29 | FICCIONES | 12 de julio de 2000

Dos cuentos de Samy Bayala

La escritora argentina Samy Bayala nos ha permitido reproducir dos cuentos de su autoría en esta edición de Imaginaria. El primero, La lluvia, pertenece al libro Cuando los sapos se enamoran (obra que obtuvo una Mención Honorífica en el Concurso Internacional de Literatura Infantil "Julio C. Coba" 1999) y aborda un tema difícil y poco tratado en la literatura infantil: la separación de una pareja. El segundo cuento, El sapo de río y la caracola de mar, que se publica aquí por primera vez, relata con mucha ingenuidad, dulzura y sencillez, la historia de una amistad.


Portada de "Cuando los sapos se enamoran"La lluvia

Extraído, con autorización de la autora y los editores, del libro Cuando los sapos se enamoran, editado por Libresa (Quito, Ecuador, 1999).

 

Tal vez Ruperta y Fulgencio se peleaban porque hacía mucho tiempo que llovía fuerte.

O quizás llovía fuerte porque hacía mucho tiempo que Ruperta y Fulgencio se peleaban.

Vaya uno a saber.

Lo cierto es que cuando ella decía:

—Croac.

Él respondía:

—Cric.

Cuando ella lo pensaba mejor y decía:

—Cric.

Él de puro caprichoso respondía:

—Croac.

Así pasaban los días entre lluvia y granizo.

Ruperta ya no tenía ganas de arreglarse cuando Fulgencio la venía a buscar, —si total peleamos todo el tiempo, pensaba.

Y Fulgencio llegaba siempre tarde a las citas, —porque total nunca nos ponemos de acuerdo, decía.

Lo peor de todo sucedió una tarde en que Fulgencio se animó y le llevó una flor para hacer las paces de una vez y para siempre.

Y Ruperta ofendida porque él la había dejado plantada el día anterior, le gritó fuerte:

—Croacc, a mí no me gustan las flores, ¡croac!

Pero después que Fulgencio se fue, lo pensó mejor y se arrepintió.

Entonces fue a llevarle un dulce hecho con sus propias manos.

Y Fulgencio, de despechado nomás, le dijo que a él tampoco le gustaban los dulces.

Después de muchos cric, croac y crócróc desencontrados y de muchos dimes y diretes (porque cuando una pareja de sapos pelea todos los vecinos opinan) los dos sapitos pensaron que lo mejor era no verse por un tiempo.

—Tal vez, viviendo en otro charcos nos extrañamos y entonces, quien te dice, a lo mejor las cosas pueden arreglarse algún día —dijeron casi a coro.

La tarde de la despedida Fulgencio estaba triste.

Ruperta también estaba triste.

Sin embargo, cuando se dieron el beso del adiós, la lluvia fue menos fuerte.

Y en el cielo gris de todos los días, un rayito de sol buscaba un agujero por dónde asomarse.

Samy Bayala


El sapo de río y la caracola de mar

En el lugar más lindo del mapa había un río.

Un río que corría feliz entre las piedras; un río azul o celeste y a veces verde.

Nunca se sabía de qué color iba a estar el río al día siguiente, ni siquiera se podía saber a ciencia cierta de qué color iba a estar dentro de dos horas; porque eso dependía del sol y el sol es un poco caprichoso.

A veces iluminaba las aguas más de un lado que del otro y a veces más del otro que de éste, entonces el río parecía un tigre lleno de rayas de diferentes colores, que se estiraban para todos lados.

En el río azul, celeste o verde (como más les guste) vivía un sapo que de tantos años de vivir en el mismo lugar, se había hecho amigo de casi todos sus vecinos.

Entre ellos estaban las tres hormigas Negra, Negrusa y Negrona (que habían hecho su casa abajo de una planta grande); la lagartija Juana (a la que una vez alguien le cortó la cola pero que por suerte le volvió a crecer después que la puso en remojo) y algunos pájaros que cantaban mientras el agua azul, celeste y verde corría hacia quién sabe dónde.

Una tarde el sapo se había subido a un tronco que flotaba en el agua y cantaba feliz, porque había llegado la primavera.

—Las mariposas vuelan, el sol se levanta alegre,
los pajaritos cantan, la lluvia así se espanta...

