139 | FICCIONES | 13 de octubre de 2004

Un cuento de duendes y otro de brujas

Presentamos el relato "Os ananos galegos", extraído del libro Cuentos de duendes. Relatos mágicos celtas (Buenos Aires, Ediciones Continente, 2003), selección y traducción de Roberto Rosaspini Reynolds y Máximo Damián Morales, y "La mujer que gastaba las escobas", del libro Cuentos de brujas. Relatos mágicos medievales (Buenos Aires, Ediciones Continente, 2003), selección y traducción de Máximo Damián Morales.

Las ilustraciones son de Fernando Molinari y también pertenecen a los libros citados.

Los relatos son reproducidos con autorización de los editores. Imaginaria agradece a Jorge Gurbanov, de Ediciones Continente, las facilidades proporcionadas para la publicación de esto textos.

En la sección "Libros" de Imaginaria, los lectores encontrarán un comentario crítico sobre ambos títulos, preparado por Marcela Carranza.

 


PortadaOs ananos galegos

 

Selección y traducción de Roberto Rosaspini Reynolds y Máximo Damián Morales.
Ilustraciones de Fernando Molinari.

Os ananos galegos se encuentran distribuidos por todo el norte de España, específicamente en la región de Galicia (antiguamente ocupada por los celtas). La característica de estos duendes radica en que tienen largas barbas blancas y poseen un poder mágico que pueden utilizar a grandes distancias, todos en relación con la naturaleza (pueden crear ráfagas o soplos que alejan a los que los molestan, también pueden hacer agujeros en la tierra o elevaciones de terreno hasta formar muros para protegerse). También se dice que pueden tomar la forma de aves nocturnas. Generalmente viven dentro de los grandes agujeros que se ven en las rocas. Su principal labor es la minería y no se llevan del todo bien con los humanos.

Había una vez un joven llamado Tiago, que vivía junto con su padre Tomé, su madre Ilda y su pequeña hermana Nela en una humilde casa cerca de la zona hoy conocida como Pontevedra.

Cierto día, su padre se lastimó la espalda trabajando. El encargado del puerto, que estimaba mucho a Tomé, lo hizo atender por un hombre versado en la cura de los padecimientos del cuerpo y éste le dijo que podría sanar sólo si permanecía en cama durante seis meses, al menos, sin hacer ningún esfuerzo.

Entonces Tomé mando a llamar a Tiago y le dijo:

—Hijo mío, sé que sólo tenes diez años y que por algo Dios no ha querido darte un cuerpo robusto, pero a partir de ahora deberás ganar el sustento para la familia; ya no serás sólo una valiosa ayuda, en ti recae ahora la responsabilidad de traer la comida cada día a tu madre y a tu hermanita.

Tiago, que permanecía escuchando atentamente con las manos en los bolsillos, sacó la derecha, se frotó su larga nariz con un dedo flaco y asintió:

—Así lo haré, padre.

Rápidamente fue contratado por el encargado del puerto. Pero mientras los demás habían cargado tres veces, Tiago todavía no había podido levantar el primer bulto. No era rápido para enrollar cuerdas y ni siquiera podía arrastrar bolsas. Al terminar su primer día laboral se le había salido la piel de las manos, su cuerpo estaba lleno de moretones y parecía que sus ojos se hubieran hundido dentro de sus cuencas.

Al día siguiente bien temprano, como si fuera un alma que arrastrara su cuerpo, Tiago se presentó puntualmente a su trabajo. En cuanto el encargado del puerto lo vio, lo llamó a gritos y cuando el flacucho muchacho se acercó le dijo:

—Mira, Tiago, yo sé que tu padre es un buen hombre ¡y vaya que tú también eres un buen chico!, pero no quiero cargar con la culpa de tu muerte.

—¿Mi muerte, señor? —preguntó el muchacho totalmente extrañado.

—¡Sí, tu muerte, pues si sigues trabajando aquí, tu alma se te escapará del cuerpo!

—¡No me despida, señor! —rogó Tiago juntando las manos tal como si orara.

