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LECTURAS

| 3 de septiembre de 2003

Una maleta de clásicos
(Los inolvidables de la Literatura Infantil y Juvenil)

Textos de las ponencias presentadas en la mesa redonda "Una maleta de clásicos (Los inolvidables de la Literatura Infantil y Juvenil)", realizada durante la 14ª Feria del Libro Infantil y Juvenil (Buenos Aires, julio de 2003) con la coordinación de Sandra Comino. Ilustraciones de Ignacio Noé (Copyright 2003 Ignacio Noé, www.ignacionoe.com.ar), realizadas originalmente para Robinson Crusoe, de Daniel Defoe, y El conde de Montecristo, de Alexandre Dumas.

Foto de Gustavo Roldán
Gustavo Roldán

El día de la aventura

por Gustavo Roldán

Cuando se cierra la puerta y se deja atrás la casa, las cosas cambian y todo puede suceder. Se cierra la puerta de la casa y se abre la puerta de lo desconocido, la puerta de la imaginación. Comienzan el viaje y la aventura. Pero las más de las veces no tomamos un barco o un tren, sino que abrimos las páginas de un libro.

Y ahí está una secreta compensación para los chicos y los jóvenes. Por un lado se comienza a escapar del mundo de los mayores, del dominio absoluto de los mayores, en una mágica rebelión a través de esos personajes que no debían obedecer las normas de una casa, sino que, rodeados de peligros siempre nuevos, iban avanzando en mares remotos, en selvas oscuras, en desiertos inhóspitos, rodeados de fieras o misterios que producían una insoportable tensión, sin ningún espacio para el aburrimiento.

El día y la noche en comparación con esta otra vida tan llena de horarios, de la mesa con cubiertos, de camas bien tendidas y de miradas vigilantes que siempre querían saber qué estábamos haciendo. Para quienes tenían la suerte de la mesa bien puesta.

Para los que no la tenían, y a veces se les daba la oportunidad de que un libro cayera en sus manos, porque bien sabemos que los libros nunca fueron para todos, estaban los tesoros de Alí Baba y los 40 ladrones o los arcones llenos de joyas y monedas de oro de los piratas.

El conde de Montecristo. Ilustración de Ignacio NoéSí, los libros nunca fueron para todos, pero por esas fisuras, por esos resquicios que los que mandan nunca pueden controlar, a veces se filtran cosas que no estaban previstas. Por ejemplo, en Cuba, a mediados de siglo XIX, mientras los artesanos que fabricaban cigarros a mano estaban trabajando, un lector les leía novelas para entretenerlos. Y un buen día comenzó una historia que fue creando un entusiasmo sin precedentes. Se trataba de El Conde de Montecristo. Fue tal el éxito de la novela y el entusiasmo de los obreros que decidieron escribirle a Alejandro Dumas y solicitarle permiso para usar el nombre del protagonista. De allí vienen los "Montecristo", célebres cigarros de Cuba que se impusieron en el mundo y que aun seguimos fumando los gustadores de un buen tabaco.

Ninguna ilustración mejor que los sueños de los jóvenes protagonistas de El juguete rabioso, de Roberto Arlt, entusiasmados con las Aventuras de Rocambole, historias recibidas de mano de un zapatero remendón —un andaluz lector de folletines sobre bandidos españoles—. Y esas aventuras les marcaban una forma de vida donde los sueños se convertían en realidad.

En todos los casos, tal vez no era sino una secreta manera de la búsqueda de la felicidad. De la propia y de la ajena, porque los sueños rocambolescos también se componen de un insaciable deseo de justicia. "Yo soñaba con ser un bandido y estrangular corregidores libidinosos, enderezar entuertos, proteger a las viudas, y me amarían singulares doncellas" —dice Silvio Astier, el joven protagonista de El juguete rabioso.

Todas las cosas importantes pasaban, naturalmente, lejos de casa. Allá, en cualquier otro allá, los árboles eran más verdes, los ríos más caudalosos, y los mares escondían secretos y peligros siempre cambiantes, donde nunca estaba la monotonía de los días repetidos.

Pero había algo más. También así se estaba realizando un ritual de iniciación, un ritual de las pruebas que hay que cumplir —según oscuros y antiquísimos mandatos—, para terminar una etapa y poder crecer.

Y la única posibilidad de crecer parecía estar en navegar en una balsa con

Huck Finn por el Mississippi, primera experiencia de navegantes y de descubrimientos antes de llegar a una isla desierta donde nos espera un tesoro, o donde hay un mundo de libertad para ser construido —y que estamos dispuestos a construir—, o de trepar a los mástiles de los barcos de Sandokán o viajar con el Corsario Negro, padecer los miedos y los sufrimientos de Simbad el marino sobre una isla que es un pez, o volar colgado de una pata de ese fabuloso pájaro Roc que alimenta a sus pichones con un elefante o un rinoceronte.

