190 | FICCIONES | 27 de septiembre de 2006

Tres capítulos de También las estatuas tienen miedo
Novela de la escritora Andrea Ferrari

PortadaAcompañando el informe biográfico y bibliográfico que preparamos sobre la escritora Andrea Ferrari, presentamos los tres primeros capítulos de su novela También las estatuas tienen miedo, publicada por la Editorial Alfaguara en la colección Alfaguara Juvenil, Serie Azul.

Las ilustraciones que acompañan los textos son de Pablo Bernasconi y pertenecen al libro.

Imaginaria agradece a Larisa Chausovsky, de Editorial Alfaguara, las facilidades proporcionadas para la reproducción de estos textos.


1

Escribí la primera lista el día en que decidí ser estatua. Era un domingo, llovía con furia y yo no tenía otra cosa que hacer más que mirar el agua por la ventana y escuchar en la radio a un tipo que cantaba sobre una ola que viene y una ola

que va. Pero no decidí ser estatua por la lluvia ni por la canción, sino porque Mimí había dicho la misma frase siete veces en un par de horas.

—Algo hay que hacer.

Y un momento después:

—Algo hay que hacer, digo yo. Alguna cosa hay que hacer.

Podía cambiar una palabra o darle al asunto tonos diferentes, según su estado de ánimo o nivel de cansancio, y lo que a la tarde parecía un grito de guerra apache, a la hora de irse a dormir no era más que un murmullo mezclado con pasta de dientes mentol extra fuerte. Pero ella no esperaba respuestas; creo que en realidad sólo lo decía para oírse. A mí, de todas formas, eso me parecía un signo de que las cosas iban decididamente mal para nosotros. Mal y sin muchas posibilidades de mejorar.

Olvidé decir que Mimí es mi madre. Empecé a decirle así cuando era muy chica; no

tengo idea por qué: tal vez simplemente no me gustaba la letra a. Yo era bastante rara en esa época. Alguna gente cree que aún lo soy. La cuestión es que me acostumbré a ese nombre y ya no me sale llamarla de otra manera.

Mimí acababa de pronunciar la frase por sexta vez cuando abrí el cuaderno y decidí inaugurarlo con una lista. En realidad, el cuaderno era un diario íntimo que me habían regalado en mi último cumpleaños. Pero a mí no me gustan los diarios: están llenos de confesiones sentimentales y otras estupideces románticas. Éste tenía tapas color rosa y decía en el frente "Mis secretos" con letras y corazones rojos. Estuve por tirarlo, pero al final decidí cubrir la frase con la foto de mi banda de rock preferida y usarlo para hacer listas. Las listas para mí son mucho mejores que los diarios: dicen lo que dicen sin perder el tiempo.

Esto decía la primera:

Cosas que me molestan

1) Mi cuerpo todavía no cambia.

2) Daniel casi nunca me mira.

3) Mimí está demasiado preocupada.

4) Quizás este año no apruebe Matemática.

5) Mi papá.

Sobre este último punto no agregué detalles porque no tenía ganas de pensar y menos todavía de escribir nada que tuviera que ver con él. Pero no era fácil ignorar los algo-hay-que-hacer de Mimí, que venían repitiéndose peor que publicidad de la tele.

Cuando yo volvía a casa y ella pronunciaba el tercero o cuarto del día, empezaba a inquietarme. El centro del problema era que en los últimos meses la plata no alcanzaba para todos los gastos: el alquiler, la comida, mis útiles de la escuela y los

pañales del enano. El enano es mi hermano Nacho, quien se resiste a crecer en altura aunque come más que una manada de búfalos. Mimí dice que su ritmo de crecimiento es perfectamente normal y que yo soy muy impaciente, pero ustedes verán a quién creerle.

Por muchos algo-hay-que-hacer que soltara, no había demasiado que ella pudiera agregar a sus tareas, porque trabajaba diez horas por día en un negocio vendiendo ropa y después venía a casa a ocuparse de nosotros. Tampoco se podía esperar mucho del enano, que a los dos años no mostraba ninguna habilidad especial más que su descomunal hambre, y era difícil que le pagaran por ello. Quedaba yo.

Venía pensando en ese asunto desde hacía tiempo. No le había dicho nada a Mimí porque sabía que iba a oponerse a que hiciera cualquier otra actividad más que ir a la escuela. Igual, yo me había armado una lista de posibilidades para ganar dinero, aunque terminé prácticamente por descartar todas. También anoté esa lista en mi cuaderno.

