143 | FICCIONES | 8 de diciembre de 2004

Los días del fuego (fragmentos)
Tercer libro de "La saga de Los Confines", trilogía de la escritora argentina Liliana Bodoc

Foto de Liliana BodocLa saga de Los Confines, trilogía de fantasía épica creada por la escritora Liliana Bodoc, llega a su término con Los días del fuego. La serie —que se inicia con Los días del Venado y se continúa en Los días de la Sombra — relata la gesta que deben librar los pueblos de las Tierras Fértiles para enfrentar la invasión de los ejércitos que llegan desde las Tierras Antiguas.

Además de lo ya publicado sobre la trilogía y su autora (Ver más abajo en "Artículos relacionados"), los lectores encontrarán en este número de Imaginaria la cartografía de los escenarios de "La saga de Los Confines" ; un comentario crítico de Marcela Carranza sobre Los días del fuego que también engloba a los libros anteriores y, a continuación, el texto introductorio y tres capítulos de esta última entrega de la saga.


Los días del fuego

por Liliana Bodoc

Estas palabras fueron antes memoria, antes fueron sucesos. Palabras que nadie podría pronunciar, desmemoria, sucesos perdidos para siempre si una mujer Nakín no se hubiese ofrendado.

El Clan de los Búhos le otorgó un destino: debía resguardar para los hombres todos los aconteceres de un tiempo que ya era antiguo cuando transcurría. Ella obedeció. Se sentó frente a los códices sagrados.

Sin cerrar nunca los ojos, repitió la misma cosa durante muchos días, muchos años. Y sólo esas palabras le importaron. Pero luego comprendió que no bastaba con obstinarse en retener sucesiones idénticas. Comprendió que en la línea recta se fatigaba la memoria. Entonces, siguió el camino de la línea que se tuerce y retuerce; porque el trazo circular es más propicio para el recuerdo.

Cuando tampoco fue bastante, Nakín buscó el favor de la música. Y es que la música dispone de inmensidad. Más que el desierto y el horizonte.

Pero nuevos nombres y cifras se añadían. Crecía su cansancio.

Agitada, transformada en rumores sin sentido, Nakín trazó dibujos en su memoria. Una bandera para el número veinte. Para el número diez, media bandera. El cuatrocientos fue una pluma, el ocho mil fue una balsa. De ese modo, Nakín de los Búhos retuvo las edades y los años; todos los números del pasado.

Sin embargo, tampoco así fue suficiente. Ya sin espacio por dentro, lívida por fuera, Nakín pidió ayuda a los colores. Confió en ellos. Negro y rojo para la sabiduría, azul para la realeza, amarillo para el rumbo de las mujeres.

Al fin, Nakín de los Búhos cayó hasta el fondo de su fatiga. Cerró los ojos, cubrió con sus manos los signos de los códices. Y dejó escapar por la boca entreabierta cada uno de los recuerdos que guardaba. Creyó, sin clemencia por sí misma, que era débil y apocada en su alma.

La mujer abrió los ojos para llorar. Entonces, vio a través de sus lágrimas. Y aprendió por el llanto que la memoria sólo perdura si se reinventa.

"Antes fui mujer, Nakín de los Búhos. Luego mis mayores me dispusieron para el recuerdo y lo acepté. Al principio dije la misma cosa durante muchos días, muchos años. Y sólo esas palabras me importaron. Cuando no fue bastante, comencé a cantar. Y es que la música dispone de inmensidad; más que el horizonte y el desierto.

Pero nuevas cifras y nombres se añadían. Crecía mi cansancio... Tantas cifras y nombres, tanto cansancio se añadía que tracé dibujos en mi memoria. El cuatrocientos fue una pluma, el ocho mil fue una balsa.

Después puse en mi ayuda los colores. Confié en ellos.

Al fin, me despeñé hasta el fondo de mi fatiga. Cuando abrí los ojos para llorar vi a través de las lágrimas. Y aprendí que la memoria debe ser reinventada. Sólo así es capaz de perdurar y atravesar el tiempo."

