178 | FICCIONES | 12 de abril de 2006

Dos capítulos de Lo único del mundo
Novela de Ricardo Mariño

Foto de Ricardo MariñoAcompañando la participación del escritor Ricardo Mariño en el Foro de Imaginaria y EducaRed, reproducimos los dos primeros capítulos de su novela Lo único del mundo, libro que también comentamos en nuestra sección "Libros recomendados".

Lo único del mundo fue publicada en 1997 por el Grupo Editorial Norma en la colección Torre de Papel; ahora es reeditada —con revisión del autor— en la colección Zona Libre.

Imaginaria agradece a Antonio Santa Ana, editor de Norma, la autorización y las facilidades proporcionadas para la reproducción de estos textos.


Capítulo uno

I

—Empecemos de nuevo...

—Por décima vez...

—Hasta que quede claro, hijo.

—Demasiado claro lo tengo.

—Bien. Acabo de cumplir treinta y cuatro. Todavía soy joven y...

—"...tengo derecho a una nueva vida".

—Sí. Sólo que esa nueva vida no la quiero vivir ahora, cuando no me quedan fuerzas para hacerlo, sino...

—"...dentro de veinte años, cuando todo sea distinto para mí".

—Exactamente. Cuando todo sea distinto.

—¿Y dentro de veinte años cómo voy a llamarte? ¿"Hermano"? Porque vamos a tener la misma edad.

—¡Bah! Para entonces va a ser algo de lo más común. Ya hay miles de personas en centros así. En veinte años la mayoría ya habrá despertado. A nadie le va a llamar la atención. Además, la condición de padre y la de hijo no tienen nada que ver con las diferencias de edad. Es…un rol, un papel...

—Como sea, igual me quedo sin padre. Antes me quedé sin madre y ahora sin padre. Al menos hasta que tenga treinta y tres años. Es decir, volveré a tener padre cuando ya no lo necesite. ¿Para qué quiero un padre a esa edad? Además vamos a ser iguales. Me va a dar vergüenza explicárselo a mis amigos. Me van a preguntar si sos mi hermano mellizo. "Increíble, son como dos gotas de agua. No nos habías dicho que tenías un mellizo"; "no, es mi viejo": "¿Tu papá? ¡No puede ser! ¿Cuántos años te lleva?"; "Ninguno".

—Gunta, hijo... si no estuviera así, si no me sintiera tan out...

—¡No digas out!

—Si no estuviera tan... tirado, de ninguna manera lo haría. ¿Viste la publicidad de "Otra Vida"? ¿Su existencia perdió sentido? ¿Pensó en suicidarse? ¡No descarte esa idea! Sólo reconsidérala dentro de diez o veinte años, cuando todo haya cambiado y no queden rastros de aquello que lo abate actualmente. Congélese ahora, dese una nueva oportunidad y pague en la otra vida.

—Basura publicitaria.

—No seas tan duro.

—Me da asco tanta...

—¿Tanta qué?

—...blandura.

—Hijo, el día que me despierten nos encontraremos y para nosotros será...

—¡Ni lo sueñes! Cuando te despierten yo me habré cambiado el nombre y estaré viviendo en otro lado. Nunca sabrás nada más de mí.

—Además tendrás tres oportunidades para comunicarnos mientras yo esté congelado. Solo hay que...

—No quiero que me lo expliques. No pienso llamar.

—¿Por qué los jóvenes de ahora son tan intransigentes, tan…conservadores?

—¿Por qué los adultos de ahora son tan estúpidos?

 

II

El horóscopo del lunes le anunciaba a Buck Ferraguto una pésima jornada, llena de contratiempos y de desgracias. El no creía en la eficacia del horóscopo salvo en un caso: cuando indicaba mala suerte para él.

Por un momento pensó en no salir a trabajar pero luego decidió que si se quedaba en casa seguro dejarían de funcionar los reguladores de luz de los vidrios y quedaría a oscuras, o fallaría el sistema de control de la temperatura y se moriría de frío o de calor, o entrarían nubes de insectos mutantes por algún orificio, o lo insultarían y le tirarían frutas podridas las dos viejas psicóticas que tenía por vecinas.

