4 | LECTURAS | 28 de julio de 1999

Cambiando de tema...

por Ricardo Mariño

Artículo extraído, con autorización de los editores, de la revista La Mancha, N° 8 (Buenos Aires, marzo de 1999).

¿Cuál es, si existe, la singularidad "argentina" de nuestra literatura infantil? La primera parte de esta nota (ver La Mancha N° 7) intentó ser una descripción del campo donde se gesta esta escritura: sus productores y mediadores, los canales de circulación y los mecanismos de prestigios y valoraciones que "ordenan" el conjunto. Pero más allá de las condiciones materiales e ideológicas de producción, más allá de los escritores, el mercado, las instituciones y el propio drama de legitimación de este conjunto respecto a la literatura "seria", están los textos, sus apuestas estéticas, las tradiciones que recogen, las parcelas de realidad que eligen representar, las formas que adoptan, sus "contenidos", el tipo de diálogo que entablan con otros textos. Esta segunda parte intenta hacer algunos señalamientos al respecto.

Lo primero que impresiona a los especialistas extranjeros es el curioso predominio del cuento corto, diría, cortísimo, sobre la novela. Hay un argumento literario que podría explicar esto y es el arrastre de una tradición "cuentística" en la Argentina. Borges, el importado Quiroga, Cortázar, Arlt, Lugones, Walsh, Silvina Ocampo, Moyano, Di Benedetto, Conti, Castillo son algunos de los nombres que conforman esta tradición.

Por otra parte el cuento —el normalizado por Poe— parece el género más "natural" a los chicos. No sólo por su cortedad sino porque supone un mundo perfectamente cerrado, conclusivo y autosuficiente, este tipo de cuento responde a la exigencia infantil de que toda expectativa planteada por la narración quede satisfecha. Sin embargo sería éste un argumento común a todos los países y en el nuestro, al parecer, los chicos leen menos novelas que en otros.

Supongo que habrá alguna razón económica en una actividad editorial que comenzó con libros "pobres", de pocas páginas, y tal vez haya impuesto como costumbre la circulación de volúmenes formados por siete u ocho cuentos cortos, como parece ser la medida predominante. También habría que atender a otro hábito, en este caso de los docentes. La literatura infantil argentina circula mayoritariamente por escuelas y a las maestras les resulta mucho más fácil "trabajar" un cuento que una novela, no sólo porque se lo puede abordar en una sola clase, sino porque desde la demanda de sentido y la expectativa pedagogizante, todavía con gran peso en el mundo escolar, el cuento se presta a ser interpretado y digerido moral e ideológicamente, y con cierto esfuerzo hasta se le pueden extraer "enseñanzas". Aunque no las tenga.

Toda producción, toda suma de textos más o menos coincidentes en género, da pistas sobre los textos "distintos" con los que se relaciona, dejando pistas sobre la "biblioteca" del autor. Las bibliotecas suelen ordenarse por género: acá novela norteamericana, allá ensayo literario, por otro lado ensayo político, más acá poesía. En las bibliotecas los libros no se mezclan pero para el lector atento cada sector mantiene diálogos más o menos secretos con los restantes. La metáfora de la "biblioteca" que delata cada texto (usada por el italiano Mignolo, si no recuerdo mal y en general recuerdo mal), es particularmente productiva cuando se trata de analizar a la literatura infantil, ya que de paso ofrece un sentido suplementario en el sentido de que los libros para chicos ni siquiera se guardan en el mismo mueble que los de adultos.

Los libros para niños se apilan en la habitación del chico, junto a "subproductos" hermanos como cómics, videos y juguetes, lejos de la "verdadera" biblioteca, en un confinamiento que reproduce la distancia que la cultura oficial pone entre unos y otros. Pero, bien mirado, los libros para chicos están cerca de la mano del destinatario real y favorecidos por la compañía de cartuchos de sega, cómics, juguetes, figuritas y muñecos que les prestan el significante "diversión". Todo esto no significa que esos libros con tapas de colores e ilustración en su interior no "dialoguen" ni mantengan deudas con los serios libros del living, e incluso que, al revés, algunos de los textos para adultos no le "adeuden" literatura a los de la habitación infantil. La serie Cuento navideño - Dickens - John Irving, es uno de los cientos de ejemplos que se podrían mencionar en este sentido.

