión de la pipa,
Maese Petrus, bien que vivo,
tiene un aire llamativo.

de carbonero africano,
disfrazado de cristiano.
Y es grande su desconsuelo,
porque no le queda un pelo.
La escuela llora su ausencia
de un hondo pozo de ciencia.
¿Quién va a suplir sus funciones,
sus magistrales lecciones?
¿Cómo va a fumar ahora,
pensando en tan negra hora?

Maese Petrus mejoró,
la cachimba, en cambio, no.
La cuarta ha sido fatal,
y la quinta, otra que tal… 

Sexta travesura

Por Pascua, los pasteleros,
amasan dulces caseros:
tartas, bollos, pastas finas,
bizcochos y golosinas.
Max y Moritz, que lo saben,
en sí de gozo no caben.

El pastelero, ojo alerta,
cierra con llave la puerta.

Así que, para robar,
por el tejado hay que entrar.

Bajan los dos a la vez,
más negros, ¡ay!, que la pez,

Y caen, de sopetón,
en la harina del arcón.

Salen, como es natural,
con aspecto fantasmal.

¡Santo Dios! ¡Qué maravillas!
Tres suculentas rosquillas.

Cede la silla y, ¿qué pasa?:

¡que aterrizan en la masa!

¡Dos pícaros rebozados,
por culpa de sus pecados!

Aparece el pastelero
y descubre el desafuero.

Por castigar sus desmanes,
hace con ellos dos panes.

Y para mayor bochorno
¡los introduce en el horno!

Aquellos dos condenados,
reaparecen bien dorados.

¿Requiescant in pace? ¿Amén?
¡Nada de eso! ¡Les fue bien…!

Salen como dos ratones,
royendo los cascarones.

Y el pastelero, asombrado,
se lamenta: "¡Han escapado!"
La sexta ha sido fatal,
la postrera, otra que tal…

Bibliografía consultada

  • Bohen, Friedrich. "Epílogo". En: Max y Moritz. Una historia de chicos en siete travesuras. Traducción del epílogo: Lola Romero. Madrid, Alfaguara, 1982.

  • Busch, .Wilhelm. Max y Moritz Una historia de chicos en siete travesuras. Traducción de Víctor Canicio. Madrid, Editorial Alfaguara, 1982.

  • Las ilustraciones fueron extraidas del libro Max e Moritz. Historia de dous pillos en sete trasnadas, de Wilhelm Busch (Ourense, Ediciones Linteo, 2001).


Las aventuras de Pinocho (1881)

En 1881 Carlo Collodi (Carlo Lorenzini, Florencia 1826-1890) publicó en el primer número del Giornale per i Bambini, La historia de un títere. El 7 de julio de 1881 salió la primera entrega, e inmediatamente se convirtió en un éxito. El 27 de octubre del mismo año, se publicó el que iba a ser su capítulo final: aquél en el que Pinocho muere colgado en el bosque. El 16 de febrero de 1882 se publicaron las nuevas aventuras, nuevamente desde el primer capítulo, y el 25 de enero de 1883 apareció el capítulo final. En el mismo año Las aventuras de Pinocho fueron editadas en forma de libro con ilustraciones de Enrico Mazzanti. Las ilustraciones de Carlo Chiostri (**) (1863-1890) pertenecen a la edición del libro de 1901. Según señala la crítica, este ilustrador florentino siguió las huellas de su predecesor: Mazzanti, pero fue él quien terminó de definir la imagen del muñeco que pasaría a la historia.

El capítulo que ofrecemos aquí, a menudo descartado en las adaptaciones del libro de Collodi, nos ofrece dos situaciones curiosas: la primera es la de los conejos negros que amenazan a Pinocho con su pronta muerte si éste se niega a tomar la medicina. Las palabras resignadas de los conejos frente a la decisión de Pinocho de purgarse resuenan plenas de humor macabro:

"—¡Paciencia! —dijeron los conejos—. Esta vez hemos hecho el viaje en vano.

Y echándose de nuevo el ataúd a los hombros, salieron de la habitación refunfuñando y murmurando entre dientes."

Epígrafe: Ilustración de Enrico Mazzanti.

El crecimiento de la nariz, acontecimiento que popularmente define al personaje, es la segunda situación. Sin embargo cabe aclara que en el libro de Collodi este crecimiento no se limita al hecho de que su dueño haya mentido, como sucede en este capítulo. El primer crecimiento de la nariz, por ejemplo, tiene lugar en el mismo momento en que Geppetto se la talla; mientras el segundo crecimiento se produce cuando el personaje hambriento, observa la pared pintada con una olla humeante en la paupérrima casa de su padre.

Las aventuras de Pinocho

por Carlo Collodi

 

XVII

Pinocho come el azúcar, mas no quiere
purgarse; pero cuando ve
a los enterradores que quieren
llevárselo, entonces se purga.
Después dice una mentira
y como castigo le crece la nariz.