Mientras tomaba un café pidió a su I.P. (inteligente personal) que se borrara el horóscopo y se escucharan los mensajes que le habían dejado los de la Agencia de Taxis.

"Mensaje uno: recoger a las 9:35 grupo familiar con destino a la estación espacial P-17. Parten de nuestra plataforma central".

—Siguiente —dijo Buck, mientras pensaba: "Si voy a trabajar como de costumbre al menos llevaré lejos de mi casa la ola de desgracias que me anuncia el horóscopo".

"Mensaje dos: recoger a las 14:45 a dos personas en el Instituto de Lenguas Cósmicas. Destino: Centro de Congelamiento. Uno de ellos, el joven, regresa al Instituto.

—Siguiente…

"Mensaje tres (algo como un suspiro y después se escuchó una voz de chica): Eres torpe, feo y mal vestido, y ni siquiera me queda claro qué edad tienes, pero me caes increíblemente bien, Buck. Llévame a pasear a alguna parte, no seas tan tímido. No lo soporto. Detesto a los tímidos. No sé qué pasa, debo tener imán para atraer tímidos. Pero llámame igual, Psíquica."

Buck gustaba de la chica que coordinaba las salidas de taxis en la agencia, una joven de 17 años de piel cobriza y ojos profundos, pero no se animaba a acercarse a ella para invitarla a salir, en parte, sí, por su timidez, pero también porque la chica era oscura, acaso descendiente de indígenas, bolivianos, africanos o cualquier raza no corregida genéticamente, sin contar con que en la agencia se rumoreaba que era medio bruja. A él no le preocupaba el color de la piel, de hecho le gustaba la piel de Psíquica, pero no podía no tener en cuenta que si algún día quería pasar a una ciudad de mayor nivel, una pareja oscura podría dificultarle los trámites, aunque contara con el dinero para hacerlo.

Buck terminó el café y se dirigió a la terraza de su edificio, donde tenía estacionado el vehículo. Un minuto después recogió al grupo familiar (un matrimonio con dos de esos chicos mal corregidos genéticamente) y poco después atravesó la atmósfera terrestre.

El viaje resultó un suplicio. Hasta donde había entendido Buck, el error cometido con esa clase de chicos (unos doscientos y todos en el mismo sanatorio) había consistido en incorporar multiplicadores eléctricos a las células de los músculos de los brazos, así que en el tiempo en que una persona normal efectuaba un movimiento, ellos hacían treinta. Para disgusto de Buck, los chicos hicieron el viaje agarrándose a puñetazos, pegando mocos en el tapizado, perforando el techo con sus espadas de juguete, aplaudiendo y haciendo muchas más cosas que, por la velocidad de los gestos, Buck ni siquiera llegó a desentrañar. Los padres, como si nada. Buck parecía a punto de estallar pero supo contenerse: como venía el día, pensó, si él protestaba ellos lo denunciarían a la vigilancia cósmica y terminaría demorado en un destacamento de control por lo menos diez horas.

Recién cuando dejó a esa familia en la estación espacial pudo respirar aliviado, aunque debió gastar una buena suma en un lavadero de taxis.

Al mediodía se detuvo a almorzar en "El Caimán Azul", en una miniplataforma cósmica. Comió parado en la barra, al lado de un predicador que anunciaba "el gran estornudo cósmico que barrerá con todo".

Mientras comía y trataba de no escuchar al chiflado, Back dio orden a su I.P. para arreglar una cita con Psíquica López Cornejo. Después de todo, no perdía nada con conocerla un poco más. Seguidamente subió a la terraza de la plataforma, entró a su nave y condujo hasta el Instituto de Lenguas Cósmicas.

 

III

El Instituto de Lenguas Cósmicas ("cómicas", decían los alumnos) funcionaba en un edificio antiguo concebido originariamente para una secta religiosa inventada por una agencia publicitaria. Los guionistas del proyecto desaprobaron la construcción apenas la vieron, así que el edificio fue vendido y en el mismo año, sin que las reformas lograran disimular sus fantasmales torres con forma de cucuruchos góticos invertidos, se convirtió en el Instituto de Lenguas, cuya característica más sobresaliente era un rasgo también medieval: los alumnos eran pupilos. Hacía siglos que esa forma de prisión consentida por los padres no se usaba y por esa razón ninguna ley lo prohibía.