Nosotros le pedimos... ¡Canta, Nakín!, ¡reinventa la memoria! Balsa sobre balsa sobre pluma en azul. Continúa cantando para que no olvidemos.

Ella responde... Azul estoy cantando. Canto media bandera en rojo y negro. ¡Ya no puedo hacer más que reinventar colores y cantarlos! Ya no puedo hacer más.

La luna en los códices

No era barro cocido y trabajado a punzón; de nuevo no lo era. No era cierto que Bor tuviese su vasija terminada. Tenía, eso sí, mucho que andar por dentro de sí mismo.

El Supremo Astrónomo estaba prisionero en el observatorio de Zabralkán con órdenes precisas por cumplir.

Un soldado sideresio abrió la puerta y arrojó un fardo con todas las hojas de cortezas que habían logrado hallar en la Casa de las Estrellas, además de cueros delgados y trozos de tela basta. Antes de eso le habían traído cinceles y tinta de carbón. El mandato de Molitzmós era claro: Bor debía reproducir los códices sagrados que Drimus había puesto a arder. Con ese fin permanecería en el observatorio porque ése era un sitio privilegiado para la contemplación del movimiento de los astros. Además, debía ser provisto de los instrumentos necesarios. El resto lo harían su singular conocimiento y su memoria.

—El jorobado se equivocó ese día —le había dicho Molitzmós—. La desaparición del pueblo zitzahay y sus astrónomos lo enfureció de tal modo que cometió un error inmenso. Drimus destruyó el conocimiento resguardado en los códices. Y con eso perdimos la verdadera potencia del poder... Tú y yo sabemos que la única eternidad es el conocimiento.

La luna estaba en el mirador, alumbrando el observatorio que Bor había recompuesto hasta donde le fue posible.

—Oye hermana —decía el Supremo Astrónomo con el rostro hacia ella—. Molitzmós me ha encomendado un trabajo que yo haré dos veces. Pero eso sólo será posible si tú me ayudas. Durante el día escribiré los códices que me ordenaron reconstruir. Lo haré con omisiones y distorsiones en el calendario. Errores tan ligeros que pasarán inadvertidos; pero que desvirtuarán lo que allí quede escrito.

La luna, en las Tierras Fértiles, comprendía las palabras de los hombres.

—Durante la noche, en cambio, escribiré lo cierto. Recompondré todo lo posible el conocimiento que nos une con nuestros antepasados y con nuestra descendencia. Luego ocultaré esos pergaminos bajo la piedra rectangular, donde los sideresios no podrán descubrirlos. Es por eso que pido tu ayuda, hermana. Deberás venir aquí cada noche para darme luz y sostén. ¿Quién sabe? Tal vez este cautiverio tenga un sentido.

Molitzmós abrió la puerta del observatorio sin anunciarse. Era claro en su vestimenta que iniciaba un viaje.

—Regreso a mi palacio —anunció—. Recuerda que, ante todo, debes trabajar en el Códice Balameb de cual muy poco perdura en el País del Sol. Me importa más que ninguno porque a todos los precede y los explica.

—No es necesario que te diga que el Códice Balameb sólo existe en fragmentos y en versiones que, a veces, parecen opuestas —dijo Bor.

—Aun así —replicó Molitzmós—. Aquello que dice el Códice Balameb es la verdad que nos da origen. Y es la mentira que nos da origen. No hay más remedio para el hombre sabio que reconocerse en los dos materiales de la realidad.

Muy a su pesar, Bor compartía plenamente ese pensamiento.

—Deberás decirles que me proporcionen los instrumentos de observación y medición adecuados —dijo el Supremo Astrónomo—. Muy poco podré hacer sin ellos. Tengo que realizar grandes cálculos y no lograré hacerlos sin la rueda numérica; tengo que trazar mapas del cielo, reconocer ángulos distantes... Y todo aquí ha sido destruido.

—Ya he dado esa orden.

Parecían dos sabios discurriendo acerca de aspectos complejos del conocimiento, y no dos enemigos encarnizados.

—Enviaré regularmente hombres del ejército del País del Sol que tendrán la doble misión de llevarse de aquí lo que hayas terminado, y traer todo lo que demandes.