En la literatura infantil argentina se puede advertir junto a la herencia más o menos común a todos los países, algunas notas particulares y líneas características. Una de ellas es producto del cruce del cuento folklórico americano oral, la fábula, el cuerpo de mitos y leyendas regionales, la antigua picaresca española y cierta reminiscencia del género gauchesco. Los traviesos animales humanizados que respoden a esa mezcla —las obras de Javier Villafañe y Gustavo Roldán son los ejemplos más claros—, hacen gala de pícaros, suelen ser irónicos como el gaucho y en general no protagonizan secuencias argumentales complicadas sino escenas dialogadas. Pese a estar situados en ámbitos rurales estos cuentos casi no presentan regionalismos en su lenguaje, acaso respondiendo a una marca de la literatura argentina según la cual nuestro narrador básico es urbano —sobrio, medido, sin demasiado color local ni vocabulario especial—: una diferencia respecto a la literatura latinoamericana con mayor tendencia al barroquismo.

La cuestión del tono, la búsqueda de un lenguaje sobrio y preciso (herencia de las obras de Quiroga y tal vez de Borges, y en una de esas eco indirecto de la lucha de Borges contra el criollismo) tiñe de manera especial a la literatura infantil argentina y merece ser destacada en el contexto de una producción que tiene una fuerte tendencia a plagarse de adjetivos y a maternalizarse.

Otra línea temática de la literatura infantil argentina se relaciona con la representación de mundos domésticos y barriales. Una pequeña dosis de apertura hacia lo fantástico y el predominio del mundo de la cocina, el patio y el barrio y sus oficios (el panadero, el cartero, etc., invariablemente llamados "don") enmarcan a argumentos muy contenidos desde el punto de vista del espesor dramático. Estos textos suelen contener apelaciones orales dirigidas al lector virtual, onomatopeyas y cierta dulzura en la voz narrativa, como si incorporaran al texto al lector verdadero —la abuela, el padre o la madre— que le leerá el relato al chico.

Muchos libros inscriptos en las líneas temáticas anteriores responden a un par de opuestos cuyos términos aceptan diversos equivalentes según el caso: campo versus ciudad, naturaleza versus artificiosidad, barrio contra centro, casa versus edificio, animal versus hombre, etc. La literatura infantil hace una representación del primer término del par como reservorio de naturaleza, amistad, familiaridad y solidaridad, y al segundo le asigna una carga negativa o tiende a omitirlo. ¿"Atrasa" la literatura infantil representando al barrio —tal como era cuando los autores eran niños— y no al mundo de edificios, escasez de espacio, portero, ascensor, horarios rígidos, madre trabajadora, cumpleaños "animados" por empresas, largas exposiciones ante pantallas, etc., que es la realidad no de la mitad de los niños argentinos pero tranquilamente del 70% de los chicos a los que sus padres les compran libros? Personalmente no creo que haya un deber realista de representar alguna esfera deteminada de la actualidad, pero sí que, aún para la lógica interna de los argumentos que ella misma propone, la literatura infantil argentina tiende siempre a "suavizar" los conflictos.

Es como si los autores prefirieran darle la espalda a la parte de la realidad de los chicos que a ellos les suena artificiosa, poco natural, etc., y se resguardasen en la comodidad ideológica de presentar pares de opuestos que simplifican los problemas. Acaso nuestros libros infantiles no dialoguen demasiado con la cultura del dueño del cuarto (por ejemplo, con los cómics, videos, dibujos animados, jueguitos electrónicos, computadoras, etc.) y al eludir la ardua tarea de discriminar en ese mundo narrativo hiperdesarrollado donde trabajan los mejores dibujantes y guionistas del mundo, donde se producen maravillosos hechos artísticos junto con basuras efectistas de la peor calaña, pierdan de vista la enrome aptitud de los chicos de hoy para "leer" estructuras narrativas complejas y lenguajes sintéticos, y la fuerte intensidad dramática a la que están acostumbrados.