A poco de entrar, Gunta supo que ya estaban concluidos los trámites de su incorporación —su padre los había hecho una semana antes—, por lo cual se le hacía más evidente aún la inutilidad de la larga y lastimosa discusión repetida con escasas variaciones en los últimos días, y concluida con gritos y llantos aquella misma mañana.

El joven quedó inscripto para cursar y vivir en el Instituto por dos años, hasta el momento en que, cumplidos los quince, alcanzara la mayoría de edad y la posibilidad de gobernarse por sí mismo. El señor Bilimbaum, su padre, dejaba una suma de dinero depositada para ese momento, por si Gunta decidía salir del Instituto y continuar viviendo en esa ciudad privada. Claro que la posibilidad de esa decisión era relativa, porque de hecho debía ser aprobada por las autoridades del Instituto.

En el Instituto fueron recibidos por un tipo gordo, al que después Gunta supo que llamaban "Invertebrado", quien les mostró las instalaciones mientras abundaba en elogios para la clase de educación ofrecida a los internos. Después les mostró el cuarto destinado al joven y a las dos de la tarde almorzaron los tres juntos: tal era la costumbre con los novatos.

A la tarde Invertebrado llamó a un taxista para que llevara al joven y a su padre al Centro de Congelamiento "Otra Vida". Llovía a mares, y el viaje no duró más que segundos. En la terraza del Centro, con el taxi flotando a un metro de la terraza, padre e hijo se despidieron ante la mirada perpleja del taxista, que seguía la escena desde la pantallita retrovisora del vehículo.

El padre no dejaba de hacerle recomendaciones al joven y de recordarle que en caso de necesidad podía hacer uso de los tres descongelamientos parciales a los que tenía opción según el contrato firmado. El descongelamiento definitivo se haría veinte años más tarde pero por expreso pedido del hijo podían revivirle durante un minuto algunas zonas del cerebro como para que pudieran mantener un breve diálogo a través de un dispositivo especial que convertía en sonidos los impulsos eléctricos del pensamiento.

Finalmente el padre salió de la nave cubriéndose la cabeza con ambas manos, entró al elevador y bajó a las oficinas del Centro de Congelamiento. El joven se quedó con la vista clavada en el hueco dejado ahora por el elevador, después cerró los ojos y se recostó en el asiento. Después, dijo con tono seguro:

—Lléveme hasta la estación Retiro, al piso...

—Tengo órdenes de regresarte al Instituto... —lo interrumpió con cierto agobio el taxista.

—¿Está loco? Le estoy diciendo que...

—Te entiendo, hijo. Pero ya he pasado varias veces por esta misma situación. Un padre, una madre o los dos deciden congelarse y dejan a su hijo como pupilo hasta la mayoría de edad. Lo primero que intenta hacer el hijo es escapar y vivir libre... seguramente yo haría lo mismo.

—Entonces ¡déjeme escapar!

—No puedo. Me hicieron firmar un compromiso para regresarte, me pagan bien por eso, y por sobre todas las cosas sé que si te escaparas no demorarían más de media hora en encontrarte. No habría un lugar donde los censores no detectaran tus huellas digitales. Tendrías que cortarte los dedos para tener una entera de libertad.

—¡Maldito alcahuete! ¿Cómo es que este trasto no está manejado por un robot? ¿De qué años es? ¿Quién es usted? ¿Un empleado del Instituto, disfrazado de taxista?

—Me llamo Buck Ferraguto y no soy empleado de la basura esa donde te pusieron como pupilo. Jamás trabajaría para ese instituto que de instituto no tiene nada. Es un hogar para jóvenes a quienes los padres no pueden o no desean tener con ellos ¿está claro? Y ya hay decenas de lugares así, mejores y peores. De manera que tu única jugada es tratar de pasarla lo mejor posible hasta que te llegue el momento de salir... En fin, olvidemos el asunto y vamos...