Apenas salieron los tres médicos de la habitación, el Hada se acercó a Pinocho, y después de haberle tocado la frente, se dio cuenta de que tenía una fiebre altísima.

Entonces disolvió unos polvos blancos en medio vaso de agua y, ofreciéndoselo al muñeco, le dijo cariñosamente:

—Bebe esto, y en pocos días sanarás.

Pinocho miró el vaso, torció un poco la boca y le preguntó con voz quejosa:

—¿Es dulce o amargo?

—Es amargo, pero te hará bien.

—Si es amargo, no lo quiero.

—Hazme caso bébelo.

—A mí lo amargo no me gusta.

—Bébelo, y cuando lo hayas bebido te daré un terrón de azúcar para que se te quite el mal sabor.

—¿Dónde está el terrón de azúcar?

—Aquí lo tengo —dijo el Hada, sacándolo de una azucarera de oro.

—Primero quiero el terrón de azúcar y después beberé esa agua amarga…

—¿Me lo prometes?

—Sí…

El Hada le dio el terrón, y Pinocho, después de haberlo chupado y tragado en un instante, dijo relamiéndose:

—¡Qué bueno sería que el azúcar fuese un remedio!... Me purgaría todos los días.

—Ahora cumple la promesa y bebe estas gotitas de agua que te devolverán la salud.

Pinocho, de mala gana, tomó el vaso y puso dentro la punta de la nariz; después se lo acercó a la boca; después volvió a meter dentro la punta de la nariz; finalmente dijo:

—¡Es demasiado amargo! ¡Demasiado amargo! No puedo beber.

—¿Cómo puedes decir eso si ni siquiera lo has probado?

—¡Me lo imagino! Le sentí el olor. Primero quiero otro terrón de azúcar… ¡y después lo beberé!

Entonces el Hada, con toda la paciencia de una buena madre, le puso en la boca otro poco de azúcar y después le ofreció el vaso.

—¡Así no lo puedo beber! —dijo el muñeco, haciendo mil muecas.

—¿Por qué?

—Porque me molesta ese almohadón que tengo allí, a los pies.

El Hada le sacó el almohadón.

—¡Es inútil! ¡Así tampoco lo puedo beber!

—¿Qué te molesta ahora?

—Me molesta la puerta de la habitación, que está abierta.

El Hada fue y cerró la puerta de la habitación.

—¡Basta! —gritó Pinocho, estallando en llanto—. ¡No quiero beber esa agua amarga! ¡No, no, no!

—Niño mío, te arrepentirás…

—No me importa.

—Tu enfermedad es grave.

—No me importa…

—La fiebre, en pocas horas, te llevará al otro mundo.

—No me importa…

—¿No tienes miedo de la muerte?

—¡Nada de miedo!... Prefiero morir antes que beber ese remedio tan malo.

En ese momento la puerta de la habitación se abrió de par en par y entraron cuatro conejos negros como la tinta, llevando sobre los hombros un pequeño ataúd.

—¿Qué quieren de mí? —gritó Pinocho, sentándose en la cama, todo asustado.

—Vinimos a llevarte —respondió el conejo más grande.

—¿A llevarme?... ¡Pero si todavía no estoy muerto!...

—Es cierto: todavía no, ¡pero habiéndote negado a tomar el remedio que te hubiera curado la fiebre, te quedan pocos minutos de vida!...

—¡Oh, Hada mía! ¡Oh, Hada mía! —comenzó entonces a chillar el muñeco—, dame enseguida ese vaso… Deprisa, por favor, porque no quiero morir, no… no quiero morir…

Y tomando el vaso con las dos manos lo vació de un trago.

—¡Paciencia! —dijeron los conejos—. Esta vez hemos hecho el viaje en vano.

Y echándose de nuevo el ataúd a los hombros, salieron de la habitación refunfuñando y murmurando entre dientes.

El caso es que, a los pocos minutos, Pinocho saltó de la cama, ya curado; porque hay que saber que los muñecos de madera tienen el privilegio de enfermarse raramente y de curarse muy pronto.

Y el Hada, al verlo correr y brincar por la habitación, ágil y alegre como un gallito joven, le dijo:

—Entonces la medicina te ha hecho bien, ¿no es cierto?

—¡Más que bien! ¡Me ha devuelto al mundo!...

—¿Entonces por qué te has hecho rogar tanto para beberla?

—¡Lo que ocurre es que nosotros, los niños, somos así! Tenemos más miedo del remedio que de la enfermedad.

—¡Debería darles vergüenza!... Los niños deberían saber que un buen remedio tomado a tiempo puede salvarlos de una grave enfermedad e incluso de la muerte…

—¡Oh! ¡Pero la próxima vez no me haré rogar! Me acordaré de esos conejos negros, con ese ataúd en los hombros… y entonces tomaré enseguida el vaso y ¡adentro!...