—¿Pero qué quieres que haga? ¡Muchacho, ni siquiera puedes arrastrar tu propia alma! Mira, lo mejor es que busques empleo en otra cosa, en algo que vaya más con tus aptitudes físicas.

Tiago se fue del puerto y comenzó a ofrecer su brazo para tareas rurales: levantar la cosecha, sembrar, darles de comer a los animales... pero estaban todos los puestos ocupados y por lo tanto no conseguía trabajo en ningún lado.

Pasaban los días y él no se daba cuenta de que, de tanto buscar en vano, se estaba alejando cada vez más de su casa, internándose más y más hacia el sureste. En una de esas ocasiones, cuando la noche lo sorprendió, tomó la decisión de no regresar al hogar paterno hasta tener un empleo, pues no pensaba volver con las manos vacías.

Y así fue transcurriendo el tiempo. Tiago dormía allí donde encontraba un hueco. Comía setas silvestres. Cada tanto alguna que otra persona lo veía tan flaco que le regalaba una fruta o un pedazo de pan.

Tiago no se daba por vencido y así caminó y caminó hasta que llegó a una zona árida y montañosa, donde escuchó ruidos de golpes provenientes de las bocas de grandes cuevas. Comprendió que los producían algunas personas al picar la piedra. ¡Una mina! ¡Un trabajo!

De inmediato se presentó ante el capataz y éste lo miró de arriba abajo con el ceño fruncido. Tiago pensó, por la actitud que demostraba el hombre, que de nuevo la buena suerte lo esquivaría, pero ante su sopresa éste le dijo finalmente:

—No tendrás gran fuerza, pero servirás para pasar por los huecos pequeños que van apareciendo en el interior de la mina, colocar lámparas, acarrear agua y materiales. Como recién empiezas y no conoces el oficio, te pagaré la mitad de lo que les pago a los demás. ¿Estás de acuerdo?

—Sí, señor —se apuró en decir el muchachito.

Tiago no protestó puesto que había logrado lo que quería: ¡tenía trabajo!

El capataz llamó inmediatamente a un hombre alto y fornido que lo llevó hasta el arcón de las herramientas donde le dio un pico y una lámpara. Sin decir más se internaron por un gran túnel oscuro hacia el interior de la tierra, donde Tiago sintió de repente el extraño olor de la humedad que parecía inundarlo todo. Pronto sus ojos se acostumbraron a la falta de luz y vio que los demás mineros conversaban en susurros y lo miraban de reojo. El muchacho no les brindó la menor importancia.

—Aquí —le indicó el hombre que lo había guiado—. Pegas con el pico así, busca la raja en la piedra, ten cuidado con la lámpara, son caras y si la rompes se te descontará de tu salario. Si tienes algún problema, grita. ¿Has entendido?

Tiago asintió repetidas veces.

El hombre se iba a ir, pero retrocedió y agregó:

—Y otra cosa, si encuentras de repente un agujero redondo, no grites, ven a buscarme de inmediato o ve con el capataz, pero no se lo digas a nadie.

El hombre se fue y a Tiago se le hizo un nudo en la garganta. ¿Agujero redondo en la piedra? ¿Acaso no estaban picando para hacer agujeros en la roca?

Dejó de pensar y comenzó a dar sus primeros golpes. La piel de sus manos se volvió a salir y cada vez que estornudaba sacaba polvo de sus pulmones, pero con el paso de los días sus brazos se hicieron más fuertes y los moretones de su cuerpo fueron desapareciendo.

También, durante ese tiempo, Tiago intentaba escuchar los comentarios de los demás mineros. Notaba que había perturbación y hasta quizás miedo en ellos, que ocultaban algo...

Una noche en que todos habían bebido de más y ya sólo quedaban unos pocos sentados alrededor del fuego, un minero viejo de piel arrugada dijo:

—Díganle al muchacho, tiene derecho a saber...

—¡Estos túneles están malditos! —dijo uno de los hombres como si no se pudiera contener.

—Así es, todos pensamos lo mismo. Cada vez que abrimos un nuevo túnel hacia el este aparecen esos agujeros redondos y se desploma.

—Esos derrumbes ya le han costado la vida a más de diez buenos hombres.