 

IV

El I.P. de Psíquica López Cornejo (un moderno Bagban 122) recibió una llamada de un viejo I.P. Shunshine t33 perteneciente a Buck Ferraguto. El Shunshine le expuso al Bagban la intención de su dueño (Buck) de invitar a salir a Psíquica.

El Bagban de Psíquica consultó la agenda de su usuaria y supo que tenía tiempo disponible para una salida, así que llamó sonoramente a la chica para que ella decidiera si aceptaba la invitación.

Psíquica, que en ese momento trataba de mover un vaso de agua con la mente, llevándolo desde la cocina hasta una mesa en el líving, al oír el llamado maldijo con todas sus fuerzas: el vaso de agua cayó desde una altura de dos metros y se hizo trizas contra el suelo.

Pese a la catástrofe, la chica sonrió al oír que el I.P. —en su muñeca izquierda— le preguntaba si era su deseo concertar una cita con Buck Ferraguto.

—¡No lo puedo creer! —exclamó, entusiasmada.

El I.P. registró la locución "no" e instantáneamente mandó la negativa al I.P. de Buck, del otro lado de la ciudad.

—¡Oh! Qué desgracia dijo Psíquica, y se dispuso a dar las órdenes necesarias para corregir ese error.

El Bagban y el Shunshine demoraron un poco en modificar la decisión anterior y al fin se abocaron a concertar la cita. Psíquica se puso a limpiar el agua derramada y a recoger los cristales, cantando alegremente, aunque entendió que por ese día le resultaría imposible obtener una buena concentración como para mover cosas con la mente.

El Bagban le dio al Sunshine tres alternativas de lugares y horarios para ese mismo día, cinco para el día siguiente y catorce para la jornada posterior. Sobre los gustos de Psíquica priorizó:

  • Pasear por calles cercanas al río artificial.

  • Asistir al Teatro Virtual Gigante para ver obras clásicas del teatro universal (de las 5300 obras del catálogo prefería Sueños de una noche de verano. De las 1.000 butacas prefería la fila 18, al centro).

  • Comer chocolates y tomar helado líquido (de melón).

  • Cenar, en el Centro de Alimentación Exótica, sector juvenil de comidas extraterrestres.

Por último, el I.P. de Psíquica indicaba:

"Advertencia: aunque sus gustos no son excluyentes, detesta absolutamente los deportes, las gigantoexhibiciones y los shows con participación del público.

El Sunshine absorbió toda esa información pero demoró una eternidad en dar su respuesta, debido a varios problemas:

1) Hacía años que las costumbres de Buck no eran alteradas por una cita con una chica.

2) El usuario le había dado la indicación de máxima prioridad al ahorro, de modo que ante cada variante de salida que le ofrecía la otra máquina, el Sunshine hacía millones de cálculos económicos.

3) El Sunshine, comprado hacía 15 años, cuando Buck era muy joven, y sin conexión con servicios de actualización de datos, desconocía que en la ciudad hubiera un lugar donde se servía comida extraterrestre, como así también sus precios y probables reacciones de Buck ante gustos exóticos.

Tantos inconvenientes complicaron el acuerdo entre los dos I.P., al punto que el Bagban en varias oportunidades le advirtió al otro: "Reconsidere la invitación de su usuario. Tal vez no esté verdaderamente decidido a salir".

Menos mal que los I.P. son máquinas sin ningún atributo humano como por ejemplo la impaciencia. De no ser así el Bagban tal vez hasta hubiera insultado al Shunshine en lugar de ofrecerle mil alternativas en su clásico lenguaje elegante.

Al fin la cita fue arreglada, aunque recién para dos días más tarde, una fecha que coincidía con las elecciones colectivas para elegir al nuevo administrador de la ciudad y al nuevo consorcio.

 

V

Sólo habían pasado dos horas cuando Gunta exigió que se hiciera el primer descongelamiento cerebral de su padre.

