144 | FICCIONES | 22 de diciembre de 2004

Ettie hace la India

por Clara Levín
Ilustrado por Gustavo Mazali

 

Dibujo de Gustavo Mazali

“¿O creés que vas a entrar en el Jardín de las Delicias sin pasar por
las mismas pruebas que quienes te precedieron?”
(Corán, 2:214)

Volvió la primavera a una granja pujante del sur de Francia, y con ella, volvió Olulu. Ettie estaba pastando y vio la sombra planear a su alrededor.

—¿Se me corrieron las manchas que no me reconocés?

—Con ese humor, tenés que ser vos. —Olulu aleteó en el aire. —Estoy de raje, Ettie. La bandada va para Portugal. Pero antes te doy un consejo. Fugate. Escuché decir a un peón que mañana te van a hacer bife.

—¡No! —Ettie abrió grandes los ojos negros.

—La posta es India, gordi. ¡Apurate! —el pájaro remontó un viento oeste. Ettie quiso volar.

*

Xénia, Jacotte, Copélia y Zaïde dormían la siesta. Ettie se ovilló al pie de un fresno y contempló el tráfico de pájaros detrás del velo verdinegro de hojas. El verano pasado Olulu le había piado que en India las vacas son sagradas, veneradas y respetadas. Muy halagada, Ettie mugió “Ah, yo me voy”, pero vio pasar un toro y se olvidó. Ahora, pasó el peón Claude y la miró con ojos carniceros. Ettié tembló.

—Mejor para mí. Me largo de acá —mugió. Ettie se refrescó en el estanque y enfiló hacia las remolonas que se desperezaban y se sacudían las lagañas.

—Chicas, se pudrió todo. Somos bife.

Se produjo un silencio. Zaïde rascó el pasto con una pezuña.

—Nosotras somos lecheras, y Premium. Sólo Jacotte y vos…

Ettie parpadeó. Dio unos pasos hacia Jacotte.

—¡Hermana, vamos a India!

Jacotte revoleó los ojos.

—Qué va a pasar, qué va a pasar. —Se tendió en el pasto. —¿Patear hasta allá? ¿Baquetearse los cascos? —chasqueó la lengua—. Antes, bife.

Un griterío en la manga acuchilló el aire. Todas voltearon hacia Jacotte.

—Para qué, seguro que no llegás.

Ettie protestó que paso a paso, que hay una vida mejor, que el mundo es una aldea global, que no hay peor ciego, pero no hubo caso. Las chicas le limpiaron las orejas con la lengua para que oyera bien el peligro e idearon la huida. Cuando cantaron los primeros grillos, la acompañaron hasta el alambrado y la vieron cruzar campos de flores y alejarse hasta que no pudieron distinguir vaca de flor, de flor de vaca.

*

Ettie caminó entre viñedos, mojándose con el dulce aroma zumbante de abejas. Pensaba: Mañana planto bandera en un hindumonte de lujo y les mando una invitación por paloma. Copélia y Jacotte no se mueven ni con diez arrieros. Xénia, qué sé yo. Ufa, qué lástima mi reflejo; India le encantaría pero no quiso salir del estanque. Zaïde dice que me lo cuida, pero Olulu ya me cantó que para llegar tengo que cruzar medio cielo. Y yo avanzo y el cielo se agranda. Pucha que nos vamos a extrañar. Ettie cruzó la granja vecina bajo una pandilla de estrellas. Al despuntar el sol, las estrellas se dispersaron y Ettie se escondió en una zanja lindera con Italia. Así, de noche y hablando sola, atravesó los campos de Europa del Este y China. Amaneció con una manada distinta cada día durante ocho años fatigosos. Dormía todo el día para no levantar la perdiz. Una madrugada, un ucraniano con boina la despertó para el ordeñe a la voz de “¡Haragana! ¡Ganate el pasto!”, a lo cual Ettie bostezó y mugió que ojito o le llenaba el balde de mala leche. Y así… hasta que un día sintió olor a curry. Siguió su olfato y las plantaciones de arroz cedieron a un sembrado de turbantes.