O viajar entre la nieve y los lobos con los buscadores de oro de Alaska, hombres violentos y desesperados, en el mundo de Colmillo Blanco, donde la distancia entre lo que llamamos civilización y el salvajismo es apenas una apariencia que puede borrarse con el hambre. Y el hambre es una constante entre los lobos y los hombres que se destierran en esas soledades.

La seducción y el espanto, o la seducción del espanto, necesarios para salir de una modorra y entrar a un mundo que, sospechamos, tiene otras gratificaciones que las de la mesa servida y el sentarse con las manos limpias.

Y quizás no estamos rechazando del todo el ritual de la mesa servida y la cama cómoda, sino sólo tratando de ganar el derecho a disfrutarlos al regreso.

Pero para regresar primero hay que partir. Tal vez así la aventura y el orden no sean opuestos, sino sólo etapas que se deban cumplir. ¿Es esto una aceptación del orden institucionalizado, como un reposo del guerrero? Seguramente no, porque el regreso es a un mundo que se sigue reinventando, o que se quiere reinventar desde cambios experimentados por quien se fue. Aunque la casa sea la misma, nunca es el mismo lugar de donde se partió.

Alguna vez los hombres serios abandonaron los libros de aventuras, como una literatura de segunda categoría, así como abandonaron los juegos, y dejaron ese material para los chicos y los jóvenes, porque entre las cosas serias que debían hacer los hombres, ya no entraba viajar por los mares del Caribe ni correr tantos peligros junto con Sandokán y los Tigres de la Malasia.

Robinson Crusoe. Ilustración de Ignacio NoéAbandonaron Jack London y Stevenson, Mark Twain y Salgari, y Daniel Defoe y su Robinson Crusoe, y a Melville con su Moby Dick, y Las mil y una noches y a Alejandro Dumas con Los tres mosqueteros y El Conde de Montecristo, sin entender que, como dice Italo Calvino, "Un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir".

¿Por qué leer los clásicos?, pregunta y se pregunta Calvino en un brillante análisis de los motivos que puedan justificar su lectura, y después de dar múltiples argumentos termina con un argumento irrebatible donde se sintetiza todo lo que no se puede decir pero que vale la pena:"Porque es mejor leerlos que no leerlos".

Si los cuentos del mundo comenzaron con el Gilgameth, con un arca repleta de animales, con Ulises por mares poblados de sirenas, y siguieron con caballos voladores y alfombras voladoras y monstruos indescriptibles, bienaventurados los chicos y los jóvenes que heredaron tanta hermosura.

Lástima para los hombres grandes que no la supieron guardar. Lástima para el que perdió esa riqueza que nos abre un permiso y que nos incita a viajar hasta los lugares más secretos del mundo, y de uno mismo, porque los ritos de iniciación nunca se terminan. Y se olvidaron —ocupados en esas cosas llamadas importantes—, de seguir buscando la felicidad.

Y de paso, también, se olvidaron de querer imponer la justicia y cambiar el mundo. Se olvidaron de los deseos de "ser un bandido, estrangular corregidores libidinosos, proteger viudas y ser amados por singulares doncellas".

Bibliografía mencionada

Las mil y una noches

Alejandro Dumas: Los tres mosqueteros, El Conde de Montecristo.

Roberto Arlt: El juguete rabioso.

Ponson du Terrail: Las aventuras de Rocambole.

Mark Twain: Huckleberry Finn.

Emilio Salgari: Sandokán, El Corsario Negro.

Jack London: El llamado de la selva.

Daniel Defoe: Robinson Crusoe.

Hermann Melville: Moby Dick.

Italo Calvino: Por qué leer los clásicos.


Gustavo Roldán nació en el Chaco y vivió en el monte, en la localidad de Fortín Lavalle. Es licenciado en Letras. Trabajó como docente, periodista, y es autor de libros para niños y adultos.

Recibió el Premio Nacional de Literatura (1992), y el Premio Konex por la totalidad de su obra (1994). Entre muchos otros libros, es autor de: Animal de patas largas (Sudamericana), Cada cual se divierte como puede (Colihue), Cuentos que cuentan los indios (Alfaguara), El monte era una fiesta (Colihue), El viaje más largo del mundo (Ediciones SM).

"...Entre idas y vueltas, siempre vuelvo a Huckleberry Finn, Sandokán, todo Jack London, las 1001 noches, La isla del tesoro. Porque esos libros me ayudaron a crecer, a imaginar, a pelear contra los perversos y contra el miedo, a defender la dignidad, a resistir, a volar. Porque me dijeron, antes de que aprendiera nada de política, que era posible cambiar el mundo. Cualquiera que aprenda a volar puede resistir. (Fragmento extraído de su "Autobiografía" (www.imaginaria.com.ar\02\3\roldan1.htm) publicada en Imaginaria.)

Sandra Comino
(texto de presentación del autor en la Mesa Redonda)


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