79 | FICCIONES | 19 de junio de 2002

Foto de Tove JanssonEl libro del verano

por Tove Jansson

Presentamos dos relatos de El libro del verano, de la autora finlandesa Tove Jansson (1914-2001), ganadora del Premio Hans Christian Andersen en 1966: "El bosque mágico" y "Lombrices y compañía". La selección de los textos estuvo a cargo de Mónica Klibanski, quien también preparó un comentario crítico sobre el libro para esta edición de Imaginaria.

Los textos fueron extraídos, con autorización de los editores, de El libro del verano, de Tove Jansson. Traducción de Jesús Pardo. Madrid, Ediciones Siruela, 1996. Colección Las Tres Edades.

Imaginaria agradece a Rocío de Isasa, de Ediciones Siruela, las facilidades proporcionadas para la reproducción de estos textos.


El bosque mágico

En el extremo de la isla, más allá de la roca desnuda, había un trecho de bosque muerto. El viento le daba de lleno, y el bosque llevaba cientos de años creciendo a despecho de las tormentas; ésta era la razón de que hubiese acabado teniendo un aspecto tan raro.

Mirándolo desde el mar, se veía que los árboles trataban de ponerse al abrigo del viento, agachándose y encogiéndose hasta el punto de que algunos casi se arrastraban por tierra. Así, los troncos acababan reventando o pudriéndose y hundiéndose, y los árboles muertos empujaban o aplastaban a los que aún conservaban algo de verde en la copa, formando entre todos una maraña de reacia sumisión. La tierra relucía a fuerza de agujas pardas, excepto donde los abetos habían optado por arrastrarse en lugar de levantarse, y su verdor crecía con una especie de lujuriante frenesí, húmedo y reluciente como en plena jungla.

Este bosque se llamaba "el bosque mágico", y se había ido formando con lento y penoso esfuerzo, de modo que el equilibrio entre la supervivencia y la extinción era en él tan frágil que no podía permitirse el menor cambio. Abrir un claro o separar los troncos entrelazados podría ser causa de la destrucción del bosque mágico. No se podía secar el agua pantanosa ni plantar nada detrás del tupido muro protector de árboles y maleza.

En lo más hondo del bosque, en la perpetua obscuridad de la espesura vivían aves y bestezuelas, y, cuando hacía bueno, se oía ruido de alas agitándose, o apresurado rozar de patas. Pero los animalitos que tanto se movían y agitaban nunca salían a la luz.

Al principio, la familia trató de hacer el bosque mágico más siniestro aún de lo que ya era, y todos se dedicaron a acopiar troncos y arbustos y ramillas secas de enebro en las islas circundantes y llevarlos a la isla en el bote, y había entre ellos estupendos ejemplares de blanca belleza pulida por la intemperie; los llevaron por toda la isla y cavaron y abrieron anchos senderos para poder arrastrarlos hasta los sitios en donde iban a quedarse para siempre. La abuela pensaba que aquello no iba a salir bien, pero prefirió no decir nada.

Lo que hizo la abuela fue limpiar el bote y esperar a que los otros se cansasen de afanarse por el bosque mágico, y entonces se metió sola bosque adentro, despacio, pasando de largo ante el pantano y entre los helechos, y, cuando empezó a sentirse cansada, se echó por tierra y se puso a mirar el cielo a través del enrejado de ramas y líquenes verdes. Todos le preguntaron luego dónde había estado, pero ella se limitaba a responder que en ningún sitio, que se había quedado dormida un rato no sabía dónde.

En torno al bosque mágico la isla se transformó en un bello y cuidado parque de gran complicación, y todos se afanaban por rastrillarlo hasta que no quedase una sola ramilla en los senderos, mientras la tierra se empapaba en lluvia primaveral. Procuraban ir siempre por los angostos caminos que serpenteaban entre la roca hasta la playa de arena. Sólo los campesinos y los veraneantes pisan el musgo, y eso se debe a que no saben, así como suena: no saben que el musgo es lo más delicado que hay. Si se le pisa una vez, el musgo vuelve a erguirse en cuanto llueve un poco, pero, a la segunda, ya no se levanta más, y a la tercera se muere. Es lo mismo que ocurre con los patos salvajes que, a la tercera vez que se les espanta de sus nidos, ya nunca vuelven a ellos. El musgo se adornaba a veces en julio con una hierba ligera y de tallo largo, y las flores se abrían todas exactamente a la misma altura, meciéndose juntos al viento como en los prados del interior, y entonces la isla entera se cubría de un velo empapado en calor que apenas se veía y desaparecía en una semana. Esto daba una tremenda impresión de desasosiego y soledad.