Posibles trabajos

1) Ofrecerme de vendedora en algún negocio (pero no me salen bien las cuentas).

2) Cuidar chicos (pero paso tanto tiempo cuidando al enano que al ver un bebé generalmente tengo ganas de ahorcarlo).

3) Tocar la armónica en el subte (pero toco bastante mal. Aunque tal vez me darían plata de lástima).

4) Hacer malabares en los semáforos (pero se me caen las pelotas todo el tiempo).

Tenía grabada una frase que una vez me dijo mi tío Antonio: "Uno tiene que descubrir

lo que le sale bien antes de hacer nada". Tal vez ustedes se pregunten qué hace él tras pronunciar semejante frase y la cosa no deja de tener gracia. Porque lo que descubrió que le sale mejor que todo son las casitas con escarbadientes. Y le quedan increíbles, es cierto, pero aún no encontró la manera de vivir de ellas. Entonces, es contador en un banco. Porque, según me dijo, lo que le sale mejor después de las casitas es hacer cuentas.

Bueno, a mí no. Quiero decir, ni las cuentas ni las casitas. Así es que venía eliminando de la lista todo lo que se me ocurría hasta que me di cuenta de que lo que a mí me sale perfecto es no hacer nada. De verdad, la gente siempre se asombra cuando me ve sentada en el sillón haciendo nada un rato largo. Es que lo que hago pasa por dentro de mi cerebro: historias, ideas, la cara de Daniel, jugadas magistrales de ajedrez, el diseño de un pantalón que se hace pollera, todo eso un poco mezclado.

Estuve unos días pensando cómo explotar esta habilidad mía para no hacer nada hasta que una tarde que caminaba por un parque lo tuve frente a mis ojos: tenía que ser estatua.

Seguro que las han visto alguna vez. Se colocan sobre un pedestal con un buen traje y

la cara maquillada. Y se quedan completamente quietas, sin pestañar ni rascarse la nariz hasta que alguien les pone una moneda en la alcancía. Entonces se mueven muy despacio, como en cámara lenta, hasta que vuelven a la posición anterior. Por lo que pude ver en un parque cerca de casa, las cosas no les van nada mal porque a cada rato se oye caer una moneda.

Cuando llegué a la conclusión de que iba a ser estatua me sentí eufórica, como si acabara de inventar la calculadora (ya sé que se dice "inventar la pólvora", pero yo creo que el que inventó la pólvora le provocó muchos problemas al mundo; en cambio, el que inventó la calculadora hizo feliz a un montón de gente que ya no tuvo que hacer más cuentas). Durante un día mantuve esa sensación de calor en el pecho y hasta estuve a punto de cometer la estupidez de decirle a Mimí que nuestros problemas estaban por terminar gracias a mi gran idea. Después me di cuenta de que ni siquiera sabía si iba a poder soportar todo ese tiempo sin moverme ni reírme ni estornudar.

Lo primero, me dije entonces, es probarme. Así que un día me paré frente al espejo del baño y ensayé varias posiciones. Me pareció que me quedaba muy bien una con el brazo derecho levantado y la cabeza un poco hacia atrás. Todo muy digno y elegante, como una diosa. Miré la hora y me preparé para aguantar. Al rato nomás sentí que la parte superior del brazo empezaba a dolerme, como si alguien me estuviera clavando agujas. Soporté un poco más, hasta que me pareció que el brazo entero estaba a punto de desprenderse de mi cuerpo y caer, y si me quedaba sin un brazo ya no podría ser estatua, salvo que imitara a la Venus de Milo, no sé si la conocen, que es una famosa estatua sin brazos. Entonces me senté. Miré el reloj: sólo habían pasado siete minutos. Un fracaso.

Me deprimí aproximadamente una hora y media. Después recordé otra frase de mi tío (se habrán dado cuenta ya de que es una persona que acuña muchas frases célebres, aunque un poco ridículas), que dice así: "El que no sabe pregunta, y el que no entendió vuelve a preguntar". Les podrá parecer una estupidez, pero a mí me vino muy bien en situaciones difíciles de mi vida, como cuando me tomé el colectivo en la dirección contraria a la que debía ir y aparecí en Villa Ortúzar, que es un barrio de Buenos Aires que yo nunca había oído nombrar.

Bueno, tenía que encontrar a quién preguntarle cómo ser una estatua. Por supuesto no se lo iba a preguntar a mi maestra, sino a una estatua de verdad. Tuve que esperar hasta el sábado, cuando podía ir hasta un parque donde siempre se paraba una. Así fue como conocí al Rey.