Molitzmós comenzó a caminar alrededor de la piedra rectangular situada en el exacto centro del observatorio. Viéndolo, Bor sintió que sus planes se desbarataban.

—Por cierto está bellamente tallada —dijo Molitzmós.

—Así es —admitió Bor.

El Supremo Astrónomo sabía que cualquier intento por distraerlo sólo conseguiría alertar la astucia del Señor del Sol. Prefirió, entonces, seguir su juego.

—Procura descubrir la serpiente que recorre la piedra.

—Aquí está su cabeza —Molitzmós reconoció con escasa dificultad el intrincado cuerpo de la serpiente, metido entre constelaciones, símbolos sagrados, pájaros y frutos—. Y allí está el extremo de su cola.

Cuando Molitzmós iba a agacharse para tomar la cabeza de la serpiente en su mano, una nube llegó al cielo para tapar la luna. Las figuras talladas en la piedra se perdieron.

—Y bien —un chasquido de los dedos indicó que el Señor del Sol desistía del asunto—. Me marcho. Sé que cumplirás con lo pactado puesto que de ello depende la vida de los prisioneros.

—No es por eso que cumpliré con mi trabajo —respondió Bor—. Ya he aprendido a no confiar en tus palabras. Ni mi vida ni la de ellos será respetada... Todos nosotros moriremos cuando no nos necesites.

—¿Y entonces? —sin negar ni afirmar, Molitzmós hizo su pregunta—. ¿Por qué lo haces?

—Es mi convencimiento, como el tuyo, que la sabiduría y la memoria no deben perderse. Siempre es mejor que permanezcan, aunque sea en las manos del mayor enemigo. Las Edades transcurrirán más allá de nosotros, de nuestros nombres y nuestros rostros. Los magos del Recinto creen ser dueños de la sabiduría. Pero yo no lo creo, soy mago del Aire Libre.

Molitzmós del Sol caminó hacia la puerta.

—Siempre que hablo contigo acabo lamentando que no estés de mi lado.

Bor se quedó solo y regresó al mirador. La nube se apartó de la luna.

—Debemos trabajar —dijo el Supremo Astrónomo.

A partir de esa noche, Bor despertó muchas veces de sueños breves e incómodos, doblado sobre sus trabajos. Y cada vez que eso ocurrió estuvo la tristeza sentada al borde de su despertar para saludarlo antes que nadie.

Piedras de humo, figuras de barro

Después de la victoria del desierto, el ejército del Venado se hizo invisible. Los guerreros de las Tierras Fértiles no pudieron hacer más que fortalecerse y permanecer ocupando la posición ganada contra el avance de los sideresios hacia el sur.

Pero casi un año del sol había pasado sin que los sideresios se movieran en el territorio.

Cada uno de estos días, Thungür lo aprovechó para el adiestramiento de sus hombres y el acrecentamiento del arsenal.

Los guerreros de las Tierras Fértiles sabían que la guerra regresaría pronto: más gruesa, en cuatro patas, enfurecida. También sabían que eran la única valla entre Misáianes y la vida. Al Increado le bastaba dar un solo paso para tener un pie en su monte, otro pie en Los Confines, y su cabeza agujereando el cielo. Ellos, en cambio, tenían que cabalgar medio continente empujando el aire.

Aunque los Pastores no permanecieron junto al ejército tampoco se alejaron demasiado. Siguieron el rumbo de los guerreros a poca distancia y levantaron sus tiendas en las cercanías, como si tuviesen miedo de andar solos. Thungür les encomendó algunas misiones que ellos realizaron con prontitud. Pero aquel pueblo escuálido y abatido se iba de la tierra.

Fue entonces cuando los guerreros que Thungür había enviado a Los Confines regresaron cargados de provisiones. Con ellos llegó el Padrecito del Paso y un grupo de jóvenes husihuilkes listos para la guerra.