La abuela, por su parte, iba al bosque mágico a sentarse, o a tallar animales extraños. Tallaba en ramas y en pedazos de madera, y les ponía pezuñas y garras y hocico, pero les dejaba el rostro apenas esbozado, sin demasiados detalles. Estos animales conservaban su alma de madera, sus lomos se curvaban como la rama de donde habían salido, y sus patas tenían la propia forma insondable de la vegetación, como si fuesen parte del bosque putrescente. La abuela los tallaba a veces directamente en un muñón de rama, o en el tronco mismo.

Las tallas de la abuela eran cada vez más numerosas, y estaban enganchadas de las ramas, o a horcajadas en los árboles, descansando contra los troncos, o hincadas en la tierra, o con los brazos abiertos y hundidas en el agua pantanosa, o bien yacían tranquilamente, hechas un ovillo, dormidas junto a una raíz. A veces estos animalitos no eran más que un perfil en la sombra, pero otras eran dos o tres juntos, peleándose o haciéndose el amor. La abuela sólo trabajaba con madera vieja que ya había encontrado su forma, y elegía siempre la madera que expresaba lo que ella quería decir.

En una ocasión encontró en la arena una gran vértebra blanca. Resultaba demasiado dura para tallarla, pero era tan bella que la cogió y la llevó al bosque, dejándola allí tal y como estaba. Encontró también muchos huesos, blancos o agrisados, pulidos por el mar, que luego los escupía a la playa.

—¿Pero tú sabés lo que estás haciendo? —le preguntó Sofía.

—Y tanto que lo sé, estoy jugando —respondió la abuela.

Sofía entró a gatas en el bosque mágico y vio lo que había estado haciendo allí la abuela.

—¿Qué es esto? —le preguntó—, ¿una exposición?

Pero la abuela contestó que no, que aquello no tenía nada que ver con la escultura, que la escultura era una cosa completamente distinta.

Las dos comenzaron a recoger los huesos a lo largo de la orilla. Eso de buscar y recoger es una cosa muy especial, porque la gente que se dedica a ello no piensa ni ve más que lo que está buscando. Por ejemplo, si se pone uno a recoger arándanos, termina por ver sólo cosas rojas por todas partes, y si lo que busca son huesos, pues entonces ve sólo cosas blancas, y por dondequiera que vaya no ve otra cosa que huesos. A veces son huesos finitos como agujas, muy finos y frágiles, y hay que cogerlos con muchísimo cuidado, pero otras en cambio, son tibias grandes y toscas como barrotes de jaula, hundidas en la arena como traviesas de barco naufragado. Hay miles de clases de huesos, y cada clase tiene su propia estructura.

Sofía y la abuela llevaban al bosque mágico todo cuanto iban encontrando. Solían ir al anochecer, y disponían los huesos bajo los árboles de modo que pareciesen arabescos blancos o extraños ideogramas; cuando agotaban todas las combinaciones posibles, las dos se sentaban a charlar un rato escuchando los movimientos de los pájaros en la espesura. Una vez vieron una lechucita muy pequeña posada en una rama, y su silueta se destacaba contra el crepúsculo. Era la primera lechuza que se veía en la isla.

Una mañana Sofía encontró en la playa el cráneo perfectamente conservado de un animal grande. Lo encontró ella sola, y la abuela, cuando lo vio, dijo que muy bien podría ser de una foca. Lo escondieron en un cesto y esperaron el atardecer.

Aquel día la puesta del sol fue sólo de tonos rojos, y la luz bañó a raudales la isla entera, de forma que hasta la tierra se volvió roja. Dejaron el cráneo en el bosque mágico, y allí se quedó reluciendo con todos sus dientes.