—Ahora ven aquí a contarme cómo fue que te encontraste entre las garras de esos asesinos.

—Sucedió que el titiritero Comefuego me regaló unas monedas de oro y me dijo: "¡Toma, llévaselas a tu padre!", y yo, en vez de hacer eso, me encontré en el camino con un Zorro y un Gato, dos personas muy buenas, que me dijeron: "¿Quieres que estas monedas se vuelvan dos mil? Ven con nosotros y te llevaremos al Campo de los milagros". Y yo dije: "Vamos"; y ellos dijeron: "Detengámonos aquí, en la Posada del Camarón Rojo, y después de medianoche continuaremos nuestro viaje". Y yo, cuando me desperté, ellos ya no estaban, porque se habían ido. Entonces comencé a caminar de noche, y había una oscuridad que parecía imposible, por lo que en el camino encontré a dos asesinos metidos dentro de unos sacos de carbón, que me dijeron: "Saca el dinero"; y yo dije: "No tengo", porque las cuatro monedas de oro me las había escondido en la boca, y uno de los asesinos intentó meterme la mano en la boca, y yo de un mordiscón le arranqué la mano y después la escupí, pero en vez de una mano lo que escupí fue una zarpa de gato. Y los asesinos empezaron a correrme, y yo corre que te corre, hasta que me alcanzaron, y me colgaron de un árbol de este bosque, diciéndome: "Mañana volveremos, y entonces estarás muerto y con la boca abierta, y así te sacaremos las monedas que te has escondido debajo de la lengua".

—¿Y ahora dónde has puesto las cuatro monedas? —le preguntó el Hada.

—¡Las he perdido! —respondió Pinocho; pero dijo una mentira, porque en realidad las tenía en el bolsillo.

Apenas dijo esa mentira, su nariz, que era larga, le creció de repente dos dedos más.

—¿Y dónde las has perdido?

—En el bosque.

Al decir esta segunda mentira la nariz siguió creciendo.

—Si las has perdido en el bosque —dijo el Hada—, las buscaremos y las encontraremos, porque todo lo que se pierde en el bosque se encuentra siempre.

—¡Ah! Ahora que me acuerdo bien —replicó el muñeco, embrollándose solo—, las cuatro monedas no las perdí, sino que sin darme cuenta me las tragué mientras bebía el remedio que me has dado.

Al decir esta tercera mentira, la nariz se le alargó de un modo tan extraordinario que el pobre Pinocho no podía volverse para ningún lado. Si se volvía hacia un lado, golpeaba con la nariz en la cama y en los vidrios de la ventana; si se volvía hacia el otro, la golpeaba contra las paredes o contra la puerta de la habitación; si alzaba la cabeza, corría el riesgo de metérsela en un ojo al Hada.

Y el Hada lo miraba y reía.

—¿De qué te ríes? —le preguntó el muñeco, confundido y preocupado por aquella nariz que crecía de un modo tan desmesurado.

—Me río de las mentiras que has dicho.

—¿Y cómo sabes que he dicho una mentira?

—Las mentiras, niño mío, se reconocen enseguida, porque las hay de dos clases: están las mentiras que tienen patas cortas y las mentiras que tienen la nariz larga. Las tuyas, justamente, son de las que tienen la nariz larga.

Pinocho, no sabiendo ya dónde esconder su vergüenza, trató de huir de la habitación; pero no lo consiguió, porque su nariz había crecido tanto que no pasaba por la puerta.

(**) Nota de Imaginaria: Se pueden ver más ilustraciones de Carlo Chiostri sobre Pinocho en la primera parte de este artículo, que publicamos en la sección "Lecturas de nuestra edición N° 209, aquí.

Bibliografía consultada

  • Collodi, Carlo. Las aventuras de Pinocho. Ilustraciones de Carlo Chiostri. Traducción de Guillermo Piro. Buenos Aires, Emecé Editores, 2002.

  • Las ilustraciones Carlo Chiostri fueron extraidas del mismo libro.


Marcela Carranza (garrik@fibertel.com.ar) es maestra y Licenciada en Letras de la Universidad Nacional de Córdoba (Argentina). Como miembro de CEDILIJ (Centro de Difusión e Investigación de Literatura Infantil y Juvenil) formó parte de la coordinación del programa de bibliotecas ambulantes "Bibliotecas a los Cuatro Vientos" y del equipo Interdisciplinario de Evaluación y Selección de Libros. Publicó artículos en revistas y participó como expositora en congresos de la especialidad. Actualmente se desempeña como coordinadora de talleres en el área de la literatura infantil y juvenil en la Escuela de Capacitación Docente (CePA), de la Secretaría de Educación del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, y profesora tutora en el Postítulo de "Literatura Infantil y Juvenil" de la misma institución.


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