 

Dibujo de Pablo Bernasconi

 

2

 

Cuando llegué a la plaza, el Rey ya se había subido a su pedestal y un grupo de personas lo miraban. Llevaba un traje fantástico, todo blanco, igual que su peluca, su corona, sus sandalias y su capa. Blanquísimos. Mientras estaba inmóvil tenía los ojos cerrados, aunque a mí me parecía que cada tanto espiaba un poco entre las pestañas sin abrirlos del todo. Le pusieron la moneda, él hizo su magnífica reverencia lentamente, miró al público con un asomo de sonrisa en la boca y volvió a la quietud. El grupo (creo que eran turistas alemanes, aunque igual podían ser suecos o norteamericanos, porque las lenguas no son mi fuerte) lo admiró un rato más, comentó cosas que no entendí y siguió de largo. Fue cuando decidí acercarme. No sabía muy bien cómo dirigirme a él y creo que no elegí la mejor forma.

—Oiga, estatua —le dije.

Nada. El tipo ni pestañeó. Insistí, aunque un poco más formal.

—Señor estatua, quisiera hablar con usted. Otra vez nada. Como si fuera de piedra. Pero yo no me iba a dar por vencida tan fácil, entonces decidí sentarme bajo el árbol que estaba a su lado y esperar. Recordé otra frase de mi tío Antonio, que dice: "Si uno sabe esperar, come la manzana cuando está en su punto justo" (la verdad es que a mí las manzanas no me gustan, pero él me dijo que no interpretara todo literalmente, que lo importante es la parte de la espera, no la de la manzana).

Aproveché el tiempo —una hora, treinta y tres minutos y veinte segundos: tengo reloj con cronómetro— y pensé los argumentos que iba a utilizar para convencerlo de que me enseñara a ser estatua. Los anoté en mi cuaderno.

Argumentos para convencer a una estatua

1) Es imprescindible y urgente que yo trabaje.

2) Soy muy buena actriz.

3) En cuarto grado hice de árbol en una obra de teatro de la escuela y todos me aplaudieron mucho por lo quieta que me quedé.

4) Aprendo rápido y molesto poco.

Entonces el tipo se bajó. Lo hizo con modales de rey, como si tuviera a sus pies tres

sirvientes esperando para colocarle las pantuflas. De su bolso sacó un cartelito que decía "vuelvo enseguida" y lo acomodó en la base del pedestal. En ese momento yo me acerqué.

—Necesito hablar con usted.

Apenas me miró.

—Sí, ya me había dado cuenta. Pero ahora tengo un descanso de sólo diez minutos y no puedo. Si querés, quedate hasta que termine: me faltan dos horas.

Me pareció un caradura. Con todo lo que lo había esperado y ahora pretendía sacarme de encima así nomás. Yo no pensaba quedarme otras dos horas ahí sentada y cité otra frase de mi tío: "La espera desespera" (ya sé, ustedes dirán que esta frase es contradictoria con la anterior, pero qué pretenden, una persona que produce tantas

frases célebres tiene que contradecirse de vez en cuando).

Creo que le hice gracia. El tipo se rió y me dijo que bueno, que podía sentarme con él mientras tomaba su agua mineral y comía su sándwich. Y que hablara, nomás. Como era poco tiempo me apuré y dije todo rápido, pero con bastantes detalles. Su respuesta fueron cuatro miserables palabras.

—No, sos muy chica.

Y siguió comiendo como si nada. Calculé que quedaban al menos unos tres minutos más y volví al ataque: le expliqué que en mi casa no alcanzaba la plata, que mi mamá trabajaba diez horas, que el enano comía como dos dinosaurios en edad de desarrollo y hacía una cantidad increíble de pis —lo cual significaba comprar una pila infernal de pañales—, y que mis maestros insistían en pedir un montón de libros. Me miró.

—¿Y tu papá?

—No está.

Me quedé callada, segura de que venían las preguntas que no quería contestar, pero la estatua mostró por primera vez un rasgo de humanidad y cambió de tema.

—Ahora tengo que volver a trabajar. Si de verdad estás decidida, vení mañana a las once, antes de que empiece. Te voy a dar una serie de ejercicios y trucos para practicar.

Después se levantó y caminó hasta su podio. Antes de subirse se dio vuelta y me volvió a hablar, aunque ahora tenía la voz de un rey. Me pareció más alto cuando levantó la cabeza y dijo con la cara de quien se cree gran cosa:

—¿Y cómo se llama la señorita?