De pronto Sofía rompió a chillar:

—¡Quítalo de ahí!, ¡quítalo de ahí!

La abuela se apresuró a cogerla y sentarla sobre su regazo, pero se dijo que lo mejor iba a ser no decir nada.

Al cabo de un rato Sofía se quedó dormida, y la abuela siguió allí sentada, pensando que sería bonito construir en la playa una casa de cajas de cerillas con una mata de arándanos detrás; luego se le ocurrió que estaría muy bien ponerle también un embarcadero delante, y en la fachada ventanas de papel de plata.

Así fue como los animales de madera tuvieron que desaparecer bosque adentro y los arabescos se fueron hundiendo tierra abajo y volviéndose verdes de musgo, mientras, con el paso del tiempo, los árboles caían más y más unos sobre otros. La abuela seguía yendo con frecuencia al bosque mágico, pero a solas y en el crepúsculo. De día lo que hacía era sentarse en la escalera de la terraza y tallar botecillos de madera.


Lombrices y compañía

Un verano Sofía cogió miedo de pronto a los animales pequeños. Cuanto más pequeños, más miedo les tenía. Esto era completamente nuevo. Desde que cogió por primera vez una araña, guardándola en una caja de cerillas para ver si se domesticaba, sus veranos estaban llenos de orugas, renacuajos, gusanos, escarabajos y toda clase de animalitos de difícil compañía a los que ella daba cuanto pudieran apetecer, y a la larga hasta la libertad si notaba que la deseaban. Pero ahora todo había cambiado, y Sofía iba por ahí a pasos cautos y angustiados, mirando siempre a la tierra, por si veía arrastrarse algo. Los arbustos eran peligrosos, las algas eran peligrosas, hasta el agua de la lluvia era peligrosa. En cualquier sitio podía haber bichitos, hasta entre las tapas de un libro, aunque estuvieran muertos y aplanados, porque los animales que se arrastran, por muy muertos y hechos harina que estén, nos siguen por todas partes durante la vida entera, desde el principio hasta el fin. La abuela trató de razonar con ella, pero de nada sirvió. El terror es irracional, resulta dificilísimo de disipar.

Una mañana apareció en la orilla una extraña cebolla, depositada allí por las olas, y se decidió plantarla junto a la ventana de la habitación de invitados. Sofía hincó la azada en tierra para abrir un hoyo, y la espada cortó en dos una lombriz. Sofía tiró la azada y retrocedió hacia la pared del cuarto de invitados, gritando a todo gritar.

—Vuelven a crecer —dijo la abuela—, eso es seguro, te digo que vuelven a crecer, no les hace nada, créeme.

Metiendo la cebolla en el hoyo, la abuela siguió hablando de lombrices, y Sofía acabó por calmarse, pero seguía muy pálida. Se sentó y se quedó en la escalera de la terraza, con los brazos en torno a las rodillas y en silencio.

—Pienso —dijo la abuela— que nadie se interesa lo suficiente por las lombrices. Alguien que estuviera de veras interesado debería escribir un libro sobre ellas.

Por la noche, Sofía preguntó si "alguien" se escribía con u o sin u.

—Con u —dijo la abuela.

—No puedo escribir ese condenado libro —dijo Sofía, enfadada—, no se puede pensar si hay que estar pendiente todo el tiempo de la dichosa ortografía, porque, claro, pues se me olvida todo, y luego, pues, eso, que no me acuerdo de por dónde iba.

El libro tenía muchas páginas, cosidas todas juntas en el lomo. Sofía lo cogió y lo tiró al suelo.

—¿Cómo se titula? —preguntó la abuela.

Tratado sobre Lombrices Partidas en Dos, pero no voy a poder terminar de escribirlo.

—Anda, mira, siéntate ahí y díctame —dijo la abuela—, yo escribo y tú me dices lo que tengo que escribir. Tenemos todo el tiempo que necesitemos. A ver, dónde habré metido las gafas.