*

Ettie entró en India con paso de reina. Fue al centro del mercado y se apoltronó en una tarima de sandías. Alzó la frente, lista para recibir la marea de adoradores. Pero la multitud de turbantes rojos, túnicas violetas y saris con arabescos que iba y venía cargando vasijas en la cabeza y canastas del brazo, la esquivaba. Algunos hasta chasqueaban la lengua a un tris de tropezarse con ella. También transitaban motos, carritos, monopatines, cabras, camellos, bicicletas. La esquivaban con bocinazos. Entonces, Ettie se irguió y proclamó:

—Alló bonjour! ¡Soy Sor Vaca! ¡Su Majestad Ettie!

En los puestos, los hombres freían dátiles y vendían comida picante; las mujeres tejían tapices; los chicos pintaban cerámicas azules. Había una fila de monos atados con una soga al cuello. No le hicieron ni saludo ni monigote. Ettie se sonrojó y se alejó del bullicioso mercado con la cabeza gacha.

*

Marchó varias horas mugiendo bajito. Tengo tantas llagas en las pezuñas que un par más…, pensó. De pronto, vio unas albondiguitas de bosta. Concluyó, donde hay humo, hay fuego. A pocos pasos, encontró una manada de Brahmans. Ettie corrió hacia la vacada y mugió:

—Muuu. ¡Muuuu!

Las vacas se miraron, la miraron.

—¡Mu-uuu!! —Ettie topetó suavemente a la más cercana. La vaca gruñó. Las demás la miraron con ojos duros. Ettie se acostó sobre la espalda. Les mostró la panza y el cuello. La manada se alejó unos pasos y reanudó sus actividades: pastar y papar moscas. Será cultural, pensó Ettie. Permaneció acostada en la hierba con las orejas (limpias) paradas.

—Mujtmuj.

Ettie tensó las orejas.

—Muun mut… —dijo una vaca vieja.

—¿Murnutmuj? —preguntó un ternero.

—Mu-mu-mu-mu —le respondieron.

Ettie sacudió la cabeza, apretó los ojos, escupió, carraspeó y volvió a escuchar. Oía perfectamente, pero no entendía esos mugidos extraños. Eran más dentales; los suyos, guturales. Me cacho en diez, pensó, me estafaron con la veneración y ahora esto. Pero Ettie estaba decidida a ganárselas. En los días siguientes, aprendió que “Mutj” es “pasto con hormigas”, que “Mnuuu” es “sombra fresca para la siesta” y que “¡Muuurtn!” es “no te comas mi comida”. Ettie mugía sus imitaciones modulando despacio. Ellas fruncían el ceño discretamente. También se paraban distinto. Al reclinar el cuello para arrancar pasto, observaba, ponen todo el peso en una pata trasera y una cadera les queda más alta. Los toros siempre las miran cuando comen y los cuernos les brillan. Ettie trató de copiar la pose, pero cayó de rodillas frente a la manada.

*

Una tarde llovió y el pasto se llenó de charcos. Ettie vio un reflejo huesudo y contuvo un mugido de horror. Ettie pisó el charco y lloró. Nada estaba bien. Todo sabía a curry. En casa, el pasto era mantecoso, mentolado, un colchón afelpado para la siesta, y las briznas eran mimosas. Acá es ralo y crujiente, y me pincha. Y siempre me estoy chocando con alguna; necesito espacio para pastar. Ay, si estuvieran Copélia o Xénia. Marcharíamos al mercado para exigir la veneración que es nuestra. ¿Cómo será pastar sin mí? A Jacotte le voy a mugir que el país entero me veneró.