El minero viejo se puso a toser y cambió de posición. Los demás hicieron lo mismo. Tiago vislumbró la figura del capataz que se acercaba.

—Creo que sería bueno que se fueran a dormir —sugirió éste, pero era una orden. Y agregó: —Mañana es día de trabajo.

Tiago se acomodó en su manta, pero a pesar del cansancio no pudo dormir en toda la noche pensando en los agujeros redondos y los derrumbes.

Al otro día todos trabajaron como siempre. Estaba llegando la tarde cuando Tiago arrojó un golpe de pico con tan inusitada fuerza que hizo que toda la pared de roca sólida que tenía delante de él se desmoronara. Entonces, con rápido y casi instintivo movimiento de supervivencia, se cubrió la cabeza y el rostro para protegerlos. En cuanto cesó el ruido, el muchacho miró la roca y el corazón le dio un vuelco. Más que grande fue su estupor cuando vio delante de él un perfecto agujero redondo, como si hubiera sido tallado adrede en la roca.

La primera intención de Tiago fue gritar, pero luego recordó lo que le habían dicho y salió corriendo a toda la velocidad que le permitían sus flacuchas y débiles piernas.

Una vez fuera del túnel se detuvo mirando hacia todos lados en busca del capataz. No lo vio por ninguna parte. Fue entonces corriendo hasta el arcón de las herramientas y allí lo encontró.

—¡El agujero! —dijo Tiago casi sin aliento—. ¡Apareció un agujero redondo!

—¿Lo gritaste? ¿Se lo contaste a alguien?

Y mientras el muchacho meneaba la cabeza en señal de negación dijo:

—Vine directamente corriendo a buscarlo a usted.

En cuanto giraron para dirigirse a la mina, se encontraron con todos los mineros, que los estaban esperando con sus herramientas en las manos. El capataz se detuvo, sacó pecho y les dijo:

—¿Qué les pasa? ¿No van a trabajar?

—¡Otro agujero, señor, otro agujero en el medio de la piedra! —dijo el minero más viejo.

—No queremos morir, señor, cada vez que encontramos uno de esos agujeros el túnel se desploma.

El capataz miró a Tiago y le dijo:

—¿Eres lo bastante pequeño como para pasar por el agujero, muchacho?

—Sí, señor, pero no tengo experiencia y...

—Esta vez no romperemos el agujero, mandaremos a alguien para que pase del otro lado.

El grupo de hombres rodeó a Tiago como si fuera alguna clase de héroe. Le entregaron un pico pequeño y una lámpara llena de aceite.

Mientras avanzaban hacia el túnel Tiago sintió que las piernas le comenzaban a temblar. El capataz apoyó una mano sobre el hombro del muchacho y le dijo:

—Si entras y aseguras el túnel, te pagaré lo mismo que a los demás mineros.

Y aunque esas palabras le dieron aliento, no hay dinero que pague el precio del miedo. A una distancia respetable el grupo se detuvo y el muchacho continuó el camino solo. Ahora el agujero era mucho más atemorizante que antes y una extraña ventisca fría penetraba por él.

—¿Hay alguien ahí?

Una corriente de aire fresco le acarició el rostro poniéndole los pelos de punta.

Ilustración—Bueno, con permiso, voy a entrar... —dijo Tiago de manera respetuosa. Metió la lámpara, el brazo y luego la cabeza y cuando miró hacia adentro se encontró con una extraña criatura de pequeña estatura y larga barba blanca.

Los dos se quedaron en completo silencio, mirándose el uno al otro.

—¿Sí? —dijo la extraña criatura.

—Yo... yo... ¿Qué eres? ¿Eres un duende?

—Así es, humano intruso. ¿Qué haces en mi casa?

—¿Casa? —siguió preguntando Tiago completamente asombrado.

—Pero pasa, hombre, de una buena vez, me estás haciendo sentir incómodo a mí —dijo el pequeño anano galego (porque, ¡por supuesto!, de esa clase de duende se trataba), y sin esperar respuesta de Tiago lo tomó de una mano y lo depositó en el suelo como una pluma.