Para vencer la resistencia de Invertebrado y de las demás autoridades del Instituto de Lenguas y del propio Centro de Congelamiento "Otra Vida", que consideraron un verdadero desatino que se despertara a alguien cuando recién había comenzado su largo sueño, el muchacho tuvo que amenazar con romper las instalaciones, suicidarse, y llamar a un experto en leyes y contratos. De todas formas quedó claro que a ellos les daba más o menos lo mismo y que estaban acostumbrados. Incluso en una de las tantas comunicaciones un empleado de "Otra Vida" le confió al joven que había dos tipos de casos: los hijos que agotaban las tres oportunidades en menos de un mes, y los que jamás llamaban. El, Gunta, sin duda correspondía al primer grupo.

El buen resultado que tuvo Gunta con su insistencia ante las autoridades no se tradujo en una feliz comunicación con su padre. Ni bien el hombre fue descongelado —su cerebro quedó conectado al I.P. de Gunta, quien hizo la llamada desde la habitación del Instituto—, el señor Bilimbaun empezó a preguntar cómo estaban las cosas, qué cambios se habían producido en la región, qué parientes habían muerto, cuál era el actual sistema de administración mundial y cuál era el último campeón mundial de fútbol.

—Estoy ansioso por conocer todas las novedades ocurridas en todo este tiempo —sintetizó el señor Bilimbaum— ¿cuántos años han pasado ya?

Gunta tardó en darse cuenta del error y cuando intentó una explicación se cortó el lapso de descongelamiento. Su padre comenzó a desvariar penosamente hasta quedar dormido.

Una hora más tarde el joven volvió a la carga. Las autoridades otra vez opusieron cientos de trabas pero para Gunta ya estaba claro que era pura formalidad.

Esta vez el señor Bilimbaum se cercioró enseguida del tiempo transcurrido desde que se internara y no ocultó su enojo. Gunta no pudo impedir que el sermón de su padre insumiera todo el tiempo del nuevo descongelamiento. No obstante no se amilanó: dos horas más tarde logró hacer uso de la tercera y última oportunidad, marcando un verdadero récord para el Centro de Congelamiento.

Abierta la tercera comunicación, Gunta se apuró a explicarle al padre su desagrado con el Instituto de Lenguas —exageró algunas cosas y en otras dio rienda suelta a su imaginación en base a lo visto en el escaso tiempo que llevaba allí— y el padre lo entendió perfectamente.

—Lo importante entonces es que dejes una autorización grabada para que yo abandone este lugar —gritó Gunta.

—Sí, sí, claro —asintió su padre—. Yo, Roberto Elías Bilimbaum, identificación AFH 33-W-879.432, dejo constancia de...de...de... —en ese punto se durmió. Gunta sintió que su sangre se congelaba como la de su padre.

Inmediatamente apareció en la pantallita la desagradable sonrisa de dientes amarillos y enormes, como fichas de dominó, de Invertebrado —sin duda había interceptado la comunicación—, quien le anunció complacido que en media hora debería reunirse en el comedor con los demás alumnos del nivel inicial del Instituto.

El muchacho trató de pegar con el I.P. contra la pared, pero como no consiguió destruirlo de esa manera, lo desprendió de su muñeca y lo arrojó contra la ventana. El vidrio se hizo trizas y Gunta tuvo tiempo para asomarse por el agujero y alcanzar a ver cómo el aparato caía, acompañado por fragmentos de vidrios, sobre la vereda que allá abajo rodeaba a una gran piscina.

A pesar de que estaba a no menos de cien metros de altura, vio que una chica se cubría la cabeza con la mano. Otras compañeras corrieron hacia ella, la rodearon y luego elevaron la vista haciéndose visera. Gunta se quedó allí como hipnotizado.

 

Capítulo dos

I

La jornada de trabajo del martes comenzó muy temprano para Buck Ferraguto porque debía recoger a una máquina en una fábrica orbital de radares. Como su vehículo era bastante antiguo en la agencia de taxis le encomendaban los peores viajes. Nada de trasladar estrellas del espectáculo, deportistas famosos o esposas de millonarios. A él le estaban destinados los traslados de perros falderos, macetas con plantas, ancianos que salían a pasear por el cosmos y se descomponían, máquinas sin importancia, juguetes que algún niño olvidaba en la casa de un amiguito, y estudiantes pobres que ahorraban viajando de ese modo.