Los jefes de guarnición les dieron, desde el comienzo, igual trato que a todos los demás guerreros. Sin embargo, hablaban acerca de ellos por las noches:

—Recuerda que nosotros aprendimos a guerrear frente a hombres de otros linajes... Las mismas armas de ambos lados, y la misma ley.

—No será así para ellos. Conocerán la batalla en un campo despiadado y desigual.

La llegada del Padrecito maravilló a los niños del pueblo de los Pastores que, a partir de entonces, caminaron en hilera detrás del Brujo. Imitaron sus ademanes y se treparon a sus espaldas. Por su parte, el Padrecito encontró tiempo para moldear con barro pequeñas figuras de animales que eran desconocidos en el desierto.

—Lamento que no tengamos árboles aquí —les decía—, porque entonces podría tejer arneses para ustedes. A los niños husihuilkes les gusta jugar con ellos.

La fabricación de polvo gris fue su primer cometido. Aquélla era la provisión más escasa; y sin la cual, las armas ganadas a los sideresios pronto serían inservibles.

El Brujo escarbó en las sutilezas del color, olfateó hasta el fondo y probó con la punta de la lengua. Todo lo que encontró en el polvo gris le era familiar y amigo, todo lo conocía de cerca.

—¡Todo está aquí, Thungür! —el Brujo gritaba a la distancia—. ¡Todo está aquí, a nuestro alcance!

—¿Qué quieres decirme, Padrecito? —preguntó el jefe husihuilke.

El Brujo respondió agitado:

—¡El polvo gris, Thungür! ¡Podremos hacerlo!

El husihuilke, que estaba curando los cascos de Hunde-la-Tarde, se irguió de inmediato.

—Salitre o, tal vez, ceniza de algas gigantes —el Padrecito levantaba tres dedos—. Salitre, carbón y, ¿sabes qué más? ¿Sabes qué más, Thungür? ¡Piedras de humo! ¡Las mismas que encienden nuestras ancianas en sus curaciones!

Thungür empezaba a sonreír.

—¿Dices salitre, carbón y piedras de humo?

Por la memoria del guerrero pasaron las piedras amarillas que Vieja Kush molía y quemaba para sanarle algún dolor cuando era niño.

—Y piedras de humo —repitió el Brujo acompañando el recuerdo.

Luego, sin otro motivo que su entusiasmo, el Padrecito volvió a mostrar tres dedos:

—Salitre, carbón y piedras de humo. ¿Puedes creerlo?

Durante ese tiempo, Thungür había dispuesto que las fuerzas se reordenaran en divisiones menores, con un principal de guarnición al frente de cada una. De esta manera extendía el control sobre el territorio y tornaba confusos los datos que pudieran llegar a oídos del ejército de Misáianes. Además, eso le permitiría responder con agilidad ante un ataque sorpresivo de los sideresios.

Thungür galopó sin cansancio de un campamento a otro. Exigió siempre mayor esfuerzo en el adiestramiento, y fue riguroso en los mandatos del honor. Sin embargo, cuando escaseó el alimento, Thungür comió una ración menor que la de sus hombres. Se desveló con los centinelas contando historias junto al fuego, visitó a los enfermos y, en las noches del desierto, se cubrió con un manto de cuero tan raído como cualquier otro.

Thungür y sus principales coincidían en la necesidad de avanzar sobre el territorio antes de la llegada del siguiente invierno. Determinaron, entonces, abandonar el desierto y cruzar la bahía que los separaba de la Comarca Aislada; porque permanecer detenidos y ocultos en aquel sitio hubiese sido un grave desacierto.

Beleram era, por ese entonces, la estrategia posible para el ejército del Venado. La reconquista de aquella ciudad, aún siendo dificultosa, parecía la única posibilidad de avance.

Había que llegar a la Comarca Aislada, y los hombres pensaban en el mejor modo de hacerlo.

Los dos barcos que habían obtenido en la última batalla contra los sideresios continuaban encallados y solos. Ambas naves estaban muy averiadas. Los guerreros sacaron lo que podía resultarles útil, y luego dejaron de mirarlas.

