32 | EVENTOS | 23 de agosto de 2000

Concurso Terminemos el Cuento 2000 (Bases para Argentina)

El Grupo Santillana, a través de su editorial Alfaguara, y en forma conjunta con Unión Latina, convocan a jóvenes argentinos de entre 14 y 18 años, a participar de una nueva edición del Concurso Terminemos el Cuento. El evento, que se desarrolla paralalelamente en varios países latinoamericanos, fue declarado de interés educativo por el Ministerio de Cultura y Educación de la Nación.

Bases

1 - Podrán participar en el concurso todos los jóvenes residentes en la República Argentina, cuyas edades estén comprendidas en el período del 1 de enero al 31 de diciembre de 2000, entre los 14 y 18 años.

2 - Aquellos que deseen participar en el concurso deberán redactar el desenlace del cuento titulado "El Packard negro", iniciado por la escritora Sylvia Iparraguirre, que se adjunta a estas bases. El desenlace del cuento deberá redactarse en idioma castellano, ser original e inédito, estar escrito por una sola persona, en una extensión de 2 páginas, tamaño Din A4 (210 x 297 mm), mecanografiadas a doble espacio por una sola cara. Deberán enviarse 2 originales cosidos o encuadernados junto al relato que se finaliza. Cada original irá firmado, y se indicará el nombre, apellidos, dirección y teléfono de contacto del participante. Con los originales será imprescindible adjuntar declaración firmada por los padres o tutores del participante, indicando sus datos personales, documento de identidad, autorizando a su hijo a participar en el concurso y manifestando que aceptan expresamente las bases y condiciones de este concurso.

3 - Uno de los originales debe enviarse a la sede del Grupo Santillana, sita en la calle Beazley 3860, (1437) Buenos Aires (Argentina), y el otro a Unión Latina, Azcuénaga 1517, 2º "E", (1115) Buenos Aires (Argentina), indicando claramente en cada sobre "Concurso Terminemos el Cuento 2000". El plazo de admisión de las obras se cerrará el 15 de septiembre de 2000, tomándose como comprobante de la fecha de envío el sello postal del correo empleado. Las entidades organizadoras no se hacen responsables de las posibles pérdidas o deterioros de los originales, ni de los retrasos o cualquier otra circunstancia imputable a los servicios de correos o a terceros que pueda afectar a los envíos de las obras participantes en el concurso. Una vez hecho público el fallo, los originales no premiados y su copia serán destruidos sin que quepa reclamación alguna en este sentido.No se mantendrá correspondencia con los remitentes ni se facilitará información alguna relativa al seguimiento del concurso.

4 - El jurado estará compuesto por un mínimo de 3 y un máximo de 5 miembros, dos de ellos representantes de las entidades convocantes, y el resto, entre los que se eligirá un Presidente, destacadas personalidades del mundo artístico y literario de Argentina.La composición del jurado no se hará pública hasta el mismo día de la concesión del premio.

5 - El premio se otorgará a aquella obra de las presentadas que por unanimidad o, en su defecto, por mayoría de votos del jurado, se considere merecedora de ello. En caso de discrepancias el Presidente tendrá voto dirimente, pudiendo quedar desierto el concurso si a juicio del jurado ninguna obra merece ser premiada.

6 - El fallo del jurado será inapelable y se hará público en un acto que se celebrará durante el mes de noviembre de 2000, reservándose las entidades organizadoras el derecho a modificar esta fecha a su conveniencia; en cualquier caso, el fallo deberá producirse antes de las fechas previstas para el disfrute del premio.

7 - Se entregará un único premio no canjeable al ganador, consistente en un viaje cultural a Madrid (España), de una semana de duración a disfrutar en el mes de diciembre de 2000.

8 - La obra premiada será editada junto con el resto de los relatos ganadores, por el Grupo Santillana bajo el sello Alfaguara y comercializada en los países en que el concurso se haya convocado. Para la publicación de la obra al menos deberán existir ocho relatos ganadores en el conjunto de los países que han convocado el concurso.

9 - El autor del relato ganador, representado por sus padres o tutores si fuere menor de edad, cede al Grupo Santillana bajo el sello Alfaguara el derecho exclusivo de reproducción y distribución, comunicación pública y traducción a todos los idiomas de su relato, en todas las modalidades de edición y para todo el mundo, con posibilidad de cesión a terceros, por el plazo máximo de duración que para cada modalidad a ejercitar establezca la legislación aplicable en materia de propiedad intelectual. El Grupo Santillana bajo el sello Alfaguara podrá realizar cuantas ediciones decida de las obras, siendo la modalidad principal en rústica, de un mínimo de 1.000 y un máximo de 50.000 ejemplares. Se fija una franquicia de 50.000 ejemplares a favor de la Editorial sobre la cual no percibirá remuneración alguna.

10 - El autor del relato ganador se obliga a suscribir el oportuno contrato de edición según los términos expuestos en estas bases y en la legislación de Propiedad Intelectual, y cuantos contratos y documentos sean necesarios para la protección de los derechos de explotación cedidos.

11 - El ganador autoriza expresamente a las convocantes a utilizar con fines publicitarios su nombre e imagen en los actos de presentación y material promocional que la Editorial considere apropiados para la mejor difusión de la obra.

12 - La participación en este concurso implica de forma automática la plena y total aceptación, sin reservas, de las presentes bases y el compromiso de no retirar la obra una vez presentada al mismo. Para cualquier diferencia que hubiese de ser dirimida por vía judicial, las partes, renunciando a su propio fuero, se someten expresamente a los Juzgados y Tribunales Ordinarios de Argentina. (Bases depositadas ante el Escribano Público Miguel Angel Terceño).

Para mayor información dirigirse a:

Grupo Editorial Santillana
Beazley 3860
(1437) Buenos Aires

Tel: (54 11) 4912-7220 / 7430
Fax: (54 11) 4912-7440
E-mail: info@santillana.com.ar
Web: http://www.santillana.com.ar


El Packard negro

por Sylvia Iparraguirre

Fue en la época en que los dos salían los domingos a buscar un auto de la década del cuarenta. El verano anterior, imposibilitados de irse a cualquier parte (su relación con el dinero era remota), se habían dedicado a recorrer barrios de Buenos Aires como si fueran turistas: Parque Centenario, Saavedra, Barracas, Devoto. Se trataba de mirar todo, hasta la gente, como si uno estuviera en París o en Roma. Los resultados habían sido sorprendentes. Este otoño estaban empeñados en encontrar un auto de la década del cuarenta. Les gustaba el cine, en especial ciertas películas en blanco y negro en las que —les parecía— el misterio no había muerto del todo y era un elemento constitutivo de la realidad que las películas reflejaban. El auto que buscaban debía reunir tres condiciones: parecerse a los autos de esos filmes, funcionar y ser extraordinariamente barato. En las discusiones previas a la decisión, Lucía, que era un tanto supersticiosa, desplegaba una teoría desordenada y nada científica, acerca de que los objetos guardaban en alguna zona difícil de definir las historias de sus dueños. Para Santiago esto era un argumento a favor; detestaba las cosas modernas, los muebles de mueblería y los adornos de bazar, salidos la semana anterior de la fábrica sin que el tiempo hubiera podido darles ni siquiera una mano de barniz, esa pátina indefinible de dignidad que sólo otorga el paso de los años.

Esperaban los domingos para ver qué se presentaba en el suplemento de avisos clasificados. Lucía a veces pensaba que era una pura estrategia para anular el día parroquial; el hecho es que habían transformado ese apático segmento de la semana en otra cosa. Se levantaban tarde y mientras Santiago bajaba a comprar el diario ella preparaba el desayuno. Sentados frente al café, Lucía abría las páginas y empezaba la búsqueda con el marcador listo. Mientras tanto, él leía la otra parte del diario. Santiago era un escéptico; a ella, como siempre, la sostenía la descabellada convicción de que la realidad iba a coincidir con sus deseos. Ese domingo fue así. Salieron publicados por lo menos cinco autos de la década del cuarenta. Ella trazó dos círculos verdes. Dentro de los círculos, como en los conjuros de la vieja magia, se leían las palabras propiciatorias:

—Mercedes Benz/48 — M/buen est. — Vende dueño — Pque. Centenario

—Packard/46 — Exc. est. c/nvo. — Tratar dueño — Saavedra.

El siguiente paso fue ubicar en la guía Peuser barrios, calles y numeración. Hecho esto, ella tomó el bolso, puso las llaves y los cigarrillos dentro, se pintó los labios y estuvo lista. Santiago la esperaba con el diario enroscado bajo el brazo. En un momento estuvieron en la calle.

Día perfecto para salir, habían dicho: mucho sol y poca gente en la calle.El primer modelo, el Mercedes Benz de Parque Centenario, era beige y tenía la insignia torcida. El propietario, que había salido a la vereda con el mate en la mano y un termo debajo del brazo, admitió, al fin, que el modelo de sus amores había sido taxi durante treinta años. Era simpático el Mercedes, pero algo no encajaba y ella tardó un rato en darse cuenta de qué era. El coche tenía los asientos completamente hundidos. Cuando el conductor se sentaba al volante, y era lo que Santiago hacía en este momento, se producía un hundimiento general. Era evidente que el coche tenía los resortes o cojinetes o elásticos o lo que fuera completamente vencidos; qué vencidos, inexistentes. El dueño no dijo nada y le dio una patadita a la rueda delantera.

Es curioso como cada coche termina asimilando el carácter de su propietario; esto había sido tema de sus conversaciones aquel otoño. Cuando se ha mimetizado con diversas manías y caprichos ya es muy difícil modificarlo. Si ha sido propiedad de un único dueño, sus inclinaciones son netas y definidas. Digamos, por ejemplo, que no le gusta arrancar a la mañana, o que, de repente, como un capricho, se desinfla en mitad de la calle y se queda parado porque sí, porque se le dio la gana; como el que dice: "no va más". Si por el contrario el coche ha tenido la desgracia de pasar por muchos dueños, queda desconcertado y disperso, entregado a extravagancias diversas y contradictorias que lo reclaman de un lado y del otro, y se torna imprevisible. Se notaba que este último había sido el destino del Mercedes. Provocaba en el conductor hundido un curioso aire de indecisión y abatimiento. O tal vez fuera desconcierto y estupor. No era fácil de definir. Todo esto lo sabían porque habían acumulado experiencia.

Ésta no era la primera vez que salían, era la octava. Lucía dijo: —Está lindo, el autito. Vamos a seguir buscando y cualquier cosa lo llamamos.

El siguiente fue el Packard del barrio de Saavedra. Iban buscando la calle cuando, al doblar en la esquina, lo vieron estacionado a mitad de cuadra.
Era imponente y por un momento se quedaron parados, mirándolo. Negro y brillante, cromado, con una banda blanca y perfecta en las cubiertas, dominaba la calle entera. Estaba frente a una de esas casas típicas de barrio, con jardín adelante y puerta con alero de tejas para protegerse de la lluvia. El dueño era un anciano de ademanes lentos y ceremoniosos. Llevaba una camisa inmaculada y se sujetaba los pantalones con unos tiradores negros contemporáneos del Packard, de esos que en la espalda se bifurcan en dos, como una Y invertida. Con las manos en los bolsillos de los amplios pantalones y la pipa en la boca, se acercó sin apuro al auto. Desde allí los miró como diciendo: "pasen y vean".

El Packard ejercía un influjo evidente, parecía esperar dentro de un halo donde el tiempo se había detenido o estancado, pensó Santiago mientras lo asociaba a esos actores que son el centro de la escena aunque estén con una multitud. Era evidente que el anciano no sólo no tenía el más mínimo apuro sino que consideraba que aquello requeriría todo el tiempo que fuera necesario, ni más ni menos, y que la cosa recién empezaba.

Dieron una vuelta completa alrededor del Packard. Sus cuerpos se ondularon en el reflejo acharolado según pasaban frente a las puertas o a los opulentos guardabarros. La camisa blanca con tiradores quedó fija en la puerta delantera derecha. En el reflejo, el anciano se sacó la pipa de la boca:

—Packard, sedan, 1946, modelo de lujo —dijo y volvió a morder la boquilla.

Con estas palabras fue como si el auto terminara de ejercer su influjo. Era algo así como un objeto memorable, un artefacto perfecto, una notable creación humana. Sobre el parabrisas, la visera de borde niquelado proyectaba una sombra triangular en el enorme capot. El viejo se aproximó despacio y abrió la puerta delantera, como invitándolos a pasar. Los asientos eran sofás color bordó oscuro, de cuero con nervaduras. En la parte de atrás se hubiera podido instalar con comodidad una mesa para jugar a las cartas; el volante parecía una rueda, pero una rueda delicada, de nácar, con tres rayos que confluían en el centro en el círculo de la bocina. Allí se veía una fragata con todas las velas desplegadas.

—Mil novecientos cuarenta y seis —decía el viejo como hablando con el auto—. El mundo era otra cosa. La guerra quedaba atrás; no habría más guerras. En todas partes había futuro. La gente iba mucho al cine; soñaba. Parecía que el mundo iba a tener otra oportunidad. Otros tiempos —concluyó.

—Pruébelo usted primero —dijo mirándola con unos impenetrables ojos acuosos—. Nosotros vamos a la esquina a verla pasar.

—No —dijo ella—. Mejor lo prueba Santiago. ¿Siempre fue suyo?

El anciano hizo un gesto de contrariedad, como si ella no hubiera debido preguntar eso. De todos modos contestó:

—Más o menos. Es mío desde el cuarenta y siete.

Después hizo un gesto casi elegante con el brazo hacia la vereda, invitándola a acompañarlo. Santiago los vio alejarse y se preguntó de qué hablarían. En la cuadra no había nadie y salvo el gorjeo de los pájaros en los árboles el silencio era perfecto. Se fueron todos a otro planeta, pensó.

Lo único vivo por allí eran las espaldas de Lucía y del viejo que se alejaban sin apuro. El Packard le infundía respeto. Con decisión se sentó y cerró la enorme puerta que hizo un clac rotundo, de material sólido. Miró el tablero y descubrió la radio: el parlante atravesado por barras niqueladas. Se encontró con su cara en el espejo retrovisor y se asombró del tamaño que casi doblaba el de los espejos de los coches modernos. No pudo resistirse y encendió la radio. Glenn Miller. Claro, pensó, ¿cómo podría ser de otra manera? Se quedó quieto, la mente en blanco, un momento de suspensión que le trajo una desdibujada terraza, una noche de fiesta y de risas lejanas y apagadas. Volviendo en sí hizo girar la llave. Con las manos en el volante pudo sentir la verdadera dimensión del auto. El motor poderoso rugió en sordina y no se resistió a bombear un poco el acelerador. El ruido del motor o Glenn Miller o las dos cosas juntas se le subieron a la cabeza y una inquietud imprecisa le recorrió el cuerpo.

—¿Qué pasa, viejo? —dijo en voz alta e impostada—. Es solamente un auto.

Desde la esquina que veía remota, el viejo y Lucía le hacían señas de que avanzara. El auto se deslizó sobre las ruedas como llevándolo en brazos.

Lucía lo saludó con la mano y el viejo se sacó la pipa de la boca y la levantó en el aire. No quiso parar. Ni soñando, se dijo; era absurdo lo que pensaba, las palabras de lo que pensaba. Se deslizaba como por una pista de baile. Se rió solo en el interior del auto que se manejaba solo. Estaba tan ocupado mirando los detalles del Packard que apenas si tomaba alguna precaución en las bocacalles. Continuaron varias cuadras. El Packard había adquirido velocidad y ya el barrio no parecía Saavedra. Quiso orientarse y trató de doblar para volver. Al mirar por el espejo retrovisor no pudo reprimir un sonido ahogado que le cerró la garganta: vio la cara de un hombre sentado en el asiento de atrás. Llevaba sombrero gris y bigote, y alcanzaba a verle las puntas de un pañuelo en el bolsillo superior del saco cruzado. ¿Estaba viendo visiones? Giró la cabeza. El hombre no estaba solo; en otro extremo del asiento, incrustada en el rincón, lo miraba la cara blanca con labios pintados de rojo de una chica muy joven, en vestido de fiesta. ¿Quiénes eran? ¿Cuándo habían subido?

Afuera estaba oscureciendo y cruzaban por un paso a nivel abandonado. Buscó un lugar para estacionar. La voz ronca del hombre dijo sobre su cuello:

—Ni se le ocurra parar. Andamos apurados.

Iban por una ciudad o un barrio que no alcanzaba a reconocer, ya era de noche. Pensó que no había habido tiempo material para dejar tan lejos la esquina donde Lucía y el viejo lo esperaban y salir de Buenos Aires cuando de inmediato lo comprobó. Estaban lejos de Saavedra pero aquello era Buenos Aires, más precisamente Palermo, la zona de los bosques y el lago. Reconoció a lo lejos lo que le pareció el monumento a los españoles. Hacía un momento que la chica, atrás, había dejado de sollozar ahogadamente sobre un pañuelo y de pedirle al hombre que la dejara bajar.

—Ahora te me arreglás y te pintás —dijo el hombre con voz helada cruzando el brazo y encendiendo la lucecita lateral, la del lado de la chica. —Después bajamos, ¿entendiste?

Más que hablar, la chica susurró.

—No voy a bajar...

Antes de que terminara la última sílaba, el cachetazo brutal la hundió en el rincón del asiento.

—¡Espere, qué hace! —dijo Santiago dándose vuelta, pero automáticamente pensó: si esto no está pasando, no puede estar pasando.

El auto rodaba, se manejaba solo y su puerta estaba trabada. El hombre de atrás le tocó el hombro con un objeto brillante: alcanzó a ver una navaja cerrada y la uña del meñique desproporcionadamente larga.

—Vos hacé lo que te dijeron y llevanos donde ya sabés. En esto no te conviene meterte.


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