Era una buena noche para empezar a escribir un libro. La abuela lo abrió por la primera página. Entraba mucha luz del sol poniente por la ventana abierta, y la abuela vio que Sofía ya había puesto allí un dibujo de una lombriz partida en dos. El cuarto de invitados era silencioso y fresco, y papá estaba sentado a su mesa de trabajo, al otro lado del tabique.

—Se está bien aquí cuando trabaja papá —observó Sofía—, porque entonces una sabe que está en casa. Bueno vamos a ver, léeme lo que está escrito.

—Primer capítulo —leyó la abuela—: "Hay Gente que Pesca con Lombrices".

—Punto y aparte —dijo Sofía—. A ver, seguimos: no quiero decir cómo se llaman, pero mi papá no pesca con lombrices. Vamos a imaginarnos una lombriz que está asustada y se encoge del miedo que tiene. A ver, bueno, se encoge hasta medir... ¿Cuánto mide una lombriz cuando se encoge? Pues, por ejemplo, una séptima parte de su longitud normal. Y entonces se queda tan pequeña y tan gorda que resulta más fácil hincarle el anzuelo, y la pobre lombriz con eso no contaba. Pero si nos imaginamos una lombriz que es lista, pues lo que hace es alargarse tanto que no hay forma de hincarle ningún anzuelo porque, en cuanto lo hincas, pues ella va y se parte en dos. La ciencia no ha descubierto todavía si se parte de veras, así, sin más, o si lo que pasa es que nos está tomando el pelo, porque la verdad es que no hay forma de saberlo, pero...

—Un momento —dijo la abuela—, ¿te parece que lo ponga así: "si es porque la lombriz se estira demasiado o porque demuestra auténtica inteligencia"?

—Bueno, ponlo como quieras —dijo Sofía impaciente—, lo importante es que se entienda, pero hazme el favor de no interrumpirme. A ver, seguimos: la lombriz sabe perfectamente que, si se corta en dos, cada mitad seguirá creciendo por su cuenta. A ver, punto y aparte. Pero lo que no sabe es si le va a doler mucho. Y luego, pues, eso, que tampoco sabemos si la lombriz está asustada por si le va a doler. Pero, de todas formas, lo que sí sabe es que hay algo cortante que se le está acercando. Eso se llama instinto. Además, lo que yo digo es que no es verdad eso que dicen de que las lombrices son muy pequeñas, y que, después de todo, no tienen más que un canal digestivo, y por eso les hace daño, porque estoy segura de que sí que les hace daño, aunque no sea más que un segundo. Veamos, por ejemplo, la lombriz que es lista y se alarga y se parte por la mitad, y puede ser como cuando le arrancan a uno un diente, sólo que eso no le duele. Y luego, en cuanto se han calmado los nervios, pues la lombriz se da cuenta de que se ha vuelto más corta, y de que tiene otra mitad danzando por ahí, a su lado. Y para que todo esto que digo resulte más fácil de entender, pues diré que las dos mitades se caen al suelo, y el que llevaba el anzuelo, pues agarra y se va. Las dos mitades no pueden volver a crecer juntas porque están muy impresionadas, y, luego, también, porque no se les ocurre una cosa así. De modo que lo que ellas piensan es que ahora van a crecer solas, cada una por su lado lo más deprisa que pueden. Lo que yo pienso es que se miran y se encuentran muy feas, y en vista de ello, pues se va cada una por su lado lo más deprisa que pueden. Y luego se ponen a pensar. Se dan cuenta de que ahora su vida va ser muy distinta, pero sin saber a punto fijo cómo o de qué manera.

Sofía se echó de espaldas en la cama y se puso a pensar. En el cuarto de invitados empezaba a obscurecer, y la abuela se levantó para encender la luz.

—No, déjalo —dijo Sofía—, no enciendas la luz, enciende la linterna. Una cosa: ¿vale la palabra "presumiblemente"?

—Sí, claro que vale —respondió la abuela, que ya había dejado la linterna encendida sobre la mesita de noche y estaba esperando.

