92 | FICCIONES | 18 de diciembre de 2002

Seis capítulos de Rafaela, de Mariana Furiasse

Foto de Mariana FuriasseLa novela Rafaela, de la escritora Mariana Furiasse (foto), resultó ganadora de la edición argentina del Premio de Literatura Infantil "El Barco de Vapor" 2002.

Rafaela es una obra "escrita a la manera de un diario personal, construida alrededor de una fuerte voz autónoma, pero con presencia de muchas otras voces. Una chica que construye su relato desde la experiencia de sentirse diferente, en un mundo/espejo que le exige devolver imágenes idénticas a las chicas y chicos de hoy. La posibilidad de enfrentar ese sentimiento crece a medida que se despliega el relato. Lo que se lee es la escritura de una subjetividad que habilita la identificación por la emoción y el reconocimiento".

Por gentileza de Ediciones SM Argentina, editorial organizadora del evento, reproducimos los seis primeros capítulos de Rafaela:


Rafaela

por Mariana Furiasse

Los kilos me pesan. No tanto como me pesan las miradas. Me llamo Rafaela Rivera y tengo 16 años. No me veo redonda pero muy poco puedo parecerme a esas modelos de la tele. Me harté de escuchar el típico "Tenés una cara preciosa" mientras piensan "lástima el cuerpo". Incluso me lo han dicho: "Vos con unos kilos menos serías una diosa". Mi cara, lo admito, es linda pero quiero pensar que algún beneficio tenemos que tener las mujeres de caderas anchas.

Sé, en cambio, perfectamente, los beneficios de ser delgada hasta los huesos. "Flaca zaraca", como dice mi abuela. Lo sé porque tengo dos ejemplares en casa. Que no he podido imitar. Mamá y mi hermana. Sí, la abuela también pero no vive con nosotras.

Me he cansado de ver bailar a mis amigas y me resigné a que eso para mí no es. Los varones y yo nos relacionamos históricamente sin relación alguna. Ni amigos, ni novios, ni nada.

Además, soy tímida. Y callada. Y las cosas que me gustan no las puedo compartir con mis amigas. Me gustan los libros, el cine y el teatro y otras cosas arriesgadas. Pero, por sobre todas las cosas, amo mi violín desde que cayó en mis manos luego de que papá se fue. "Papá tocaba el violín como los dioses", dice mamá siempre que acepta hablar de él.

Voy a bailar de vez en cuando para estar con las chicas, pero no porque me guste el apretujamiento de gente y que todo el mundo observe y se muestre. No me gusta mostrarme, ni que me observen.

En el autorretrato que me pidieron en el colegio tengo que incluir lo físico. Incluiré solo la cara, el resto del cuerpo no existe. O existe en abundancia. Por lo tanto, de mí puedo decir que tengo la cara redonda y la piel color durazno (lo dice el abuelo). El pelo largo, del mismo color de un carozo de durazno, un morado intenso. Los ojos azules y la mirada de hielo. Esto último acotado siempre por mamá: "Vos tenés una mirada que lastima". Y puede ser, porque de alguna forma me tengo que defender de las cosas que pasan. Me encanta tener la mirada de hielo.

Seguramente jamás llevaré esto al colegio porque no me interesa que lo lea nadie, ni siquiera Ana, que es la profesora que más quiero. La única que sabe que existo, ahí, en el fondo del aula. Porque con los profesores tampoco me llevo. Ni me van ni me vienen.

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Mamá se llama Nadine. Que siempre me sonó a nada. No entiendo cómo la abuela le eligió semejante nombre. Nunca me llevé bien con mamá. Es la verdad. Jamás nos entendimos y Aitana es tan parecida a ella que con mi hermana tampoco la relación ha sido de lo mejor. Pero admiro a mamá porque se ocupó sola de todo desde que papá se fue. Obvio que están los abuelos pero nunca vivimos con ellos y mamá se las ingenió para criarnos. Pero una cosa no quita la otra. Mamá es el extremo opuesto a mi persona.