Estacionó en la explanada de la fábrica de radares y a los cinco minutos vio abrirse una puerta y avanzar hacia él a una persona, que cuando estuvo cerca resultó ser un robot, en verdad "una" robot, porque no sólo tenía aspecto de mujer sino que lucía una gran panza. La robot saludó desde afuera y se introdujo en el taxi con cierta vacilación.

La orden era trasladarla hacia un puesto de venta que la misma fábrica tenía en una estación orbital que giraba sobre el Pacífico y hacia allí Buck enfiló su taxi mientras trataba de recordar quién le había hablado sobre una nueva generación de robots capaces de reproducirse.

Marcó en la pantalla la ruta a seguir y echó un vistazo al monitor donde aparecía la imagen del sector de pasajeros en cuyo tercer asiento de la fila central se había sentado la robot.

"Los fabricantes se esmeran por dotarlos de actitudes humanas", se dijo al reparar en por qué había percibido algo extraño en ella: porque al ingresar al taxi había dudado al elegir asiento. En lugar de optar por el asiento libre más cercano, como corresponde a una máquina, la robot pareció "pensarlo" un momento y luego "eligió" el tercer asiento en la fila del medio. Buck dedujo que los fabricantes le habrían agregado opciones azarosas y el truco de un segundo de vacilación, para que diera la sensación de tener gustos o caprichos humanos.

El viaje no era largo pero sí complicado porque obligaba a transponer tres cruces de rutas cósmicas donde seguramente recibiría la orden de detenerse a esperar que pasaran naves de mayor tamaño. Los ingenios controladores del tránsito detectaban en la espera de vehículos al antiguo trasto de Buck y lo ponían como última prioridad para cederle el paso.

Precisamente estaba en una de esas esperas que lo enfurecían tanto cuando se le ocurrió preguntarle a la robot si en verdad estaba "embarazada".

El odiaba y temía a los robots. No soportaba el tonto comportamiento de estas máquinas ni su ilimitada capacidad de trabajo, y por supuesto lo inquietaba la constante evolución tecnológica que los hacía más completos y mejores cada nueva generación.

El asunto del "embarazo" le había llamado la atención desde que se lo contaron. En lugar de utilizar sus líneas de fabricación para crear nuevos robots, una compañía sueca había inventado un robot-hembra capaz de crear en su interior una criatura igual a ella, con todos sus recursos, programas y memorias, además de la increíble posibilidad de aumentar de tamaño a medida que transcurría el tiempo.

Buck no aguantaba más. Sin dejar de vigilar los controles se puso a caminar nervioso. De pronto se asomó a la parte trasera:

—¿Le molesta que fume? —le preguntó, pensando que con esa tonta pregunta podría averiguar si se trataba de una robot "embarazada". Ni bien la hizo, pensó: "soy un imbécil".

—Respire humo con tranquilidad, señor. Y no se preocupe por mí: yo no respiro.

¡Esa maldita voz! Con todos los adelantos existentes los fabricantes no se habían preocupado por ponerle una voz que no sonara así, como si un humano hablara adentro de una cacerola.

—Qué raro un humano haciendo este trabajo —comentó la robot. Eso terminó de enfurecer a Buck. ¿Por qué le dirigía la palabra? ¡Qué se creía! Que él, un humano verdadero con abundante sangre corriéndole por las venas y un verdadero y palpitante corazón de carne iba a dialogar con una "cosa"?

—¿A mí me dirige la palabra? ¡Quiere conversar! —exclamó Buck como hablándole al techo— ¡Bárbaro! Armemos una charla entre usted, el asiento, mis zapatos y yo! ¡Total! Todos somos iguales. ¿Qué tal don asiento? ¿Cómo anda su compañerito de la izquierda, don zapato derecho?

La robot pareció entender la ironía de Buck o al menos se mantuvo callada un rato. La nave retomó la marcha automáticamente y poco después fue Buck quien, sintiendo que se había extralimitado, pasó a la cabina de pasajeros y reaunudó la conversación:

—Así que le parece raro que un humano esté manejando un taxi... ¿Sabe una cosa? Para mí es algo que deberíamos considerar natural. En mi opinión, todos los humanos deberían trabajar.

—¿Y qué haríamos nosotros?