—Pues a ver, presumiblemente todo lo que les sucedió o experimentaron después fue sólo a medias, pero también es cierto que, al mismo tiempo, se sintieron como aliviadas, y luego, pues también, eso, que les daba la impresión de que, hicieran lo que hiciesen, ya no era enteramente culpa suya. Se limitaban a echarse la culpa la una a la otra, o bien se decían que, después de una cosa así, uno ya no es el mismo de antes. Y hay una cosa que complica mucho este asunto, y es que hay mucha diferencia entre el extremo del principio y el del final. Los gusanos tienen principio y fin, nunca van para atrás, y ésa es la razón de que tengan sólo una cabeza en el extremo del principio, pero si Dios ha hecho a las lombrices de tal manera que se puedan partir en dos y volver a crecer como si nada, pues tiene que ser porque tienen algún nervio secreto en el trasero que les ayuda a pensar también por allí cuando llega el momento, porque, de otra forma, pues la pobre lombriz no podría arreglárselas sola, ¿no? Pero, aun así, el trasero no tiene más que un cerebro muy pequeño, y a lo mejor hasta puede acordarse y todo de la otra mitad que iba siempre por delante y lo decidía todo. Bueno, en fin, vamos a ver, y ahora —dijo Sofía, levantándose—, pues va el trasero y dice: "¿por qué lado voy a crecer?, ¿me va a salir una nueva cola o una nueva cabeza?, ¿y voy luego a seguir a la cabeza, como hacía antes, sin tomar ninguna decisión importante, o seré yo el que lo sepa todo mejor que nadie hasta que vaya y me parta otra vez en dos?". Eso sí que sería emocionante, pero también puede ocurrir que la lombriz esté tan acostumbrada a ser cola que prefiera dejarlo todo igual. Bueno, a ver, ¿lo has escrito todo tal y como lo he dicho?

—Exactamente igual —dijo la abuela.

—Pues ahora viene el final del capítulo: pero a lo mejor lo que pasa es que el trasero va y piensa que sería bonito no tener que tirar de nada, sino que sigan tirando de él, quién sabe, porque eso, la verdad, no es seguro. Bueno, nada es seguro del todo cuando está uno expuesto a que le partan en dos en el momento menos pensado. Pero, se mire como se mire, lo mejor será que la gente deje de pescar lombrices.

—Muy bien —dijo la abuela—, se terminó el tratado, y, menos mal, porque también se terminó el papel.

—No, qué se va a terminar —contestó Sofía—, ahora viene el segundo capítulo, pero ése lo pensaré mañana. ¿Qué tal te parece que me va quedando?

—Pues muy persuasivo.

—Sí, eso pienso yo también —dijo Sofía—, a lo mejor aprende algo la gente leyéndolo.

Siguieron igual la noche siguiente, y el capítulo segundo se titulaba: "Otros Animales que dan Pena".

—Dan mucha pena los animales pequeños. Yo querría que Dios no hubiese creado animales pequeños, o que los hubiese mandado hacer de tal manera que pudieran hablar, o que, por lo menos, les hubiese puesto unas caras mejores que las que tienen. A ver, punto y aparte. Pues si nos ponemos a pensar, por ejemplo, en las polillas, pues vemos que no hacen más que volar contra las lámparas, y claro, pues, eso, que se queman, pero ellas, nada, dale que te pego, y vuelan contra las lámparas. Esto no puede ser instinto, porque el instinto no funciona así, lo que pasa es que no entienden nada, y, eso, pues que siguen, dale que te pego, y luego se caen de espaldas, y se ponen a temblar con todas las patas al tiempo hasta que van y se mueren. ¿Has terminado de escribir?, a ver, dime, ¿queda bien?

—Queda estupendo —dijo la abuela.

Sofía se incorporó y gritó:

—¡Y ahora vas a poner que me cargan todos los que se mueren despacio!, ¡y pon que me cargan todos los que no le dejan a uno ayudarlos! ¿Lo has escrito todo tal y como te lo dije?

—Exactamente.