Odia mis zapatillas. Odia que sean eternas en mis pies a medida que crezco. Odia la ropa grande y el pelo largo, la cara lavada. Y mis caderas anchas. Mamá es el ejemplo de una modelo mamá, que no es exactamente una mamá modelo. Vamos por la calle y todos los hombres, todos, hasta los chicos de mi edad, la miran. Y la miran no solo a ella, con Aitana pasa lo mismo. Si parecen hermanas más que madre e hija. La mía es una familia de mujeres bellas y yo soy la excepción.

Mamá trabaja demasiado. Mucho. Ahora que estamos grandes sale con sus amigas. Y no nos vemos tanto. Pienso, cada vez más, que se ha casado tan joven y nos ha tenido tan pronto a las dos que ahora, con sus cuarenta y pico, recién está disfrutando de lo que antes se privó.

Pese al parecido entre mamá y mi hermana dudo de que lo mismo le pase a Aitana. Ella sí la está pasando bárbaro a su edad. En casa no para. Empezó la facultad este año. Estudia comercio exterior. Y ahora tiene los amigos del secundario y los de la facu. Todo un caos de amigos y teléfono que no para de atender. La llaman muchos chicos pero novio, por ahora, no le he conocido.

Aitana de papá no habla. No existe para ella. Es rara, Aitana, porque tiene un carácter terrible pero cuando está de buen humor nadie a su lado puede estar mal. Ni siquiera yo. Con el tiempo me di cuenta de que Aitana es de esa gente, escasa, a la que todo el mundo quiere tener cerca. Cuando se ríe, cuando nos reímos, mejor dicho, en ese momento siento que somos hermanas. Tiene la risa contagiosa como yo. Y se ríe de todo, hasta de ella. Cuando está de malhumor todo le molesta. Te mira como si te fuera a atravesar con la mirada. Ella también tiene mirada de hielo.

Admito que me siento más cómoda con Aitana que con mamá. Porque mamá eso de hacer sentir bien a los demás no lo logra en absoluto. Mamá es ella y solo ella. A veces me pregunto si me conoce, si sabe quién soy y qué pienso. Lo dudo.

Aitana sabe. Entiende poco y comparte menos, pero sabe. Cuando está triste me pide que le toque algo en el violín. Viene a la noche cuando estoy leyendo en la cama antes de apagar la luz, se sienta al lado de mis pies y me acerca el violín. Me escucha con los ojos llenos de lágrimas. A veces llora. Yo no digo nada, solo toco. Ahora me doy cuenta de que cuando Aitana me escucha tocar, en realidad lo está escuchando a papá.

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Siempre pienso que papá se fue espantado por mamá. No entiendo por qué no nos viene a ver a nosotras. Eso sí no lo entiendo. O por qué no la ayuda a mamá a mantener la casa. Aunque ella siempre aportó más que él. Mamá es abogada y papá es profesor de violín. Papá se fue cuando yo era tan chica que apenas me acuerdo de su pelo lacio que le llegaba a los hombros y de su olor. Podría reconocerlo por el olor. Quedaron pocas fotos. Sobre todo de mamá y él, y de ellos con Aitana. Ella pudo disfrutarlos más. En cambio, yo casi ni me acuerdo. Me enteré un poco por lo que me han contado y otro poco por escuchar detrás de las puertas, cosa que no debe hacerse pero que me ha servido de mucho. Sé que se fue un día con su violín (dejó el otro, que uso yo) y una valija, y nunca más se supo de él. Que volvió alguna vez y mamá no quiso ni verlo. Y desde entonces no sé nada.

Digo que se habrá ido decepcionado con mamá, porque ahora que estoy más grande no entiendo cómo mamá y papá pueden haber estado juntos. Dicen que los opuestos se atraen pero no creo que sea para tanto. Federica, mi abuela, madre de mi mamá, es la única que piensa que papá era muy bueno y no entiende qué puede haber pasado. Igual le parece terrible que se haya ido así y no tenga contacto con nosotras. Sobre todo, eso. Pero de él antes de irse habla bien. Mamá lo detesta (por no decir odia, que suena demasiado fuerte aunque eso le debe pasar) y no comprende qué la llevó a estar con él. Yo no lo odio. Me gustaría verlo. Porque quiero mostrarle cómo toco el violín. Suena idiota. Pero es la verdad. También quiero saber si el olor que recuerdo es el de él.

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Vivimos en una casa. Grande. Cada una tiene su habitación y mamá, además, tiene un estudio con archivos y sus libros. La cocina es enorme. La utiliza más que nadie Tina, que es la señora que trabaja en casa. Tina y yo, porque me encanta cocinar. Mamá apenas sabe hacer fideos y se le pasan. Aitana algo cocina, pero lo que más le gusta es comer. Cada vez que la observo no dejo de preguntarme dónde mete tanta comida. Porque es un palo de flaca.

La cocina da al patio, terreno de Minerva. Minerva es la perra, un miembro más de la familia y mi compañera de las noches en que las dos nos quedamos solas comiendo helado (yo, ella no) mirando una película. Paso muchas horas sola. Sobre todo los fines de semana, pero no es algo que me preocupe, todo lo contrario. Me gusta la casa tranquila, y no me da miedo de que entren ladrones. La mayoría de los sábados a la noche estoy sola.

Típica escena de sábado. Mamá hablando por teléfono horas con sus amigas. La mayoría divorciadas como ella. Arreglan algo para más tarde. Mamá corta y le pregunta a Aitana si va a salir. Aitana sale siempre. Y mamá camina hasta el teléfono avisando que va a llamar a las chicas, que para qué salir, que se va a quedar a acompañarme. Entonces yo, que no quiero ser la causa de su aburrimiento un sábado en la noche, le digo que vaya, que no se preocupe por mí. Que se lleve el celular y cualquier cosa que necesito le aviso. Mamá viene, me da un beso y me ofrece llevarme al video para alquilar algunas películas. Siempre me quiere comprar comida en la rotisería de la avenida. Y siempre le digo que no. Que me cocino yo. Más tarde se visten las dos, preguntándose mutuamente cómo están. Yo miro. Sobre todo, el ritual del maquillaje, en el que cada una en su baño parece un calco de la otra. Mamá se arregla el flequillo rubio y se acomoda las puntas que le alcanzan a los hombros. Aitana se pone una vincha mínima y se eriza con gel el pelo corto que lleva detrás de la vincha. Se lo cortó casi como varón luego de tenerlo como yo de largo. Le queda hermoso. Porque Aitana tiene una cara especial. Generalmente mamá se pone un vestido y Aitana, pollera, sandalias y una remera. Y se van las dos. Cada una por su lado. A Aitana la pasan a buscar las amigas y mamá pasa a buscar a las suyas.

Minerva me mira desde el comienzo de la escalera, vaga para subir. Espera que me ponga el pijama y baje a cocinar. Los sábados le hago unas mezclas que resultan más que delicias para cualquier perro. Después de comer nos acomodamos frente al televisor. Sé que mamá odia que la perra se suba al sillón porque lo llena de pelos. Pero mamá sale y no se entera y antes de que vuelva sacudo mucho los almohadones.

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Voy a un colegio mixto. Pero no es así mi relación con los demás. Para nada. Digamos que voy, me siento en el último banco y no existo hasta que vuelvo a salir. No es que tenga mala relación. No tengo. No me hablan, no les hablo. A los varones, digo. Hay un grupo de chicas, mis amigas, con las que estoy en el colegio desde el jardín. Las más más amigas somos cuatro. Ellas en general se llevan bien con todos. En el curso hay dos personas a las que mis compañeros no tienen en cuenta. A mí y al (estoy pensando cómo definirlo) soberbio, insoportable, creído de Fabián. Que se sienta adelante, que siempre levanta la mano, al que ni los profesores se bancan ya. No puede parar de llamar la atención. Los chicos lo gastan siempre. Las chicas lo ignoran y las entiendo porque no lo aguanto. Conmigo es distinto, a mí nadie me molesta. Dudo incluso de que algunos compañeros sepan que existo. Ni hablemos de que sepan mi nombre o algo así. Las chicas sí, saben, pero me relaciono únicamente con mis amigas.

Cuando termine el secundario no tengo ni idea de qué voy a hacer. No creo que vaya a estudiar música. A veces pienso en algo y después, en otra cosa. Pero igual me queda un año de colegio. Aitana decidió qué hacer a último momento, cuando ya comenzaba el año en que tenía que ingresar a la facultad. Yo no me imagino trabajando en algo. No porque no me vaya a gustar. No me imagino en una oficina con una computadora delante. No me imagino nada.

Ni abogada, ni profesora de violín. Para eso están mis papás.

Tampoco comercio exterior. Eso es para Aitana.

Rosario va a ser pintora. Y escultora.

Tania, psicóloga.

Wanda, maestra jardinera.

Yo no tengo la menor idea.

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Al final, mi autorretrato fue desastroso, patético, porque no fue el verdadero. Escribí algo así nomás en el auto, a la mañana, cuando mamá me llevaba al colegio. Una porquería y además tuve que leerlo delante de mis compañeros. Vamos a ir leyéndolos de a poco. Y justo la primera tuve que ser yo. Ni mis compañeros ni la profesora se dieron cuenta de la estupidez que estaban escuchando. Si ni me conocen, cualquier cosa que diga de mí misma se la pueden creer. No me animé a leer el verdadero. Tampoco sabe mi profesora que por su pedido me he puesto a escribir de mí, sin saber por qué. Sé que las chicas escriben un diario, o escribían. Diario, algunas; otras, agenda. Pero a mí nunca me interesó y ahora no puedo parar. Igual, escribir me gusta desde siempre. Por eso no me costó inventar el autorretrato.

Los otros que leyeron dijeron: "Soy de tal o cual equipo, me gusta tal o cual cosa. Me veo de tal o cual manera. Pienso que…, etc., etc.". Así. Creo que nadie escribió de sí mismo con absoluta sinceridad. Nadie. Excepto Rosario, hablar de ella, de lo que piensa y siente no le da nada de vergüenza. A veces me pregunto cómo siendo tan distintas podemos ser tan amigas. Creo que es porque ella me acepta como soy y lo mismo hago con ella. Cosa que no me pasa con demasiada gente. Ella ve cosas en mí que yo no veo. Siempre me dice que valgo mucho, que tengo mucho para dar. A Rosario la conocí en el jardín. En un acto. De eso me acuerdo bien, hay otras cosas de las que ni me acuerdo. Estábamos en un acto de jardín, en el escenario, y yo, que no había querido actuar, corría el telón para acá y para allá. Rosario, que siempre quería actuar, era en ese caso la protagonista de la historia. Parada ahí en el medio, toda emperifollada y pintada y con los bucles castaños cayéndole sobre la cara. Tenía que decir unas palabras. Poquitas y ahí terminaba y yo corría el telón. Y aplausos. Pero Rosario se quedó dura, porque se olvidó de la letra. Con los brazos pegados al cuerpo. Desde la parte de atrás del escenario se le veía el puchero. Yo ni me acuerdo cómo fue que se me ocurrió y le empecé a soplar. Y ella dio vuelta la cara para atrás y me miró con los ojos llenos de lágrimas. Y empezó a repetir lo que yo decía y al final se acordó y terminó ella sola. Y yo por lo bajo seguía diciendo la letra como para ayudarla.

Desde el acto que somos amigas.

Portada del libro

Los textos fueron extraídos, con autorización de los editores, de Rafaela, de Mariana Furiasse (Buenos Aires, Ediciones SM, 2002. Colección El Barco de Vapor; Serie Roja).

Imaginaria agradece a Susana Aime, de Ediciones SM, las facilidades proporcionadas para la reproducción de estos textos.


Mariana Furiasse (marianafuriasse@yahoo.com) nació en 1976 en Rosario, provincia de Santa Fe. Luego de vivir en San Lorenzo (pcia. de Santa Fe) y más tarde en Bahía Blanca (pcia. de Buenos Aires), a los 18 años se trasladó a la ciudad de Buenos Aires donde vive actualmente.

Cursó estudios de la Licenciatura en Historia en la Universidad Nacional del Sur y de la Licenciatura en Letras en la Universidad del Salvador. En este momento se encuentra cursando la carrera de Artes en la Universidad Nacional de Buenos Aires.

Realizó talleres de escritura creativa con la Profesora Mercedes Mainero. Como docente integra el Taller de la Ventana en la Feria del Libro.

En 1999 su novela Candela (Quito, Editorial Libresa, 1999) ganó el Primer Premio en el Concurso Internacional de Literatura Infantil "Julio C. Coba" en Ecuador.


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