—No sé. Tal vez deberían ser usados como adorno. O para apoyar ceniceros, qué se yo. Personalmente estoy orgulloso de este taxi anticuado y lento que necesita de un humano que lo controle. Odio esos taxis modernos que se manejan solos o mediante robots. Y odio que la gente holgazanee todo el día mientras los robots trabajan.

—Es un vehículo curioso. Muy bonito. Ya no se ven de éstos.

—Claro. Quién va a querer estar horas y horas manejando cuando puede quedarse en su casa viviendo de la renta que le dejó el único miembro de la familia que a lo mejor trabajó hace doscientos años ¿no? Pero yo estoy a favor del trabajo. Me gusta cansarme trabajando. ¡Me repugna la vida moderna!

—Nosotros los robots, no podemos sentir eso. Me refiero a lo del cansancio.

—Claro, qué esperaba.

Buck había vuelto a la parte delantera donde solía jugar interminables partidas de ajedrez con la memoria de la nave mientras esta se dirigía plácidamente hacia el rumbo indicado. Estaba enfrascado en encontrar una salida para su amenazada reina, cuando escuchó ruidos inclasificables provenientes del sector de pasajeros:

—¡Ullllllll! ¡Pgggggggg! Rrrrrrrr...

Miró en la pantalla y vio la cara de la robot en una extraña expresión.

—¿Qué pasa? —se preguntó Buck, y luego corrió hacia donde estaba la robot.

—Agggghhhh...fiuuuuuu...

—¿Qué pasa? —volvió a preguntar Buck sin entender por qué a la robot le cambiaba el color de los visores de la frente y emitía esos sonidos. Pero enseguida vio con horror que la robot se tocaba la panza con los dos, únicos dedos de cada mano. Al notar que el vientre se movía, Buck comenzó a retroceder con una sensación de terror y asco.

—¿Qué ocurre? ¿Qué está pasando? ¡Oiga! ¿Me escucha? —gritó Buck, pero la robot parecía haber perdido alguna facultad artificial. Buck escapó entonces a la cabina de mando y cerró la puerta. Apoyó su espalda contra el marco y ahí se quedó, tratando de normalizar su respiración.

—¿Qué le está sucediendo? —se preguntó. En ese instante escuchó un fuerte ruido, como si se hubiera desplomado un mueble. Al girar la cabeza hacia la cabina de pasajeros vio que la robot estaba caída en el suelo. Pero no fue eso lo que lo atemorizó.

—Una cosa...se mueve ahí —balbuceó, señalando la panza de la robot. La frente comenzó a sudarle a mares y sintió que estaba a punto de desmayarse. Escuchó un débil pedido de auxilio:

—¡Ayúdeme! —imploraba la robot.

—¡Pero si sólo es una máquina! —estalló Buck, pasando a la cabina de pasajeros— ¡Una maldita máquina inventada para producir ropa, aparatos, jugos, fiambres, luces y todas las porquerías habidas y por haber que necesitamos los humanos y que no tenemos ganas de fabricar con nuestras manos! ¿Qué clase de hijo de puta inventó estos robots?

—¡Ayúdeme!

—¡Basta! ¡Silencio, cachivache horrible! Tu maldita empresa me paga por trasladarte, no para hacer de enfermera, monstruo! Y como sigas hablando te arrojo al espacio.

—Está...gggggg... por nacer... mi hijo —escuchó Buck que decía la robot. La palabra "hijo" hizo un efecto terrible sobre él: comenzaron a temblarle las piernas. Se quedó con la boca abierta, casi paralizado, a centímetros de la robot que cada tanto vibraba un poco y emitía extraños sonidos.

Confundido, Buck reparó en su panza: por ahí comenzaba a abrirse una especie de ventanita y por el agujero asomaba algo así como una arrugada bocha con antenas: una pequeña cabeza de robot, empapada en aceite, una cosa inclasificable y monstruosa, que repitió el mismo movimiento varias veces, intentando asomar, aunque sin duda estaba atascada.

Como si no dependieran de su decisión, las manos de Buck avanzaron lentamente hacia esa cabeza y la acariciaron.