—Aun así podemos hacer algo para que nos crucen al otro lado de la bahía. Las aguas allí son mansas y el trayecto es corto. De todos modos, será preferible realizar más viajes con menor carga, y revisarlas en cada orilla. Comprende, Thungür, que nos evitaremos un extenso y penoso rodeo por tierra.

Ni los zitzahay ni los husihuilkes eran hombres de mar. No amaban esa naves. Pero era imposible negarse a entender las razones del Padrecito.

—Toma los hombres que necesites —aceptó Thungür—. Utilizaremos los barcos para atravesar la bahía.

El Padrecito había llegado al desierto por decisión de los Brujos de la Tierra.

"Es tuya la parte de estar junto al ejército. Allí harán falta tu virtud de inventar y tu pasión por enmendar y construir."

Y una vez más, lo que parecía insignificante se hizo inmenso.

Muy pronto las dos naves iniciaron sus viajes de costa a costa cargadas de hombres, animales y pertrechos.

Los zitzahay, que conocían el territorio, señalaron a Umag del Gran Manantial como un lugar propicio para establecer los primeros campamentos.

Cerca ya de su partida, Thungür reunió a los Pastores:

—Aquí nos separamos —anunció—. No podemos llevar con nosotros niños y mujeres. Y tampoco a los hombres que quedan para cuidar de ellos. Nos perdimos y nos encontramos, les debemos la muerte y les debemos la vida. Si nuestro continente vuelve a ser libre, nos llamaremos hermanos y comeremos del mismo pan.

Las naves partieron llevándose consigo los últimos guerreros. En la orilla, los niños del desierto arrojaban al aire puñados de arena para decir adiós.

La jauría

Sucedía algunas veces que los pescadores de río se cansaban de sostener el arpón aguardando peces de buena carne. Y se acostaban a dormitar en sus balsas de tronco, en espera de una ocasión más provechosa.

Los pescadores de las aldeas de Los Confines amarraban sus balsas a un árbol o a una roca cercana a la orilla para evitar que la corriente los arrastrara. Y allí permanecían, horas o días, procurando el alimento que nunca había vuelto a ser tan abundante como en los tiempos de antes de la guerra. Ni sustancioso como entonces, ni grato.

Y así le ocurrió a un pescador de Hierbas Dulces, una de las aldeas cercanas al límite con el desierto. Cansado el pescador de río de esperar en vano una presa, mojó su cabeza y su torso con agua fresca del Nubloso y se tendió a dormir en su balsa. La balsa estaba sujeta con una cuerda que le daba tres vueltas a un árbol. Y se ladeaba con la corriente justo lo necesario para apaciguar el desánimo del hombre que, después de un largo acecho, continuaba con la bolsa vacía.

El cielo de Los Confines estaba deslucido, pero eso no preocupó al pescador. Sabía que llegando la temporada de lluvia, y un poco antes de que aparecieran las nubes que cargaban agua para todo un invierno, el aire se ponía grueso y opacaba el cielo que veían los ojos. El pescador de Hierbas Dulces se durmió pensando que tenía muy poco pescado seco para intercambiar ese año en la fiesta de despedir al sol.

El pescador se durmió, y muchos animales negros aparecieron en la orilla. Llegaron en silencio y se detuvieron junto al agua mirando al hombre que soñaba. Eran dos, tres, cuatro... Eran cinco, siete, doce... Eran trece y más bestias que ya poco se parecían a los perros que habían sido cuando Drimus aún andaba con ellos. Porque después de alimentarse del jorobado, la jauría había crecido en ferocidad y en tamaño.

Guiados por su olfato, y por el mago que llevaban dentro, los perros bajaron a través del desierto y atravesaron el Pantanoso para devorar la ansiada carne de Dulkancellin, renovada en las criaturas de Los Confines.

Los animales negros vadearon el río en su desembocadura. Luego caminaron, se arrastraron, corrieron con sus sombras atrás y adelante; siempre hacia el sur.

Las primeras aldeas en el camino de la jauría estaban abandonadas. Por decisión del consejo de ancianos, sus habitantes se habían marchado hacia el extremo sur del territorio.

"Achicaremos la tierra para cuidarnos mejor unos a otros", dijeron los ancianos.

