144 | FICCIONES | 22 de diciembre de 2004

El ataque secreto

por Sergio Petriw
Ilustrado por César Da Col

 

Dibujo de César Da Col

Aunque el platillo volador no andaba muy bien, Tamoclapeco lo manejó como pudo -quejándose en su idioma marciano- y se ocultó detrás de las nubes que cubrían Sauce Solo, esperando el mejor momento para bajar.

*

Cien habitantes (a la mayoría le gustaba jugar al pato), una plaza esteparia, un surtidor de combustible. Nada más que eso era Sauce Solo, a 400 kilómetros de la Capital.

Las Cuchas era su único pueblo vecino. Los separaban 50 kilómetros y un viejo rencor, de cuando se disputaron cuál de ellos tendría una estación de servicio.

Las vueltas de la vida y el fixture del campeonato regional de pato hicieron que la final del torneo se jugase en Las Cuchas; los locales contra Sauce Solo. Así que todos dejaron el pueblo y viajaron hasta la cancha en tres camiones repletos. El último en irse fue el empleado de la estación de servicio, cuando estuvo seguro que ya no quedaba nadie. Cerró todo, y cuando cargó gasoil en su chata, del apuro olvidó poner la manguera en su lugar, y quedó colgada a la suerte del viento.

*

Al rato, la nave aterrizó en medio de la calle, enfrente de la estación de servicio.

Se abrió una escotilla y por ahí asomó una antena que inspeccionó el aire. Enseguida descendió una rampa hasta el suelo y por ahí bajó Tamoclapeco. Apoyó tímidamente un pie en la tierra, después los otros dos. Con sus tentáculos se acomodó la escafandra y miró alrededor.

El marciano estaba muy nervioso; era la primera vez que salían de su planeta y jamás se hubiese imaginado que sería para colonizar otro. Sin embargo, la presión y la prisa por la conquista (otro país en Marte tenía los mismos planes) hizo que saliesen sin saber demasiado cómo eran los habitantes de la Tierra. Tamoclapeco tenía esa responsabilidad, pero sólo había dedicado un domingo a la tarde a leer algo sobre los terrícolas en una biblioteca marciana. El libro no tenía fotos así que lo ojeó por arriba. Cuando bajó de la nave, Tamoclapeco solamente se acordaba de haber leído que los terrícolas eras seres conflictivos y algo traicioneros.

—Hola terrícola —le dijo al surtidor.

El marciano echó un rápido vistazo, por si había alguien más.

Soplaba un viento caliente, que partía la tierra. Lejos, en Las Cuchas, se jugaba la final y Sauce Solo ganaba con la ayuda del árbitro.

—Terrícola: ¿Entiendes el idioma?

La manguera oscilaba de aquí para allá. En eso, un pequeño chorro de gasoil cayó y se deslizó por el piso.

El combustible alcanzó el pie viscoso del marciano. Apenas lo tocó, le hizo una reacción que le carcomió todos los dedos del pie, dejándole los huesos a la vista.

Tamoclapeco sacó su radiotransmisor y se comunicó con su planeta.

—Hay resistencia a la invasión, repito, hay resistencia a la invasión. El terrícola que encontré es muy hostil y ha utilizado armas ante el primer contacto. Cambio.

—Proceda.

Y Tamoclapeco sacó su arma láser y descargó sobre el surtidor.

—Muere, terrícola.

La manguera voló por el aire, el surtidor se rompió en pedazos, y se pinchó un caño que escupió gas-oil contra el marciano.

—Retirada. Están contraatacando.

Corrió hacia su platillo volador, tropezando varias veces; subió y se fue cruzando las nubes.

—Volveré —amenazó desde el cielo.

*

Los tres camiones repletos de gente volvían al pueblo, festejando la victoria, la injusta victoria.

De pronto se detuvieron al ver el surtidor destruido. Todos se pararon alrededor del fierrerío, mirándose sin decir nada, con mucha bronca.

—Estos de Las Cuchas sí que quedaron con bronca porque perdieron... No se lo vamos a perdonar nunca —dijo un sauceño.

Y así fue. Desde esa vez, los sauceños le hicieron la vida imposible a los de Las Cuchas...

Dibujo de César Da Col


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