—¡Maldición! ¿Qué estoy haciendo? Me ensucié las manos. ¿Estará sufriendo? ¿Le duele, señora? ¿Qué estoy diciendo? ¿De dónde agarro? ¿Y si se rompe? ¿Cómo sale esta cosa de acá? ¡Hacen una máquina y no dejan a mano las instrucciones! ¿Con qué saco esta cosa? ¿Dónde hay una herramienta? —Buck estaba enloquecido y no sabía cómo agarrar al pequeño robot.

Al fin, sin pensar en lo que hacía, lo tomó suavemente por la parte de la cabeza que sobresalía y tiró moviéndola a un lado y a otro. Segundos después logró sacar completamente al "bebé" y se quedó abrazándolo como si alguien quisiera quitárselo.

—Tiene que desconectarlo... —gimió la robot.

—¿Eh? ¿Está loca? ¡Morirá! —dijo Buck, como si acabara de despertar. La robot sonrió.

—No. Es al revés. Tiene que desconectar ese cable que le sale de ahí. Y tranquilícese, no puede morir. Y tampoco vivir, claro.

Con toda delicadeza Buck agarró el cable, cerró los ojos y tiró de él.

—Buenos días... —dijo una horrible voz de pito.

—¡Habla! exclamó Buck.

—¡Hijo! gritó la robot.

—¡Mamá!

Buck le pasó el bebé robot y se quedó allí a horcajadas, maravillado, viéndolos abrazados. Después se dejó resbalar hasta que su espalda quedó apoyada en la pared. Cerró los ojos, exhaló una increíble cantidad de aire y se echó a reír y a llorar de una manera que no se parecía ni a reír ni a llorar.

—Uf —creo que me siento mal —suspiró Buck mientras su mente hacía espacio para cien preguntas sin encontrarle respuesta satisfactoria a ninguna.

—Lo llamaré Azúcar —dijo finalmente la robot.

—¿Y quién es ése señor? —preguntó Azúcar— ¿Es papá?

—¡No! —gritó Buck.

—No, no es tu papá —le explicó la robot—, pero puedes preguntarle si no desea ser tu padrino.

—¿Yo? ¿Padrino de un...?

—¡Quiero que seas mi padrino! —exclamó el pequeño Azúcar.

—En...can...tado respondió Buck.

Lo que restó del viaje fue más aliviado para el taxista, aunque Azúcar no dejó de hacer preguntas:

—¿Qué quiere decir "padrino"?

—¿Qué quiere decir "asiento"?

—¿Por qué Buck dijo "me siento mal"? ¿No sabe sentarse?

—Se dice "nave espacial" o "nave especial"?

—¿Yo puedo manejar una nave espacial?

—¿Qué es un niño? ¿Yo soy un niño? ¿Buck es un niño?

—¿Estamos por descender? ¿Qué es "descender"?

Para cada una de las preguntas de Azúcar la madre tenía una respuesta. Aunque su desagradable voz seguía siendo la misma, a Buck le pareció que en el tono de la robot y en su infinita paciencia había algo dulce que no había percibido antes del nacimiento de su hijo.

—Es normal que pregunte tanto —le explicó la robot a Buck—. Está programado para que lo haga constantemente durante los primeros meses, así enriquece su centro de almacenamiento de datos y puede actualizarse a sí mismo.

—Ah...

—¿Qué es "programado"? ¿Y "constantemente"? ¿Y "enriquece"? ¿Y qué quiere decir "almacenamiento de datos"? ¿Y "actualizarse", qué es? —preguntó entonces Azúcar. Buck pasó a la cabina de mando un poco confundido.

Poco después arribaron al destino acordado. La robot se despidió con palabras de agradecimiento y Buck estrechó su mano y acarició la cabeza de Azúcar, aunque con cierta rigidez.

—Adiós, padrino —dijo el pequeño y Buck no supo qué contestar. Se quedó parado en la puerta de la nave, mirando a los dos robots que entraban a lo que parecía ser el depósito de un gran establecimiento de ventas de autómatas.


Lo único del mundo. © 1997/2006 Ricardo Mariño, Grupo Editorial Norma. Buenos Aires, abril de 2006.

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