Todos estuvieron de acuerdo. De ese modo sería más simple repartir el alimento y cuidar a los enfermos. También sería bueno tener vecinos con quienes reunirse en las noches a tocar música de flauta y danzar con pasos de perdiz.

Por esa causa, las bestias negras no hallaron criaturas humanas durante mucho tiempo.

Aquel atardecer cercano al invierno, la jauría llegó a las orillas del Nubloso en la zona más alta del río, un poco al este de Hierbas Dulces. En su barca sobre el Nubloso dormía un pescador, y soñaba que tenía suficiente pescado seco para cambiar por harina.

Las bestias se adentraron en el agua. Eran dos, tres, cinco... Eran trece y más cabezas negras que avanzaron en completo silencio hacia la balsa de troncos que se mecía con la corriente.

El cielo le habló al río.

—Estoy mirando este dolor que va a ocurrir en ti mismo.

—Dolido yo dos veces —respondió el río— porque tengo mi dolor y el reflejo del tuyo.

Entonces habló la tierra:

—Río, los huesos del pescador me pertenecen. Entrégamelos, que les haré un cobijo donde puedan seguir soñando.

—Si oculto las estrellas será más fácil —creyó el cielo—, puesto que el hombre no verá lo que ocurre.

Y ocultó las estrellas.

—Silenciaré a los grillos para que no se sienta música alguna mientras dure la muerte —dijo la tierra.

Y silenció a los grillos.

—Lloraré para acompañarlo —dijo el río.

Y su llanto fue rojo.

Entonces, un hilo de sangre se adelantó a la corriente, y anduvo serpenteando de agua en agua. La sangre quería encontrar a Tres Rostros para contarle que la jauría negra ya estaba en el Nubloso.

Tres Rostros dormía en un lago. A través de su cuerpo se veían los diminutos peces de colores que pasaban nadando; porque el Brujo podía parecerse al agua tanto como quisiera. Cuando el hilo de sangre lo encontró se estiró a su alrededor siguiéndole el contorno. Apenas un extremo se unió al otro, Tres Rostros abrió los ojos y escuchó atentamente.

—Hasta recién fui pescador de río —contó la sangre—. Dormía yo en mi balsa, cansado de esperar la pesca que no llegaba. Y estaba soñando... En mi sueño había una buena provisión de pescado seco para intercambiar en la fiesta de despedir al sol. Entonces me despertó el silencio. Vi que las estrellas habían abandonado el cielo nocturno, no escuché el canto de los grillos. Por estas cosas supe que algo muy malo estaba a punto de ocurrir. Cuando quise incorporarme, sentí respiraciones cerca, y el roce de pelajes mojados. Después sentí dolores en toda mi carne; dolores que no puedo repetir en palabras. Oí también el llanto del Nubloso, y alcancé a comprender que lloraba por mí. Ahora que sólo soy un hilo de sangre, pienso que mis dos hijos varones se han ido a la guerra. Y pienso que mi esposa es demasiado anciana para salir de pesca... ¿Cuidarás de ella, hermano brujo?

Cuando la sangre terminó de hablar se deshizo en el agua. Tres Rostros entonces tomó la consistencia necesaria para salir del lago y andar por la tierra. Si el pescador no había alcanzado a comprender lo sucedido, él sí lo entendía con claridad. Era la jauría negra que ya estaba cerca.

"Debo ir hasta la cueva de Kupuka", decidió Tres Rostros.

Al principio caminó con dificultad porque sus piernas no habían recobrado solidez suficiente. Mientras llegaba el momento de andar más de prisa, el Brujo repasó los hechos que iba a contarle a su hermano. De pronto, como para quitarse recuerdos, Tres Rostros sacudió la cabeza y salpicó agua a su alrededor.

Por esos días, Kupuka andaba alejado de las aldeas. Casi nadie lograba verlo; y apenas de tanto en tanto bajaba hasta el Valle de los Antepasados. Allí se acostaba boca abajo y con los brazos extendidos en el sitio donde estaba enterrada la vasija de Vieja Kush. ¿Y quién podía saber las cosas que el Brujo y su vieja amiga se decían?