—¡Por favor, no me haga daño, señor! —aulló el muchacho que ya había soltado el pico y la lámpara.

—¿Daño? ¡Nosotros... daño a ustedes? ¡No! ¡No! ¡Son ustedes los que rompen nuestra aldea! ¡Ustedes! ¿Por qué no se van a romper las piedras a otro lado? ¿Por qué vienen a romper nuestras casas?

—Pero los derrumbes, los mineros que...

—Si continúan picando, derrumbaremos el túnel.

—¡Pero si derrumban los túneles mis compañeros morirán!

—¡Si siguen excavando, todo mi pueblo morirá!

—Pero si no cavamos, no cobraré mi salario, y si no gano dinero, mi familia morirá de hambre.

—¿Así es que todo este asunto del golpeteo es por dinero? —dijo el anano mientras se enroscaba la barba blanca con un dedo.

—Es nuestro trabajo...

—¡Y nosotros respetamos mucho el trabajo! ¿O piensas que porque vivimos aquí dentro no trabajamos, eh? Sin embargo, no puedo permitir que sigan destruyendo nuestra ciudad, y por lo tanto, tendré que ponerle un drástico punto final a este atropello, pero tú me has caído simpático. Me gustó eso de que pidieras permiso a pesar de que no me habías visto... Ven.

Tiago miró para un lado y para el otro pero no veía hacia dónde quería el anano que lo siguiera.

—¡Vamos! ¡Ven! ¡Sígueme! Te mostraré algo que ningún humano ha visto jamás...

El duende le dio la espalda, empujó unas piedras como si fuera barro y pronto apareció un pequeño túnel. Penetró en él y comenzó a andar con pasitos cortos y rápidos. Tiago se apuró en seguirlo, avanzando sobre sus manos y rodillas puesto que la altura del túnel estaba hecha a la medida del anano.

El anano lo llevó por unos pequeños pasadizos en los que Tiago casi no cabía, pero cada vez que se quedaba atorado, el duende se daba vuelta, acariciaba la piedra de las paredes y el túnel se ensanchaba. Además, y a pesar de no llevar ningún tipo de lámpara, había cierta luminiscencia en el anano que iluminaba los túneles. Por último llegaron al final del recorrido, que terminaba en una pesada puerta de piedra tallada con extraños símbolos.

—Bienvenido a mi hogar —le manifestó el anano.

El duende abrió la puerta y Tiago no podía terminar de ver todo lo que se ofrecía ante sus ojos: un mundo subterráneo poblado de duendes grandes, jóvenes, pequeños, viejos, chicos, hombres y mujeres que trabajaban, jugaban, reían, cocinaban, lavaban, viajaban... ¡Era increíble!

—Guarda esta imagen en tu corazón, porque nunca más la verán ojos humanos.

Tiago temblaba de emoción y de asombro y no tenía palabras para decir lo que sentía ni para agradecerle al duende.

—Éste es mi regalo para ti.

—¿Qué quiere decir, señor?

—Me has hecho entender que los hombres no se detendrán. Tú debes salvar a tu familia y yo debo salvar a la mía. Sobre mí recae toda la responsabilidad del pueblo. Ahora que esta mina está vacía, la voy a derrumbar. Debo salvar a mi pueblo.

—Pero...

—Adiós, mi querido Tiago, y gracias por tu visita...

El anano inspiró profundamente como si absorbiera dentro de él todo el aire que había en la cueva, y los cachetes se le volvieron colorados como si fueran de metal calentados en una fragua; de pronto, abrió los labios y dejó escapar un soplo que se transformó rápidamente en un terrible viento que se arremolinó alrededor de Tiago y comenzó a arrastrarlo por los aires, haciéndolo atravesar todos los pasadizos que había recorrido con el duende, hasta que llegó al agujero redondo y todavía siguió volando en ese remolino de viento que iba derrumbando los túneles y las vigas a medida que pasaba. Al fin salió disparado fuera de la entrada de la mina y cayó sobre el suelo. Detrás de él llegó el estrépito de los túneles derrumbándose y una gruesa capa de polvo que cubrió todo.

