169 | LECTURAS | 7 de diciembre de 2005

Dos textos de Ema Wolf

Coincidiendo con la participación de Ema Wolf como invitada en el Foro de Imaginaria y EducaRed, publicamos dos textos cedidos gentilmente por la autora. En el primero —preparado para Fundalectura, en ocasión del 27° Congreso Mundial de IBBY— reflexiona sobre los textos y sus destinatarios. El segundo de los artículos nos ofrece la visión particular de una escritora sobre las visitas que realiza a las escuelas para charlar con los pequeños lectores, y corresponde a un fragmento de la conferencia que pronunció en el Seminario Internacional "La lectura, de lo íntimo a lo público", realizado durante la XXIV Feria Internacional del Libro Infantil y Juvenil (FILIJ) de México, D.F.


Textos para todos

Ilustración de Elena Torres para el libro Cuentos y cantos
Ilustración de Elena Torres para el libro Cuentos y cantos

Durante un viaje en auto el escritor Tobias Wolff decidió hacer escuchar a sus hijos la Novena Sinfonía de Beethoven, seguro de que no tardarían en pedirle que sacara "eso" del pasadiscos. Pero era su aporte a la educación estética de los niños y estaba dispuesto a defenderlo. Contra sus previsiones, la escucharon en silencio y al cabo de un rato dijeron cosas como: "¿Qué es esto? Está bueno. Sí, de verdad está muy bueno". T.W. recordó que veinte años atrás escuchar al ampuloso Beethoven era, entre los intelectuales a la moda, casi descalificante. Él siguió escuchándolo, sin embargo, aunque sin poder evitar las dudas: ¿por qué le gustaba?, ¿porque Beethoven era "el Más" o porque era fácil?, ¿qué hacía él enrolado en la estética romántica, siempre sospechada de sentimental?, ¿no tendría él acaso gustos demasiado elementales ya que cualquiera podía disfrutar de esas sinfonías?

Pero ahora que sus hijos reparaban en esa pieza con un placer sincero y sin complicaciones, despojados de prejuicios y reverencia, sintió que la pureza del placer que ellos sentían reforzaba el suyo, volvía a legitimarlo y lo instaba a abandonar toda justificación, a escuchar otra vez sin interferencias culposas.

Leí la anécdota de T.W. mientras estaba atrapada en otra lectura: un libro sobre duendes y elfos, que no me obligó a remitirme a mi infancia, y que tampoco siento la obligación de compartir con los niños. Vinculé las dos cosas.

Tenemos textos para grandes que nadie acercaría a un niño; textos para niños que un grande no se atrevería a disfrutar; textos que, oh sorpresa, son para todos; textos que, oh desconcierto, no se sabe para quiénes son. Somos receptores prediagramados, puestos en cajas, por lo tanto con una visión de mezquino alcance, con trabas para acceder y complicaciones para compartir, condicionados por un terrible malentendido acerca de la madurez; tan arrogantes, tan poco dispuestos a entender que un niño puede disfrutar de las cosas que nos gustan y nosotros de las que le gustan a él, tan incapaces de sospechar que el libro que le estamos acercando quizás no esté a la altura de su inteligencia sino apenas de la nuestra, tan miopes como para no reparar en que las cosas sublimes y las deplorables lo son por igual para las personas que nacieron hace mucho o poco.

Me pregunto cómo sería limpiar el terreno de hojarasca, suprimir las marcas que dividen lo grande y lo pequeño, leer y escuchar sin ninguna prevención, por afuera de cualquier caja, permitir que el interés circule libremente, sin reverencia y sin prejuicios, considerar territorio común a todos los textos y las piezas musicales, recuperar la mirada del que acaba de desembarcar en una isla desconocida, estar abierto a lo indescriptible, explorar, mostrar, dejar que nos muestren, mirar al rey y descubrirlo desnudo.

Texto elaborado por Ema Wolf para Fundalectura, en ocasión del 27° Congreso Mundial de IBBY (Cartagena de Indias, Colombia, 18 al 22 de septiembre de 2000).


Una escritora de visita en la escuela:
"Perdón, ¿nos conocemos de algún libro?"

Ilustración de Jorge Sanzol para el libro Maruja
Ilustración de Jorge Sanzol para el libro Maruja