Otra tercera vertiente temática de la literatura infantil argentina, en cuanto a "mundos" representados o "visiones del mundo", es la veta humorística y absurda que probablemente venga de Lewis Carroll pero también del Cortázar de De Cronopios y de Famas y Ultimo round, y acaso de Macedonio Fernández y Borges y, sin duda, de Mafalda y el humorismo gráfico de los años 60. La literatura como diversión, el juego de palabras, el absurdo y la derrota de la moraleja, en fin, la literatura "para el recreo", como ella misma lo graficó, tiene su momento fundante en la obra de María Elena Walsh. Esta línea es la que con mayor facilidad resolvió el problema del fuerte moralismo que impregnaba a la literatura infantil de algunas décadas atrás, incluso en este subconjunto están los libros más vanguardistas formalmente, pero al mismo tiempo es donde más se advierte la debilidad de argumentos que tiñe a toda la literatura infantil argentina.

El elemento "moralizante", un arrastre del siglo XVIII, presente en todas la literaturas nacionales, infantiles o no, se transformó en un motivo de lucha para los escritores argentinos de literatura infantil que empezaron a conocerse en los años 80 y que recogieron la herencia de Villafañe y Walsh. La intencionalidad moralizante no fue desplazada de un plumazo sino que hubo una especie de transición "psi", cuyos efectos todavía perduran. Al pasar, es conveniente que se aclare que lo malo de lo moralizante es que, a diferencia de lo ético, que supone una decisión individual a partir de considerar razones, lo moral implica un acatamiento acrítico al Bien, una categoría que excede al individuo y que en general proviene de instituciones con "poder" hermenéutico.

La transición "psi" supuso un reemplazo de los contenidos morales por otros relativos a cómo viivir de manera "progresista" en el mundo contemporáneo: cómo debe resolverse un conflicto (dialogando), cómo respetar los derechos de los demás, etc. No se trata de analizar si las causas son defendibles y correctas, que seguramente lo son, y ni siquiera de verificar si hubo reemplazo de las moralejas por planteos éticos, sino de advertir que de cualquier forma persiste la inflación del elemento formativo en la concepción de la literatura infantil. La parte de la biblioteca donde se deben rastrear las lecturas que influyeron en esta concepción son los textos de psicología y de psicología social, en auge en los años setenta, y sin duda también en las ideas sobre la función social de la literatura de los mismos años. Con este cuerpo de lecturas y conceptos guarda relación la tendencia a sobreproteger al lector, suavizando los conflictos, evitando las muertes y los momentos de angustia, y también algunos planteos reduccionistas que todavía circulan y que, desoyendo justamente a Freud, aseguran que las escenas violentas del cine, la TV o la literatura producen niños violentos, o que los libros "de terror", además de ser una moda editorial, "aterrorizan" y producen efectos negativos en los lectores. Muestra de la sobreprotección del lector son, precisamente, nuestros libros infantiles de terror contenido y suavizado.

Estos señalamientos críticos son demasiado generales y dejan al margen cuestiones muy importantes. Rápidamente se me ocurre que la diferencia de "vuelo" formal entre los libros destinados a chicos menores de 11 años, por situar un umbral, y los destinados a lectores que superan esa edad (en general novelas burocráticamente realistas y convencionales) merecería alguna reflexión. Lo mismo la situación de la poesía que pocas veces resuelve con fortuna los términos "poesía" e "infantil". En todo caso es una forma de desplazar el diálogo de las cuestiones relativas a circulación y promoción del libro, continuamente revisitadas en nombre de la literatura infantil, y pasar un poco a las lecturas críticas.

Mientras los libros para chicos, más allá de todo lo señalado antes, trabajan con gran libertad de formas (parodian todo tipo de géneros, imitan la estructura de la enciclopedia, irrumpen con lo fantástico y juegan con el lenguaje), gran parte de los libros dirigidos a lectores que entran en la adolescencia acatan las covenciones más triviales o aceptan el mandato realista en su versión más chata.

¿Cuál es, si existe, la singularidad "argentina" de la literatura infantil que se produce en este país?


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Autores: Ricardo Mariño

La Mancha - Papeles de Literatura Infantil y Juvenil N° 8 - Buenos Aires, marzo de 1999