Los hombres se alejaron corriendo del lugar, dejando sus herramientas y pertenencias. Al rato el insólito viento comenzó a amainar pero la tierra todavía temblaba. Tiago se sentía aplastado contra el suelo, estaba algo golpeado pero se encontraba bien; sin embargo, al ver el terror de los demás mineros, que huían despavoridos, se puso de pie inmediatamente y corrió hacia su casa.

Después de tres días de andar llegó por fin, exhausto, a su hogar. Su madre y su hermana lo miraban desde lejos sin reconocerlo, porque en esas jornadas de minero Tiago se había convertido en todo un hombre, estaba mucho más alto y corpulento, le había crecido el cabello y una barba rala comenzaba a asomar en su mentón.

Nela fue la primera que lo reconoció y, al hacerlo, exclamó eufórica:

—¡Es Tiago, es Tiago, madre! —y corrió a abrazar a su hermano.

La alegría iluminó el rostro de todos. Pronto lo hicieron pasar a la casa, pero al llegar ante la cama de su padre convaleciente, éste le gritó:

—¡Me has defraudado, Tiago! ¡Te dije que la responsabilidad de la familia caería sobre ti y nos abandonaste! ¿Tan mal padre he sido que en el momento de más necesidad te largas abandonando a tu familia a la buena de Dios?

Tiago, que desbordaba de felicidad porque había vuelto a su hogar y estaba ansioso por contarle a su querida familia sus aventuras y el encuentro con el duende, al recibir los reproches de su padre, se encogió de hombros y metió las manos en los bolsillos, como hacía siempre que lo retaban.

Sin embargo, ahora los bolsillos estaban llenos de piedritas que le pinchaban las manos. Las apretó con furia para descargar su bronca deshaciéndolas, pero eran muy duras; entonces, tomó un puñado en cada mano, las sacó del bolsillo y se puso a observarlas con detenimiento.

¡No lo podía creer! Sus bolsillos estaban rebosantes de piedras preciosas. De pronto Tiago se dio cuenta de que su padre aún lo seguía retando. Para "taparle la boca", vació los dos puñados sobre la cama, y el padre, al comprender lo que veían sus ojos, se quedó mudo.

De inmediado, la alegría embargó a toda la familia. Había tantas pero tantas piedras preciosas en la casa, que ninguno tendría que trabajar nunca más por el sustento, y todos podrían ser dueños de la querida tierra en la que vivirían felices hasta el fin de sus días.


PortadaLa mujer que gastaba las escobas

 

Selección y traducción de Máximo Damián Morales.
Ilustraciones de Fernando Molinari.

Este relato forma parte de una gran cantidad de historias, de tradición oral, en el que difícilmente pueda encontrarse su origen. Aquí presentamos la vrsión que podemos calificar como "más objetiva".

Había una vez un joven matrimonio muy feliz. El hombre se llamaba José y la mujer tenía por nombre Alba. Los dos eran personas muy trabajadoras y gozaban de muy buena salud.

El marido trabajaba como empleado en una tienda de telas, cuyo dueño de origen judío, le había tomado mucho cariño. De a poco había ido ganándose su afecto y respeto hasta convertirse en el encargado general, y aspiraba a que, algún día, cuando el dueño falleciera, le legara la tienda, ya que éste no tenía hijos.

La mujer era fuerte y de penetrante mirada, su cabello tenía unos pocos rizos colorados y su nariz estaba moteada por algunas pecas. Trabajaba todo el día en la casa, limpiando, dándole de comer a los animales y cuidando la pequeña huerta. Aún no tenían hijos pero deseaban tenerlos.

Todos los domingos se ponían sus mejores ropas y concurrían a la misa de la parroquia del lugar.

Todos los lunes, cuando el marido se preparaba para ir a trabajar, ella le pedía dinero para comprar una nueva escoba. José no podía entender cómo hacía para gastar una escoba por semana.

—¿Pero qué es lo que haces con las escobas, mujer?