Sin embargo, Kupuka pasaba la mayor parte del tiempo en las cercanías de su cueva. Ahí fue donde lo halló Tres Rostros, apagando una fogata en la que había asado su comida. El cabello, enredado de viento y polvo, se separaba en mechones rígidos y tan largos que, cuando el Brujo estaba sentado, se doblaban contra el suelo.

Tres Rostros llegó, y luego de saludarlo se sentó en una saliente de roca frente a él.

Desde el momento en que oyó el relato que le contó la sangre, Tres Rostros mantenía su mueca triste. Y en presencia de su hermano más amado y antiguo, la tristeza se le acentuó. Kupuka era ya casi irreconocible.

Con la melena polvorienta, su manto de siempre oscurecido por la humedad, los pies enlodados y los ojos inmóviles, cualquiera hubiese podido pasar junto a él sin distinguirlo de la tierra.

Tres Rostros le narró todo cuanto la sangre del pescador le había dicho. Después se quedó esperando una respuesta.

Kupuka estuvo pensando largamente para asegurarse de que iba a mostrarle a Tres Rostros el mejor camino para enfrentar a la jauría de Drimus.

—Deberá ser uno que, lo mismo que ellos, entienda con las tripas. Uno que se mueva por sus dientes y viva con la boca llena de saliva. Para enfrentar a la jauría negra necesitamos al más feroz de nosotros...

—¡El Masticador! —dijo Tres Rostros—. Quieres que le encomiende esta tarea al Masticador.

Kupuka asintió levemente. Parecía cansado a pesar de lo poco que había dicho. Lentamente, comenzó a descender por la ladera rocosa. Tres Rostros fue tras él, deseoso de preguntarle muchas otras cosas. Pero Kupuka lo interrumpió con un gesto. Y con su cayado trazó una línea en la tierra. Aquello significaba: Vete, hermano mío. Confía en lo que te dije, y déjame solo.

Tres Rostros besó la cabeza reseca del anciano. Y se marchó siguiendo el trazo que Kupuka había dibujado.

Al final de la línea, muy lejos ya de la cueva, Tres Rostros halló una choza de cañas. Una mujer se asomó al oír los pasos que se acercaban.

—Eres tú, Tres Rostros —dijo la mujer.

—Y eso no parece alegrarte.

—Perdóname, hermano Brujo. Pero aguardo a mi esposo... Es pescador de río y hace varios soles debería haber vuelto.

—¿Tienes hijos? —preguntó el Brujo.

—Tengo dos y valientes. Ellos están con Thungür peleando la guerra.

Tres Rostros ya no tuvo dudas.

—He visto a tu esposo —y agregó—. He visto y hablado con la sangre de tu esposo.

Enseguida le contó a la mujer lo que había sucedido en el Nubloso.

—Ahora llorarás —dijo Tres Rostros—. Y nada debo hacer yo por impedirlo. Llora a tu buen esposo. Pero continúa viviendo, y espera a tus hijos que un día del sol regresarán victoriosos. Cuando tu cuerpo se canse de llorar, sentirás hambre. Pero no temas, te traeré pescado. Lo secarás y luego, en el Valle de los Antepasados, vas a cambiarlo por harina y miel.

El Brujo que tenía la condición del agua continuó caminando. Debía encontrar pronto al Masticador para hacerle saber la tarea que Kupuka le había encomendado. Sabía que tendría que andar mucho porque el Masticador cambiaba a menudo de paradero. O se ocultaba, con el afán de que nadie lo importunase durante sus largos sopores.

"Después buscaré un río torrentoso de montaña", se prometió Tres Rostros.

Era para llorar, y que el agua lo disimulara.


Portada del libroLos textos fueron extraídos, con autorización de los editores, de Los días del fuego, de Liliana Bodoc (Buenos Aires, Grupo Editorial Norma, 2004). Imaginaria agradece a Antonio Santa Ana, del Grupo Editorial Norma, las facilidades proporcionadas para su reproducción.


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