Me invitan a la escuela por lo que escribí, pero a la vez represento a una especie. Y la especie escritor es vista a tal punto como rara, que un nene quiere saber si me peleo con mi marido o si me gusta pagar las facturas de la luz para poder asirme, bajarme del lugar en el que me han puesto las circunstancias. Mi otro yo, más escéptico, irrumpe para preguntarme si conocer a los autores de mi infancia habría estimulado mi gusto por la lectura. Tengo dudas; además algunos debían ser sujetos mucho menos adorables que sus libros. En cualquier caso, no será nuestra presencia la que contribuirá a que se interesen por los libros sino las expectativas que hayan traído al encuentro y cómo las procesen. Probablemente el chico que ya tenga el hábito de leer no nos necesite. Sí es seguro que sirve para mostrarles el oficio como más accesible, lo que implicaría, de nuevo, tener que acercárselo desde una mirada positiva. Pero nadie desea algo que carece de misterio, y si la escritura, como la lectura, no tuvieran misterio, a nadie le importarían. La ironía desmitificadora de Gianni Rodari —traten de comprar un kilo de jamón con mi autógrafo y verán qué les contesta el vendedor— tiene su gracia brutal, y su razón, en respuesta a la mirada exitista sobre la profesión. Pero tal vez no sea eso lo que los chicos esperan, sino que les permitan conservar algo de la belleza del mito, "la creencia, como necesaria para la práctica", como leí en un artículo de Jean Marie Privat. Por otro lado, a menudo, a los chicos les presentan a los autores como magos irrepetibles, como si el autor mismo fuera una composición literaria, y una aspira a contrarrestar esa imagen aportando una dosis de normalidad. El día inolvidable en que volví a mi escuela primaria como autora y dos chicos habían representado mi visita con el dibujo de un tintero y una pluma de ganso, pensé que algo había que hacer al respecto.

¿Cómo atender tantas cuestiones en un único encuentro, tan breve?

Hasta que me di cuenta de que les interesaba que les hablara del trabajo; me refieron al trabajo de escribir, a la tarea menuda. Y me alegra haber encontrado esa veta.

Dado que ellos componen textos, o los hacen componer textos, en clase o en concursos, trato de hacerles ver que un autor también compone —el músico, el escultor también componen—, y que las dificultades, en sustancia, no son tan distintas: siempre se trata de maniobrar con esa materia prima, y herramienta a la vez, tan escurridiza que es el idioma. Entonces les comento cuánto se hacen esperar las ideas a veces; cómo algunas no llegan a desarrollarse nunca y quedan en eso, en ideas; la cantidad de información que demandan algunas historias, al punto que a veces tengo que recurrir a los libros de escuela de mis hijos para obtenerla; la cantidad de gente que molesto buscando esa información y las situaciones a veces grotescas que eso genera y que yo disfruto con total conciencia; los fascículos, el diccionario de sinónimos, la enciclopedia de mi abuela, los recortes y dibujos que hacen como una guardia de cuerpo alrededor; los modestos y extravagantes documentos que me proveen de nombres para los personajes... No les cuento lo que conseguí, que por otra parte está a la vista y en ese caso me volvería una tonta redundante, sino los problemas, el movimiento de los hilos tras la pequeña maquinaria, y mejor con relación a un libro en particular, no en general. Cosas del tipo: por qué en tal historia hago caer nieve sobre la localidad de Acassuso, que es como hacer nevar sobre Méjico D.F; o en tal historia no pude avanzar hasta que apareció el conflicto, que era éste y entonces puso la historia en movimiento; o tal idea era buena porque venía con el motor incorporado; o que a veces se avanza hasta un punto del laberinto y una encuentra el camino bloqueado y qué difícil es retroceder después; o tal libro lo empecé por el final y tal otro por el medio; si lo primero fue el título o el texto; sobre todo mostrarles que hay una lógica hasta en el cuento más absurdo. Si el texto es un mueble, no les doy el plano para que lo estudien, sino que les explico qué tuve que hacer para que la pata de adelante no me quedara más corta que la de atrás.

Descubrí que estas cosas son en sí mismas sorprendentes y misteriosas; me refiero a que alguien ponga tanto empeño en hacer algo sin utilidad comprobada, que es capaz de inventarse un problema que a lo mejor, pobre, no será capaz de resolver. El trabajo, de por sí, es tan bizarro y entretenido, que logra interesar seriamente a sus cabezas. Otra vez, "la creencia necesaria para la práctica". De este modo ven también que la imaginación encuentra su camino en operaciones sencillas, que el proceso de algún modo se puede describir, por lo tanto está al alcance de ellos y de muchos otros. Y perciben muy bien, sin que el asunto pierda nada de su atractivo, que todas esas operaciones, funcionales, están más cerca de la verdad que la pluma de ganso y los magos irrepetibles.

Creo que es lo más productivo y lo más atractivo de todo lo que puedo dejarles, que a la vez también reacomoda, quizás, algunas de las cuestiones que veíamos antes; y sobre todo aparece la idea de que la disciplina también puede estar asociada a una tarea placentera. Es curioso que me sienta más segura mostrándoles los procedimientos, que siempre son vacilantes, que los resultados...

Éste es el único punto sobre el que no tengo confusión. Además, otras personas, otros mediadores, podrán darles otras cosas, pero éstas sólo se las puede dar alguien que hace regularmente el esfuerzo de escribir.

Fragmento de la conferencia "Confusiones de una autora ante sus lectores", pronunciada el 21 de noviembre de 2004 en México, D.F., en el Seminario Internacional "La lectura, de lo íntimo a lo público", realizado durante la XXIV Feria Internacional del Libro Infantil y Juvenil (FILIJ).


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