Yo me paré, hice una reverencia y respondí:

—Florencia, para servirlo, Su Majestad.

Creo que sonrió, aunque con tanto maquillaje no era fácil de decir.

 

No le comenté nada a Mimí, porque podía imaginarme perfectamente todas las objeciones que se le iban a ocurrir para impedirme ser estatua. A las once en punto estuve parada junto al árbol, pero el Rey aún no había llegado. Lo vi aparecer pocos minutos después cargado con sus bolsos y creo que él se sorprendió al encontrarme.

Alabó mi puntualidad y me dijo que empezaba bien, porque una de las claves para ser una buena estatua es tomarse en serio el trabajo.

Se veía muy distinto sin el traje y el maquillaje, mucho menos real. Quiero decir, menos real de realeza. Pero mucho más real de realidad. O sea que parecía un tipo común y corriente. Era flaco, un poco pelado y tenía un lunar a un costado de la cara que yo no podía dejar de mirar. Le di unos treinta años y no me equivoqué por mucho: más adelante, cuanto me animé a preguntarle, me dijo que acababa de cumplir treinta y dos. Era actor y cuando no tenía trabajo hacía de estatua, lo que sucedía bastante a menudo.

Pero eso me lo contó mucho después, cuando ya éramos amigos. Aquel día empezó a

cambiarse mientras hablábamos. Lo hacía muy tranquilo, ajeno a las miradas de la gente que se sorprendía al ver que por arriba se colocaba el traje y por abajo se sacaba los jeans. Lo hacía muy bien, porque ni por un momento se le vieron los calzoncillos.

Me explicó que ser estatua no es nada fácil y que lo primero es saber estar de pie. Hay que buscar posiciones más o menos cómodas: repartir bien el peso entre las dos piernas y nunca pretender pasar largo tiempo con los brazos extendidos, porque uno corre el riesgo de caer desmayado por el esfuerzo en sólo media hora. Yo, en siete minutos, pensé, pero no lo dije. Me fue mostrando cómo tenía que pararme, cómo poner la mano, el pie o la cabeza, cómo respirar, y qué ejercicios me convenía hacer antes y después para poder aguantar.

—Si querés ser una buena estatua, es muy importante que te sientas tu personaje —dijo—. Si representás a un hada, por ejemplo, todos tus gestos deben ser de hada. Por un rato, tenés que olvidarte de que sos Florencia y convencerte de que tenés alas y podés volar.

No sé si entendí bien todo lo que me decía, pero igual lo anoté en el cuaderno para no olvidarme. Una de las cosas que más me interesó fue lo del maquillaje. Sacó de un pote una crema blanca y espesa y con ella se fue tapando toda la cara: desapareció su piel rosada, el lunar que me hipnotizaba y hasta los puntitos del afeitado. Arriba del maquillaje se espolvoreó con talco, para que no brillara. Me dijo que después hay que sacárselo todo muy bien y ponerse crema, porque de lo contrario la piel te queda peor que una lija vieja.

Cuando estuvo listo guardó todas sus cosas en el bolso y preparó el pedestal con un banquito y una sábana. Entonces dio el asunto por terminado.

—Bueno, ya te conté todos los trucos de una buena estatua —dijo mientras se miraba la cara en un espejo por última vez—. Ahora me voy a trabajar. Dos consejos finales: practicá mucho, para conocer cuál es tu resistencia. Y cuando empieces no te pares al lado de otra estatua: hay que respetar los lugares. Te deseo suerte.

Pero yo pretendía más que sus deseos.

—Rey, te quiero pedir un último favor.

Se dio vuelta.

—¿Qué?

—¿No podría pararme con vos un día para aprender?

—Ni pensarlo. Yo soy muy profesional en mi trabajo. No quiero hacer papelones.

Me enojó que dijera eso. Le contesté que me estaba ofendiendo, porque yo iba a ser una excelente estatua. Suspiró. Creo que se estaba cansando de mí. Pensé que me iba a mandar al diablo, pero en cambio se sacó la capa y la corona y se me acercó.

—Mostrame lo excelente que vas a ser —dijo, mientras me ponía ambas cosas—. Quiero ver a la princesa Florencia subirse al pedestal.

Me tomó por sorpresa. Caminé intentando mantener la elegancia, aunque pisé la capa y casi me voy al piso. Después subí, me paré tal como él me había mostrado y puse cara de nada.

—Yo no veo a ninguna princesa —dijo él—. Sólo veo a Florencia tratando de ser princesa.