—Querido esposo —respondía ella con su más dulce voz—, entra mucho polvillo, barro y hojas de afuera, y sabes que yo soy muy limpia. Es mi deso que nuestro hogar sea un lugar libre de suciedad. Además, dime: ¿en qué clase de casa te gustaría que criara a tus hijos?

El marido no tenía ganas de discutir por una escoba, así es que le dejó una moneda más sobre la mesa y partió a su trabajo.

Todos los lunes José le dejaba dinero para que su esposa comprara una escoba nueva y hasta un par de veces, llevado por la curiosidad, él mismo revisó la usada antes de arrojarla al fogón como leña. Todas se encontraban en un estado deplorable, algunas estaban tan gastadas que casi no les quedaba paja.

Un domingo en la misa, José quedó impresionado por el sermón que dio el sacerdote. Habló de brujería y de los poderes oscuros que el Diablo utilizaba para atraer a sus víctimas y conseguir adeptos que dañaran, por medio de hechizos terribles, a los pobres y fieles cristianos.

—La mujer —decía el cura con el dedo índice levantado como dando una sentencia— es especialmente débil frente a las artimañas del Diablo. Recuerden que fue una mujer, Eva, la que mordió la manzana y se la ofreció a Adán y por ese motivo fueron expulsados del Paraíso, que Dios había hecho para ellos, para que vivieran en la total y absoluta felicidad.

La gente asentía los dictámenes del sacerdote y guardaban el más inquebrantable silencio, prestando especial atención a sus palabras. Muchas de las personas de ese pueblo, por primera vez, estaban oyendo un sermón interesante, algo que verdaderamente valía la pena escuchar.

—Hacer brujería es lo mismo que hacer un pacto con el Demonio —continuaba el sacerdote—. Hay que prestar atención a las pequeñas pruebas, los detalles que nos demuestran, con la luz de la verdad, que la oscuridad mora entre nosotros.

Toda la gente del pueblo regresó a sus casas con las palabras del cura en su memoria; el miedo atenazaba sus almas y las dudas mortificaban su mente.

A la mañana siguiente José se preparó para ir a trabajar, desayunó con su esposa y luego, antes de marcharse, ella le dijo:

—Déjame una moneda para una escoba nueva.

José se estremeció porque sintió que en esas palabras resonaba la voz del Diablo. ¿Sería su mujer una bruja? ¿Qué clase de brujerías haría con las escobas que él le pagaba? Cuando llegó a ese pensamiento, su corazón dio un vuelco: ¿el también sería atrapado por las garras del Demonio por contribuir a los hechizos con escobas que él mismo compraba?

La mujer había dejado sus tareas y lo miraba fijamente. ¿Podría leerle el pensamiento? ¿Era su mujer o el Demonio quien lo estaba mirando de esa forma?

—Aquí tienes, mujer, una moneda ganada con el sudor de mi frente como Dios manda.

Alba, sorprendida, tomó la moneda y luego sonrió.

—Que te vaya bien, querido.

El día de trabajo fue terrible, y José calculó mal varias veces la longitud que debía cortar y desperdició varios metros de preciosa tela. Las cuentas no le salían, la tijera no cortaba, le dolía la cabeza y no podía pensar en otra cosa que no fuera su mujer, el Diablo y las escobas.

Caminó lentamente de regreso a su casa, fue rezando y tratando de tranquilizarse.

—Tal vez —se decía a sí mismo— yo estoy asustado y mi pobre mujer no es más que una trabajadora de Dios que cumple con la tarea de mantener limpio el hogar.

Pero decidió que, a partir de ese momento, le prestaría atención al estado de las escobas.

Su mujer lo esperaba con una suculenta cena caliente, y a pesar de que José desconfió en un primer momento, comió toda la comida que le sirvió. Ella se fue a acostar y, antes de hacerlo él, buscó la escoba y la encontró casi como nueva. Suspiró y se fue a dormir.

A la mañana siguiente se levantó y fue a averificar cómo estaba la escoba: se encontraba en el mismo estado y lugar en que la había visto a la noche.

Más tranquilo, desayunó con su amada y partió al trabajo.