—Muy bien, así me gusta. Ahora vienen los mosquitos zancudos. A mí me caen muy bien los mosquitos esos, lo que pasa es que no hay manera de echarles una mano sin que se les rompan dos patas. ¿Por qué no pueden encogerlas, vamos a ver? Bueno, escribe que cuando los niños pequeños muerden al dentista es al dentista al que le duele, no a ellos. No, espera un poco —Sofía se quedó pensando, con la cabeza entre las manos—. A ver —añadió—, escribe: "Peces", y luego pones punto y aparte. Los peces pequeños mueren más despacio que los peces grandes, y, a pesar de todo, la gente no tiene ni la mitad de cuidado con los peces pequeños, sino que les dejan mucho tiempo tirados por las rocas, respirando aire que da pena verles, y es como cuando a la gente le meten la cabeza bajo el agua. Y luego, el gato —prosiguió Sofía—... ¿Cómo sabemos que empieza por la cabeza?, ¿por qué no se mata a los peces como es debido, en vez de dejarlos tirados por ahí? Bueno, el gato puede estar cansado, y a lo mejor los peces saben mal, y entonces empieza por la cola, y a mí eso me da ganas de ponerme a gritar. Yo grito cuando les echan sal a los peces, y cuando el agua está tan caliente que les hace saltar. ¡No como esos peces, no y no, que no los como, y a vosotros os está bien empleado!

—Dictas demasiado deprisa —dijo la abuela—, ¿escribo también eso de "os está bien empleado"?

—No, no eso no lo pongas, que esto es un tratado serio. Termina con "saltar" —se quedó un momento en silencio, luego prosiguió—. A ver, capítulo tercero, punto y aparte. Yo como cangrejos, pero no me gusta verlos hervir, porque entonces se ponen horrorosos, de modo que hay que tener mucho cuidado con ellos.

—Tienes razón —dijo la abuela, echándose a reír.

—¡Por Dios bendito, que estoy hablando en serio! —gritó Sofía—. Hazme el favor de callar y escribir. A ver, pon: me fastidian los ratones de campo. No, no pongas eso, pon: me fastidian los ratones de campo, pero, así y todo, no me gusta verlos morir. Hacen túneles en la tierra y se comen todas las cebollitas de mi papá. Enseñan a sus niños a hacer túneles y a comerse las cebollitas. Y de noche se duermen todos abrazados y hechos un rebaño. No saben lo desgraciados que son. ¿Queda bien eso de "desgraciados"?

—Estupendo —dijo la abuela, escribiendo a todo escribir.

—Y luego, pues, eso, que comen maíz envenenado, o se cogen las patas de atrás en una ratonera. ¿Está bien eso de que se cojan las patas o se les envenene la tripa y revienten!, porque es lo que yo digo, ¿qué otra cosa podemos hacer? A ver, escribe: ¿qué otra cosa podemos hacer si no les podemos castigar hasta después de que han hecho lo que han hecho, y entonces ya es demasiado tarde? Es un verdadero problema, no creas, porque, además, es que tienen niños como locos, a lo mejor un niño cada veinte minutos, y así, pues, claro, no se puede.

—Cada veinte días —murmuró la abuela.

—Y, después de tenerlos, pues, nada, que van y les enseñan, y ahora no me refiero sólo a los ratones de campo, sino a todos los animalitos que enseñan a sus niños, y son cada vez más, y todos enseñan a sus niños, y, claro, pues así salen ellos de mal educados. Y los peores son los que son tan pequeños que están por todas partes, y no se les ve hasta que se les ha pisado, y a veces ni siquiera entonces se les ve, pero una se queda con remordimiento de conciencia así y todo, y tampoco es cosa.

La verdad es que, se haga lo que se haga, pues la cosa queda igual de mal, y por eso me parece a mí que lo mejor va a ser no hacer nada, lo que se dice nada, o dejarlo y ponerse a pensar en otra cosa. A ver. Pon: Fin. ¿Queda sitio para una ilustración?

—Pues yo creo que sí —dijo la abuela.

—Hale, dibújala tú. ¿Qué tal ha quedado todo el libro?

—¿Quieres que te lo lea?

—No, deja —respondió Sofía—, no tengo tiempo ahora. Lo mejor será que lo guardes para que lo lean mis hijos.


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Autores: Tove Jansson

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