Lo intenté otra vez: hice una reverencia muy elaborada y volví a quedarme quieta.

—Sigo sin ver a una princesa.

Este rey me estaba hartando. Lo miré agotada.

—¡Cállate, sirviente! —grité con una voz aguda que no sé de dónde me salió—. Y sácame los zapatos, que voy a descansar.

Ustedes se preguntarán por qué hablé de tú y yo me pregunto lo mismo: supongo que me sonó más principesco. Entonces me senté sobre el pedestal, extendí un pie, puse cara de mandona insoportable, y me quedé así, inmóvil. Creo que el pie me tembló un poco, pero él me aplaudió.

—Muy bien, princesa Flor. Te ganaste tu día con el Rey.

Dibujo de Pablo Bernasconi

 

3

 

Quedamos en encontrarnos dos sábados después a las once de la mañana junto al

árbol. Yo me había comprometido a practicar mucho durante ese tiempo y a llegar muy bien preparada. Creo que llegué bastante preparada, pero para el muy bien me faltaban como dos meses, horas de inmovilidad frente al espejo y una paciencia que no tenía: estaba ansiosa por empezar de una vez.

El Rey me había dicho lo que tenía que llevar: remera, medias largas y guantes, todo blanco. También una sábana. Él me iba a prestar la peluca, la corona y una capa por ese único día en que posaríamos juntos. Subrayó lo de "único", supongo que para que yo no soñara siquiera con pedirle que extendiéramos la prueba. Cuando llegué esa mañana me sorprendí al ver que él también había llevado una silla. La estaba cubriendo con una sábana y unos lazos blancos para convertirla en un elegante sillón.

—Éste va a ser tu trono —me dijo—, no creo que por ahora aguantes mucho tiempo de pie.

Estuve a punto de ofenderme, pero lo pensé mejor. Quizá tenía razón, porque el tiempo máximo durante mis prácticas en casa había sido veintidós minutos antes de que me empezaran a temblar las piernas. El Rey me explicó la idea: yo estaría sentada en el trono y él parado a mi lado, con una mano apoyada en mi hombro. Un gesto paternal del monarca hacia su princesa, que supuestamente iba a emocionar a todo el mundo. Cuando alguien nos pusiera una moneda yo tenía que levantarme, tomarle la mano y hacer con él una especie de suave reverencia. Luego retomaríamos muy lentamente a la posición anterior. Si nadie venía en diez o quince minutos, él me haría una seña para que nos moviéramos igual y pudiésemos cambiar la posición.

Me mostró lo que tenía para confeccionar mi disfraz. Una larga peluca blanca, una corona de plástico pintada con aerosol y unas zapatillas blancas que me iban un poco grandes. El vestido me lo hizo con mi sábana y unas sogas. No quedó muy bien, pero la capa que había traído para mí lo cubría casi completamente.

Ponerme la peluca me costó mucho más que a él, porque tengo el pelo muy largo, en general muy enredado y bastante a menudo visitado por los piojos. Mimí se queja de que no dedico suficiente tiempo a sacármelos, pero se equivoca. Con los piojos es así: aunque uno los combata cada día, ellos siempre vuelven. Me hace acordar a una frase sobre los celos que me dijo mi tío Antonio. Según él, los celosos están condenados a sufrir porque, hagan lo que hagan, los celos viven y crecen en su cabeza: tal vez puedan lograr tenerlos a raya, pero jamás van a desaparecer. Bueno, con los piojos

es igual.

 

Mientras empezábamos a maquillarnos, el Rey me dijo que había algunas reglas básicas que yo debía seguir para posar con él.

—Es lo que yo llamo el decálogo de la buena estatua. Tenés que respetarlo, cueste lo que cueste.

Y empezó a recitar. Yo tomé algunas notas y después pasé la lista a mi cuaderno.

Decálogo de la buena estatua

1) Una estatua no habla jamás.

2) Una estatua no se ríe.

3) Una estatua no bosteza.

4) Una estatua no estornuda (si no se puede aguantar, trata de hacerlo hacia adentro aunque le salga hipo).

5) Una estatua no se rasca (si le pica de una forma insoportable, espera la oportunidad de moverse para hacerlo con disimulo).

6) Una estatua mantiene siempre la elegancia, aun para bajar del pedestal y sentarse a descansar.

7) Una estatua se aguanta la sed, el hambre y las ganas de ir al baño hasta el momento de descanso. Salvo emergencia mayor.

8) Una estatua nunca se olvida de su personaje. No es lo mismo ser emperador que marinero.