Tan distraído estaba con su canción que no se dio cuenta que el río corría como siempre y el tronco corría también.

—Los gusanitos bailan, las flores se despiertan
los pececitos saltan, la lluvia así se espanta...

De pronto, al pasar cerca de unas piedras que formaban una cascada, el río tomó mucha velocidad y el sapo asustado dejó de cantar y se agarró fuerte de la única rama que tenía el tronco.

—¡Ay! ¡Aya ayaaaa! —comenzó a gritar.

Pero nadie lo oía porque él ya estaba muy lejos de su casa.

Un gigante enorme lo envolvió entre sus brazos y en menos que canta un gallo, lo tiró muy lejos.

Sapo de Río cerró los ojos bien fuerte porque no quería ver y plín, purupúm, plón, cayó sobre la tierra dando un fuerte golpe.

Mientras el sapo veía todas las estrellas del cielo juntas oyó una voz a sus espaldas.

—¿Pero qué es esto que ven mis ojos?

—¡Por favor, por favor señor gigante no me coma! Mire que soy tan chiquito que no le voy a servir para nada —dijo el sapo sin abrir ni un poco así los ojos.

—Pero yo no te voy a comer porque no como sapos y además ¿de qué gigante estás hablando? Yo no veo ninguno cerca —dijo la voz.

El sapito tomó coraje y espió un poco para ver qué pasaba.

Estaba sentado sobre un montón de arena y frente a él bailaban dos palmeras al ritmo del viento.

Entonces se animó y abrió los ojos del todo para mirar mejor.

La que hablaba era una caracola, y al sapo le pareció muy hermosa; su cuerpo era de un color rosa suave, tan suave que parecía transparente y sus ojos brillaban como dos piedras lustradas.

—Yo soy Caracola de Mar, ¿y vos?

—Yo soy Sapo de Río para lo que guste mandar —dijo el sapo que al fin de cuentas era un caballero.

De pronto el sapo recordó cómo había llegado hasta ese lugar.

—¿Y el gigante adónde se escondió?

—¡Y dale con el gigante! ¿Pero de qué gigante hablás?

—Hablo de ese que me agarró por atrás sin darme tiempo a nada, parecía todo de agua y con brazos de espuma.

La caracola empezó a reír y su risa parecía una campanita.

Con su voz dulce, le contó a Sapo de Río que estaban en la orilla del mar y que seguro una ola traviesa lo había empujado hasta tirarlo sobre la arena.

Durante el resto del día, la caracola y el sapo charlaron sin parar.

Al sapo le costaba entender que por haber navegado y navegado sobre un río había llegado al mar, pero la caracola miraba a lo lejos y repetía:

—Todos los ríos van al mar...

Entonces él, para no llevar la contra, decía:

—Es verdad... —y dejaba escapar un suspiro para que su respuesta pareciera más interesante.

Después de un rato de caminar y charlar, la caracola le dijo al sapito que por qué no se quedaba unos días y el sapo pensó que unas vacaciones no le hacen mal a nadie, entonces aceptó la invitación.

Al día siguiente, mientras paseaban por la playa, la caracola le presentó algunos amigos.

Así fue como Sapo de Río conoció a la Señora Roca de Arena que se deshacía de amor por el viento; a la estrellita de mar Miricundis, que venía de una familia muy refinada y a los hermanos Tolomeo y Cucusleto, que eran hipocampos o para hacerla más fácil, caballitos de mar.

A Sapo de Río le causaba mucha risa hablar con ellos, porque ante cualquier pregunta contestaban a coro:

—Veremos, veremos, después lo sabremos.

Entonces el sapo, a propósito, se la pasaba pregunta que te pregunta.

—Hoy el sol ¿saldrá por la derecha o por la izquierda?

—Veremos, veremos, después lo sabremos...

—¿La luvia caerá de arriba para abajo o de abajo para arriba?

—-Veremos, veremos, después lo sabremos...

Y así Sapo de Río y Caracola de Mar se reían a carcajadas.

Pero un día pasó lo que en algún momento tenía que pasar.

El sol no salió ni por la derecha ni por la izquierda, ni de arriba para abajo ni de abajo para arriba.

Entonces el cielo se puso gris, la arena más húmeda que nunca y el viento resopló sin parar.