La jornada resultó buena y José regresó a su casa como siempre. Cenó con su esposa, quien le dijo que estaba cansada, y le propuso irse a dormir más temprano. José también sentía sueño, pero antes de acompañarla fue a ver la escoba: se encontraba en el mismo estado que el día anterior. Regresó con su mujer, se sumergió entre las mantas y se durmió inmediatamente.

A la mañana siguiente se levantó, desayunó y estaba por irse a trabajar cuando vio que la escoba, apoyada contra el umbral de la puerta que daba hacia la calle, estaba casi deshecha, como si alguien la hubiera usado toda la noche.

Su corazón dio un vuelco. Miró a su mujer y, aún poniéndose el chaleco, partió rápidamente sin saludar.

—¡No puede ser! —se quejaba mientras caminaba hacia la tienda—, ¡mi mujer no puede ser una bruja!

Otra vez volvió a tener un mal día de trabajo, la gente que entraba en la tienda se iba sin comprar y los géneros que cortaba siemprre eran demasiado cortos o demasiado largos.

Regresó a su casa con el semblante serio, pensando que no se dejaría engañar por las argucias del Diablo. Decició que, a partir de ese momento, no comería nada de lo que ella le preparara.

Alba notó el cambio de actitud de su marido: él casi no le hablaba, no comía y, a la noche, se levantaba a cada rato.

José se levantaba todas las noches para veriifcar el estado de la escoba, que se encontraba igual de estropeada que la última vez que la había visto. También espiaba a su esposa y la observaba dormir.

La falta de buena comida y de sueño lo estaban mortificando demasiado, no era lo habitual para alguien que llevaba una vida cómoda. Iba a desistir de sus espiadas nocturnas, hasta que llegó la noche del viernes.

José luchaba interiormente para mantenerse despierto pero aparentando que dormía. Como si se tratara de un juego, acompasó su respiración e, incluso, emitió algunos ronquidos.

De pronto, su mujer se volvió en la cama y lo observó detenidamente. José la podía ver entre las pestañas de los párpados que mantenía casi cerrados.

La mujer se levantó suavemente, casi sin mover la cama. Entornó la puerta y caminó hasta la cocina sin encender ninguna luz. José, a su vez, se levantó despacio y, sin hacer ruido, se acercó a la rendija para espiarla.

Vio que su mujer se quitaba toda la ropa, quedándose completamente desnuda. El reflejo de la luna brillaba sobre su cuerpo pecaminoso. Nunca la había visto así, tan radiante, tan libre, tan atractiva y tan... ¡desnuda!

La lujuria se apoderó de su alma, la pasión le golpeaba cada centrímetro de su cuerpo, pero rezó a Dios para que le alejara esas sensaciones lujuriosas.

Mientras luchaba con sus emociones, seguía espiando. Ahora su mujer tomaba un frasco con un líquido espeso de color verdoso, y metiendo dos dedos dentro de él, comenzaba a untarse todo el cuerpo.

Sentimientos encontrados de odio, miedo, pasión y vergüenza se sucedían en el interior del alma de José. ¿Qué debía hacer?

Finalmente decidió esperar y ver lo que hacía su esposa.

Alba tapó el frasco y lo guardó cuidadosamente en el armario, luego caminó hasta el umbral de la puerta donde estaba apoyada su escoba, la puso entre sus piernas y flexionando las rodillas se sentó sobre ella. Mencionó unas palabras mágicas, se elevó en el aire y desapareció por la chimenea.

José estaba atónito, su cuerpo temblaba. Rápidamente se calzó los zapatos y salió corriendo en busca del sacerdote.

Al llegar a la parroquia golpeó desesperadamente las puertas.

El cura le abrió y le preguntó:

—¿Qué sucede, José?

—Algo terrible, he visto algo terrible, padre.

El sacerdote lo hizo pasar y, luego de sentarlo y ofrecerle un vaso de agua, por fin, José le contó todo lo que había visto.

El cura lo miró con semblante serio y finalmente habló:

—Pues, por lo que me dices, tu mujer es una bruja, hizo un pacto con el Diablo y deberá pagar las consecuencias. Has hecho bien en venir y contarme, así estarás libre de pecado y expiarás tus culpas.