9) Aunque se burlen de ella, una estatua mantiene la calma.

Ahí se detuvo. Le dije que eso no era un decálogo porque sólo había mencionado nueve reglas.

—Buena observación —contestó—. La décima te la voy a decir en otro momento.

Cuando finalmente estuvimos listos, me enseñó mi posición de estatua, con las manos sobre la falda y la cabeza levemente ladeada. Antes de pararse junto a mí me acomodó la capa y la peluca.

—¿Tenés miedo?

Me encogí de hombros para no contestarle.

—No te preocupes, es normal —dijo—.

También las estatuas tienen miedo.

 

Los primeros cinco minutos pensé que me iba a morir. Todo me molestaba a la vez: me picaba una pierna, se me acalambraba el cuello y me dieron ganas de ir al baño, aunque supongo que era mi imaginación porque acababa de hacerlo. Pero cuando logré tranquilizarme y dejé que mi mente vagara sin rumbo, las molestias fueron desapareciendo.

Después empezó a llegar la gente. Parecía que nosotros llamábamos bastante la atención porque casi todos se paraban a mirarnos. Yo mantenía los ojos abiertos, fijos en un punto en el horizonte, como me había explicado el Rey, porque no me gusta tenerlos cerrados: me parece que me voy a caer al piso. Trataba de parpadear poco, cuando no me estaban mirando.

Las monedas llegaban a menudo. Entonces él me ofrecía la mano, yo me levantaba muy lentamente y nos mirábamos a los ojos antes de hacer nuestro majestuoso movimiento. Yo oía que alguna gente hablaba de mí.

—Es una nena.

—Mirá qué bien lo hace, tan chiquita.

—¿Serán padre e hija?

Y todo esto en medio del ruidito de las monedas que caían en la lata. Habíamos acordado que tras una hora haríamos el descanso y no sé cómo calculó el Rey, porque no miró el reloj, pero exactamente una hora después hizo una reverencia ante el público y me susurró:

—Hora de descanso.

Yo había llevado unas galletas y una botella de agua. Comíamos en silencio bajo el árbol cuando él me dijo que lo estaba haciendo muy bien.

—Mejor de lo que yo esperaba —agregó—.

Y se está parando mucha más gente de lo habitual.

—Te dije que iba a ser una buena estatua.

No pretendía mandarme la parte, pero como dice mi tío Antonio, "no por ser modesto hay que ser idiota".

 

Después del descanso sólo nos quedamos una hora más, porque yo tenía que volver a mi casa: había aprovechado el tiempo que Mimí salía con el enano a hacer compras y visitar a una amiga, pero como había evitado decirle dónde estaba, no podía demorarme mucho. El Rey comentó que también a él le venía bien cortar temprano porque tenía una cita a la tarde.

—Le vas a tener que decir la verdad a tu mamá —me dijo después, mientras nos sacábamos el maquillaje—. Si es que pretendés seguir trabajando de estatua.

Le dije que sí, pero que todavía no había pensando bien qué o cómo decírselo, y que con ella hay que ir de a poco si uno quiere evitarse problemas.

Después, cuando ya estábamos limpios y cambiados, anunció que iba a contar la plata que nos habían dado. Entonces abrió la lata y empezó a sacar las monedas y también un par de billetes que miró con sorpresa, porque —me dijo— era raro que dejaran alguno.

Todavía más cara de sorpresa puso cuando terminó de contar.

—Tu presencia fue un éxito rotundo. Hace mucho que no sacaba tanta plata en un rato. Nos dieron cincuenta y seis pesos: veintiocho para cada uno.

Me gustó que dijera eso, porque nunca habíamos hablado del reparto del dinero. Calculé que me alcanzaba para el libro de Matemática que me habían pedido en la escuela y un pote de maquillaje. Porque pensaba seguir siendo estatua. Él sonrió.

—Si querés, seguimos juntos. Al menos un tiempo.

Claro que yo quería.

—Sólo puedo los fines de semana —le dije—. Los otros días voy a la escuela.

—No hay problema.

También resolvimos agregar algunos elementos a mi vestuario para que yo me luciera

más. Después él me extendió la mano.

—Princesa —me dijo—, ya somos socios.

Y ese día me convertí oficialmente en estatua.

Dibujo de Pablo Bernasconi

Texto de Andrea Ferrari e ilustraciones de Pablo Bernasconi extraídos, con autorización de los editores, del libro También las estatuas tienen miedo © Buenos Aires, Editorial Alfaguara, 2006.


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