9 | LECTURAS / BOLETÍN DE A.L.I.J.A. (Asociación de Literatura Infantil y Juvenil de la Argentina) | 6 de octubre de 1999

Detergentes, mermeladas y literatura: el libro en los supermercados

por Graciela Pérez Aguilar

Artículo publicado originalmente en Notas y Noticias, Boletín de A.L.I.J.A., año 3, n° 10; Buenos Aires, 1995.

Un libro puede ser la inagotable fuente de misterio y maravilla que todos hemos descubierto alguna vez pero también, hay que reconocerlo, en algo se parece a una lata de tomates o a un pulóver de lana.

Como objetos industriales inscriptos en un circuito de producción y consumo, los libros han corrido la misma suerte (o a veces peor) que la vestimenta, los alimentos o los artículos para el hogar.

Palabras como "producto", "comercialización", "costos" o "masividad" nos suenan mal, aplicadas a algo que valoramos tanto. Sin embargo, debemos comprender que también el libro entra en ciertas reglas del juego de ese monstruo prepotente, con millones de cabezas, que se llama mercado.

Tradicionalmente, las librerías fueron el ámbito natural de la compra, a veces aconsejada por un librero sabio y paciente. También existían los vendedores a domicilio, para enciclopedias y obras completas que engalanaban la biblioteca familiar. Después aparecieron los quioscos, donde hoy los libros compiten con las revistas y los videos en el ámbito ruidoso y apurado de la calle. Y como la consigna es atrapar al consumidor dondequiera que se encuentre, se están buscando continuamente nuevos puntos de venta: supermercados, comercialización telefónica, estaciones de servicio, escuelas, etc.

La venta de libros en supermercados o lo que se llama "grandes superficies" es uno de los temas que preocupan a las personas especializadas en literatura, a las editoriales y, en particular, a los libreros. La cuestión tiene varias facetas.

Por una parte, los supermercados pueden comprar, directamente a las editoriales, enormes cantidades de libros y, como tienen muchísimo púbico, pueden venderlos a precios más bajos que las librerías. Esto afecta la supervivencia de estas últimas, que ya están complicadas por la situación económica. Como dice el editor Guillermo Schavelzon, en un artículo publicado en Clarín el 13/4/95, "La librería no puede bajar los precios reduciendo su margen comercial. Esto no se debe a que los libreros sean malos comerciantes, sino a que lo que caracteriza su negocio es ofrecer una enorme variedad de títulos, y mantener una oferta tan amplia tiene un alto costo económico y financiero. Esta característica es también una ventaja cultural. Para que se pueda seguir escribiendo y publicando con amplitud y variedad se necesitan librerías que ofrezcan esa producción al público."

Los supermercados, en cambio, trabajan con una cantidad de títulos mucho menor, y sólo con aquellos que tienen un éxito asegurado. Entre los 15.000 títulos de una librería mediana y los 200 de un supermercado hay un abismo. Como afirma Schavelzon, si los libros se vendieran sólo por este último canal, la posibilidad de elección de los lectores sería muchísimo menor. También las editoriales verían condicionada su producción sólo a lo que los supermercados aceptaran comercializar. Antes de editar un libro deberían consultar con sus expertos en marketing las características que debe tener.

En el caso de la literatura infantil, no es difícil darse cuenta de que predominarían los libros-juego, los formatos grandes con presentación muy atractiva y bajo costo, los libros relacionados con éxitos del cine o de la televisión, o los best-sellers de autores más conocidos. Salvo excepciones, no son el tipo de libros que producen las editoriales argentinas. Editar libros siguiendo las pautas de los supermercados tendría un costo muy alto y sus precios difícilmente podrían competir con los de los títulos importados.

Editoriales y libreros están intentando promover un modo de reglamentar esta situación, pero hasta ahora con poco éxito. Seguramente, todos tendrían que cambiar en algo para adaptarse a esta nueva realidad. Los libreros deberían acentuar aquello que los diferencia de los supermercados: la atención personalizada, el asesoramiento, la promoción de los buenos libros y, en general, el servicio a sus clientes. Las editoriales deberían modernizar sus formatos, exigir calidad a los talleres de impresión y prestar atención a los aspectos gráficos.

Como todas las transformaciones, esta aparición del libro en las "grandes superficies" tiene facetas negativas, pero también positivas. En los supermercados entra gente que jamás entraría en una librería. Se puede objetar que allí compran libros con la misma actitud con la que adquirirían una caja de cereales, pero si la finalidad es que se pongan masivamente en contacto con ellos, aun esta manera es válida. De nada sirve "demonizar" esta tendencia porque es casi irreversible. Habrá que confiar en que, una vez que el cliente del "súper" termine de guardar en la heladera los frascos de mermelada, las verduras y la leche en sachet, le dará el libro a su hijo o se sentará él mismo a leer, recuperando el antiguo e íntimo vínculo de la lectura y de espaldas a las leyes del mercado.


Graciela Pérez Aguilar nació en Buenos Aires en 1947. Es profesora en Letras y ejerció la docencia durante muchos años. Actualmente se dedica a la edición de libros y a la escritura. Ha publicado El contructor de sueños (Alfaguara), El peludorrinco (Sudamericana) y Los dragones y otros cuentos (Sudamericana).


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