José estaba destruido y se aferraba con ambas manos su cabeza desgreñada.

El cura lo tomó de un hombro y le dijo:

—No te preocupes, hijo, has hecho lo correcto.

El sacerdote mandó a su ayudante a buscar a los guardias que llegaron pronto.

—Rápido, debemos hacerlo rápido antes de que se dé cuenta la bruja —dijo el cura.

Los hombres partieron en la noche, armados con espadas, dagas y antorchas. El sacerdote iba a la cabeza con un ejemplar de las Sagradas Escrituras.

Llegaron a la casa de José y sorprendieron a la mujer en la cama.

—No nos engañas, Diablo —dijo el cura sarcásticamente.

Alba se despertó sobresaltada, parecía no saber lo que ocurría.

—¿José? ¿Eres tú? ¿Qué pasa? ¿Qué hacen todos estos guardias en nuestra casa?

—No es tu casa —respondió rápidamente el sacerdote—, el Diablo no tiene cabida en este lugar.

—¡Pero yo soy su mujer!

—¡No, eres una bruja! —repuso el cura con énfasis.

Los guardias la destaparon y la arrancaron de la cama, luego, le amarraron las manos a la espalda.

—¡Córtenle el cabello para que no pueda hacer su magia demoníaca! —ordenó el hombre del clero.

IlustraciónUno de los guardias sacó una daga y comenzó a cortar tanto pelo como piel de la cabeza de la mujer, que se debatía con todas sus fuerzas.

—Arrojen su escoba del demonio al fuego, ¡que arda ahora como ella arderá en un futuro cercano!

Los guardias tomaron la escoba desgarbada y la arrojaron al fuego con temor.

—¡José! —gritaba Alba—, ¡ayúdame por favor!

—Te vi volar —dijo José, casi como en un susurro.

Ella cerró los ojos y bajó la cabeza, presa del mayor dolor: su esposo la había denunciado.

El juicio fue rápido, varios testigos aseveraron haberla visto cruzar el cielo montada en su escoba y algunos más aseguraron haber sido víctimas de maleficios que ella misma había elaborado.

La quemaron en la plaza pública, frente a los ojos de cientos de personas que concurrieron al macabro espectáculo. Todos los hombres, mujeres y niños del puelbo contemplaron la ejecución de la bruja llamada Alba. Todos menos su marido, José, que a partir de ese día ya no volvió a sentir alegría y, poco a poco, se fue sumergiendo en una angustia cada vez más profunda hasta que murió. Algunos dicen que murió de pena, debido a su remordimiento por lo que había hecho, pero muchos más dicen que murió hechizado por el último deseo de la bruja llama Alba, la mujer que gastaba las escobas.


Roberto Rosaspini Reynolds nació en 1940 en El Bolsón, provincia de Río Negro, Argentina. De ascendencia doblemente celta —irlandesa por la rama paterna y celtíbera por la materna—, inició sus experiencias literarias como traductor, tarea que le permitió finalmente dedicarse a la investigación de un tema que lo cautivó desde muy pequeño: el universo de lo irreal y lo fantástico. Es autor de varios libros sobre cultura celta, entre otros. Falleció en Buenos Aires en abril de 2003, cuando los originales de Cuentos de duendes. Relatos mágicos celtas, su obra póstuma, estaban en imprenta.

Máximo Damián Morales nació en la ciudad de Buenos Aires en 1973. Es editor y dicta numerosas charlas y talleres sobre literatura fantástica y participa activamente en varios eventos relacionados con la mitología celta, la ciencia ficción y la fantasía.

Fernando Molinari nació en 1963 en Buenos Aires. Autodidacta, se desempeña como artista plástico, ilustrador y profesor de artes gráficas y plásticas. Su interpretación y su afinidad con las figuras mágicas lo han convertido en uno de los mayores representantes de su género. Los interesados en ver más trabajos de Fernando Molinari pueden visitar su página web: www.fernandomolinari.com.ar

Nota de Imaginaria: Información sobre los autores obtenida en la página web de Distribuciones Alfaomega S. L. (www.alfaomega.es).


Artículos relacionados: