113 | FICCIONES | 15 de octubre de 2003

Dos relatos de Miguel Ángel Palermo

Presentamos "Los animales y el fuego", versión literaria de una leyenda del folklore mataco y "El mundo se quema", cuento toba. Los matacos (también wichís) y los tobas son pueblos aborígenes de la región chaqueña argentina. (Biografía, bibliografía y otros datos de Miguel Ángel Palermo, en la sección Autores de Imaginaria.)


Los animales y el fuego

Recreación del folklore mataco por Miguel Ángel Palermo

PortadaExtraído, con autorización del autor, del libro Los animales y el fuego (Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1978. Colección Los Cuentos del Chiribitil).

Hace mucho tiempo los animales hablaban y hacían cosas de personas.

Pero no tenían fuego, y como no se habían inventado los fósforos los pobres tenían que comer su comida cruda, que mucho no les gustaba, y en invierno pasaban bastante frío.

El Jaguar en esos tiempos no tenía manchas, sino que era todo lisito, amarillo.

Un día que estaba tomando calorcito en una montaña alta, al Sol le dieron lástima los animales y lo llamó:

—¡Eh, Jaguar! Te voy a dar una cosa para que usen vos y los demás animales.

—¿Qué es? ¿Algo para comer? —dijo el Jaguar, que era bastante tragón.

—No, te voy a dar un poco de fuego. Hacé un atadito de ramas y pasto seco y levantalo, que yo te lo enciendo. Pero tenés que convidarle a todos, ¿eh?

—Síii —dijo el Jaguar. Y preparó una antorcha, que el Sol prendió.

—Gracias, ahora les llevo a todos. Hasta pronto, Sol.

Y bajó de la montaña. Pero el Jaguar, no bien se alejó, dijo:

—¡Ja, ja! Ahora sí que voy a poder comer churrasquitos y asados y no todas esas porquerías crudas. Y en invierno no voy a pasar más frío. Y a los demás no les doy nada, porque al fin de cuentas la antorcha la preparé yo y me tomé el trabajo de bajarla.

Así que se fue a su casa, juntó ramas e hizo un lindo fuego, al que iba agregando a cada rato leña para que no se apagara nunca. Y comió asado y se acostó a dormir al calor del fogón.

Pero la Avispa, que era muy curiosa y siempre andaba escuchando las conversaciones de los demás, había oído lo que el Sol había dicho, así que se fue volando a avisar a los demás.

—¡No puede ser! —dijeron los otros—. ¡Nosotros también queremos fuego! Vamos a pedirle.

Entonces mandaron a la Lechuza, que sabía hablar muy bien, para que pidiera al Jaguar una brasita. Pero cuando la Lechuza empezó a hablar el Jaguar le gritó:

—¡NOOO! ¡El fuego es MÍOOO! —y pegó tales rugidos que la pobre Lechuza se asustó mucho y se escapó volando.

Entonces mandaron a la Vizcacha para ver si convencía al Jaguar. Pero no bien empezó a hablar el Jaguar se enojó; se puso a rugir y la sacó corriendo.

Entonces mandaron al Loro, que empezó a dar charla al Jaguar, de cualquier cosa, para ver si se ablandaba y le convidaba una brasita. Y habló tanto que el otro se quedó dormido, medio mareado de escucharlo hablar tanto.

Entonces el Loro dijo:

—Bueno, vamos a aprovechar y a sacar un poquito de fuego.

Pero no se le ocurrió nada mejor que agarrar una brasa con el pico, y se quemó la lengua. Pegó un grito y el Jaguar se despertó.

—¿Qué hacés? ¡Loro sinvergüenza! ¡Te voy a dar! —Y se abalanzó sobre el Loro, que se escapó volando.

Entonces los animales mandaron al Zorro, que era muy vivo. Cuando el Zorro llegó adonde estaba el Jaguar le dijo:

—¿Cómo le va, don Jaguar? —y empezó a charlar haciéndose el distraído.

—¡Basta de charlas, que ya me cansó el Loro! —le contestó el otro.

—¡Huy, cuánto trabajo tiene para mantener este fuego! ¿No quiere que lo ayude trayendo ramas?

Como el Jaguar era bastante vago le dijo que sí y el Zorro empezó a trajinar trayendo leña, amontonándola y echándola al fuego. El Jaguar empezó a amodorrarse mientras vigilaba por las dudas al Zorro. Entonces éste le dijo:

—El fuego se va a apagar si no acomodamos mejor la leña. Voy a usar un palo para acomodar las brasas.

Agarró un palo y empezó a revolver el fuego, hasta que la punta se encendió bien; vio de reojo que el Jaguar se distraía y bostezaba y salió corriendo con el palo encendido.

El Jaguar pegó un salto para atraparlo, pero el Zorro había dejado atravesados unos palos, así que el Jaguar tropezó, se cayó y se ensució la piel con los carbones.

El Zorro corrió tanto que el Jaguar no lo pudo alcanzar.

—¡Ahora sí que me embromó el Zorro este! ¡Me sacó fuego y encima me caí y me manché la piel, tan linda y lisita que la tenía!

Desde entonces todos tuvieron fuego para cocinar y calentarse en invierno y los jaguares tienen manchas negras y andan siempre de malhumor.


El mundo se quema

Cuento toba, versión de Miguel Ángel Palermo

PortadaExtraído, con autorización del autor, del libro Cuentos que cuentan los tobas (Buenos Aires, Secretaría de Cultura de la Nación-Ediciones Culturales Argentinas/Centro Editor de América Latina 1986, Colección Cuentos de mi país).

Cuentan que hace muchísimo tiempo, una vez apareció un perro en un pueblo de tobas; nadie sabía de dónde venía ni quién era su dueño.

Dicen que este perro tenía la cara muy linda y que —cosa rara— también tenía una barbita como la de algunos monos, pero nadie lo quería porque estaba muy sucio y bastante sarnoso. Así que cuando se le acercaba a la gente, lo sacaban corriendo, le gritaban y le tiraban cosas.

Pero un hombre le tuvo pena, lo llamó, le dio de comer, le dijo que se podía quedar con su familia y hasta lo tapó con su poncho.

Se hizo de noche y todos se durmieron. Entonces, el perro se fue transformando: empezó a crecer y crecer y a cambiar, y al final fue como un hombre, un hombre muy lindo y bien vestido. Parece que era un dios, el dios de los tobas, que se había disfrazado de perro para ver si la gente era buena.

Despertó al hombre que lo había ayudado:

—Levantate rápido, m’hijo, levantate que tenés mucho que hacer. Mañana mismo toda la tierra se va a quemar porque son todos malos; va a haber un fuego grande que no va a dejar nada. Vos solo te vas a salvar, porque sos bueno; vos y tu familia.

—¿Y qué tengo que hacer? —dijo el hombre.

—Escuchá bien: ahora mismo ponete a hacer un pozo grande, bien grande para que entren vos y todos los tuyos. Cuando lo terminés, se meten enseguida adentro. Ahí no les va a pasar nada. El fuego va a terminar y entonces pueden salir, pero oíme bien: no se tienen que apurar, porque si no, el que no tenga paciencia y salga muy rápido, se va a convertir en animal.

El hombre agarró una pala, hizo un pozo bien grande y se metió adentro con toda su familia, que eran un montón: había abuelos y abuelas, tíos y tías, hijos y nietos, sobrinos y primos, cuñados, yernos y nueras.

Amaneció y empezó a quemarse toda la tierra: los árboles, el pasto, las casas, todo.

Pasó un tiempo y el fuego se apagó: desde adentro del pozo ya no se oía más el ruido de las llamas, ni se sentía olor a humo. Entonces uno de los familiares dijo:

—Bueno, yo salgo. Ya se acabó el incendio.

—¡Esperá! —le dijeron los otros.

—¡Quiero ver como está afuera! —contestó, y salió del agujero.

Afuera estaba todo quemado: quedaba la tierra, nada más, llena de ceniza y carbones apagados. Pero como este hombre se había apurado mucho en salir, apenas dio dos pasos, ¡paf!, se convirtió en oso hormiguero.

Pasó un día más, y una muchacha dijo que se aburría ahí dentro del pozo, que no daba más y que iba a subir. Y salió nomás; ¡y enseguida se transformó en una corzuela!

Pasó otro día, y otro impaciente salió: se convirtió en chancho de monte. Y así después otro se hizo yacaré, y una mujer pajarito, y un hombre ñandú y otros más fueron distintos animales: garzas, pumas, cigüeñas, carpinchos, zorros y de todo un poco.

Al final, los que habían sido prudentes y esperaron, subieron del pozo y se quedaron nomás como personas.

Un pajarito se puso a llorar porque no había pasto ni nada; no había nada para comer, ¡y qué triste estaba todo! Y llorando, llorando, escarbaba la tierra con la patita y así encontró una raíz verde. Vino el dios y le dijo:

—Plantá bien esa raíz, y así van a aparecer de nuevo las plantas.

El pajarito le hizo caso y en seguidita brotó pasto y después árboles y empezaron a crecer y crecer muy rápido, y la tierra estuvo verde otra vez, como antes.

Los que habían quedado como hombres y mujeres, tuvieron hijos, y después nietos y después bisnietos y después tataranietos y de ellos nació el pueblo toba.

Todos esos animales que se formaron a partir de las personas que habían salido antes del pozo, fueron los primeros animales que hubo en esta tierra nueva después del incendio.

El primer oso hormiguero fue el Padre de los osos hormigueros que vinieron después; la primera corzuela fue la Madre de las corzuelas que hubo después y así pasó con todos los demás.

Y dicen los tobas que esos Padres y Madres de los animales viven todavía y que se ocupan de proteger a sus hijos. Los cuidan para que no les pase nada y se enojan mucho si alguien les hace mal por gusto: lo único que permiten es que los hombres cacen para comer, pero sin agarrar ni un animal más de lo que se necesite. Si los hombres cazan demasiado o si no aprovechan bien lo que cazaron, entonces los Padres de los animales, que son muy poderosos, se ponen bravos: pueden enfermar al cazador o hacer que se pierda en el monte y además nunca más dejan que cace ni un solo bicho.

Los otros animales, los animales domésticos como el caballo, la vaca, la oveja o la cabra, vinieron después, más adelante: los mandó Dios desde el cielo.

Así fue que la tierra quedó como es hoy, con sus árboles y su pasto, sus hombres, sus mujeres y sus animales.


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Autores: Miguel Ángel Palermo