Después, con un solo relámpago y sin pedir permiso, apareció la lluvia.

Sapo de Río y Caracola de Mar se refugiaron atrás de una piedra grande y pusieron sobre sus cabezas una hoja de palmera que habían encontrado en la playa.

Algo raro pasaba, porque ninguno de los dos hablaba; parecía que el viento se había llevado todas las palabras muy lejos.

De pronto el sapo sintió unas cosquillas en su pecho, cerca del corazón, y sin pensarlo dos veces empezó a tararear:

—Las mariposas vuelan, el sol se levanta alegre,
los pajaritos cantan, la lluvia así se espanta...

Pero no pudo seguir cantando porque un nudito le apretaba la garganta. Para disimular dejó escapar un suspiro.

—Ah... qué será de mis amigas Negra, Negrusa y Negrona. ¿Habrán terminado por fin su casa?.

—Parece que va a seguir lloviendo —contestó la caracola mirando cómo el mar y el cielo se abrazaban.

—Ah... —volvió a decir el sapo—. ¿Cómo estará la lagartija Juana? ¿Le habrá crecido la cola lo suficiente?

—Tal vez salga el arco iris... —dijo la caracola—. Me encanta el arco iris...

—Ah —suspiró más fuerte el sapo—. ¿De qué color estará hoy mi río, azul, celeste o verde?

Esta vez la caracola no pudo responder porque las palabras se le habían hecho un ovillo adentro de la boca.

Los que saben dicen que cuando llueve el mar se pone triste y contagia su tristeza al que lo mira.

¿Sería por eso que la caracola tenía ganas de llorar?

Después de uno o dos días, la lluvia se fue sin hacer ruido y Sapo de Río decidió que ya era hora de volver a su casa.

A la caracola le costó un poco entender esta decisión, pero lo pensó y se dió cuenta que extrañar es una cosa seria, así que fue ella misma la que habló con la Ballena Tita, para que llevara al sapito de regreso a su casa.

El día de la partida, todos estaban en la playa.

La estrella de Mar Miricundis agitaba en el aire un pañuelo blanco con puntilla de algas.

La señora Roca de Arena hacía fuerza para no soltar ni una lágrima porque a ella las despedidas la hacían llorar y si lloraba se deshacía y si se deshacía estaba lista.

Y los hermanos Tolomeo y Cucusleto que casi llegan tarde porque la corriente los empujaba para otro lado.

—Bueno llegó la hora de irme —dijo Sapo de Río.

—Te voy a extrañar —dijo la caracola poniéndose colorada.

—Yo también te voy a extrañar, espero que algún día puedas conocer mi río; no sabés lo lindo que es, con flores en la orilla y muchos árboles alrededor.

La Ballena Tita hizo sonar el silbato que anunciaba la partida.

—Bueno, adiós —dijo el sapo.

—¡Adiós y buen viaje! —dijo la caracola agitando su manito en el aire.

Plif, ploff, plaff, la ballena se fue hacia las aguas profundas, con el Sapo de Río a cuestas.

—¿Nos volveremos a ver? —alcanzó a preguntar el sapo mientras la ballena nadaba entre las olas.

—Veremos, veremos, después lo sabremos —gritaron Tolomeo y Cucusleto.

Entonces todos se rieron a carcajadas, y el mar se puso contento porque, dicen los que saben, que la felicidad también es contagiosa.

Samy Bayala

(El copyright de este cuento pertenece a la autora.)


Samy Bayala nació en 1967 en la ciudad de Buenos Aires, Argentina. Escribe sobre literatura infantil en diarios y revistas de su país y coordina talleres de lectura y escritura. Estudia la carrera de Intérprete de Lengua de Señas, para comunicarse y poder intercambiar experiencias con las personas sordas, especialmente con los niños, que utilicen el lenguaje de las señas como lengua natural. Su primer libro de cuentos fue Rayo de Luna... Claro de Sol y con Cuando los sapos se enamoran, el libro del que fue extraído el cuento "La lluvia", obtuvo una Mención de Honor en el Concurso Internacional de Literatura Infantil "Julio C. Coba" 1999, en Quito, Ecuador.

Los lectores interesados en comunicarse directamente con la autora pueden hacerlo a: samybayala@yahoo.com


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