*

Mientras Ettie cavilaba, llegó al monte una vaca blanca con manchas marrones. Saludó a la manada y la manada no le contestó. Ettie se acercó. La blanquimarrón arrancó un manojo de hierbas y las soltó a los cascos de Ettie. Ettie mugió un saludo y ella respondió en tailandés. Con Bharat —Ettie no sabía cómo se llamaba, pero tenía cara de Bharat y algo había que llamarla— se llevaron fenomenal de inmediato. Pastaban, se dejaban ordeñar por niños hambrientos, clasificaban estrellas, rumiaban, meaban, se bañaban en el Ganges, hasta estornudaban juntas. Intercambiaron mugidos hasta establecer un código de mugidos en común, precario pero funcional. Claro, Ettie no era la primera vaca en atar los cabos y “hacer la India”, intercambiando un destino de bife por uno de reverencias y reencarnaciones. Después de Bharat, llegó Chowk. Chowk vino de las plantaciones de arroz y tenía los ojos achinados. Ettie olfateó hasta que lo vio. Tenía el rabo bien durito. Estaba para mugirle cositas al oído. Yo para vos me pinto toda con Henna, pensó. Chowk le miró las pestañas y las ubres.

—Me gusta tu pilcha de cuero, nena.

Ettie se dejó husmear, imaginando cómo serían los toritos.

*

Un mediodía, Chowk y Bharat fueron a explorar el territorio sur, en busca de monte sin curry. Ettie rumiaba la comilona de la noche anterior a la sombra de unos pinos. La manada masticaba pasto. Una familia humana comía un picnic. Los niños reían. De pronto, Ettie detectó pasos sigilosos con sus orejas hiperlimpias. Entre los pinos, apareció un tigre de bengala. Miró a la manada y eligió a Ettie. Ettie sintió escalofríos sin saber qué animal era. El felino se acercó casi sin hacer ruido. Se miraron. Los humanos corrieron a su casa rodante. Manteles y sándwiches volaron por el aire. Las vacas gimieron y se escondieron entre los pinos. El tigre no desvió la vista. Sus rayas naranjas y negras titilaban y sus bigotes blancos estaban tensos. Abrió las fauces: su boca era una sierra de colmillos. Ettie olió pis y caca de miedo proveniente de los árboles. Tragó saliva. El felino no respetaba las cosas sagradas y se acercó relamiéndose. Las manchas de Ettie se volvieron grises. En eso, un pájaro parecido a Olulu tomó en su pico un cuchillo del picnic. El filo plateado voló hacia Ettie. Desde los pinos estalló una liturgia de mugidos coránicos. Ettie se inspiró y con un movimiento diestro y veloz, mordió el cuchillo. El felino arqueó las cejas. Ettie meneó la cabeza y, mirándolo con ojos brillantes, se comió el filo resplandeciente. El tigre dio un paso atrás y maulló. Ettie masticó el cuchillo, sabiendo que en unas horas lo rumiaba y lo escupía. El tigre astuto no se arriesgó a cortarse la lengua y se alejó como una serpentina naranja entre la vegetación.

*

Las vacas emergieron de sus escondites y los humanos de la casa rodante. Los humanos se arrodillaron alrededor de Ettie y le profirieron alabanzas. Las vacas la contemplaron con admiración y cada una le trajo un haz de pasto. En efecto, la combinación de sus rezos y el ingenio de Ettie habían redundado en una victoria para la raza. Porque a partir de entonces, las vacas indias andan equipadas con un cuchillo para ahuyentar a los temibles tigres de bengala. Y lo que es más, la manada comenzó a mugirle, viendo que tenía ideas tan provechosas. Con maestras dedicadas, Ettie, Bharat, y Chowk aprendieron a imitar a la manada. Después vino la normalidad, y Ettie volvió a extrañar su granja natal, su reflejo, el olor del sol sobre la brizna, la humedad en los cuernos, el brillo del alambrado, los peones discutiendo en francés, el olor a crema fresca del tambo.

*

Entonces los tres vacunos emprendieron un tour de sus ciudades natales. Visitaron Chantou, China; Phuket, Tailandia; y llegaron a Azur después de trece años siguiendo la exitosa estrategia de Ettie de moverse de manada en manada bajo el cielo estrellado. A pesar de la oscuridad, cuando pisaron la granja, Ettie distinguió las manchas de Zaïde, Xénia y Copélia. Esperó al pie de sus lechos de pasto hasta el amanecer. Chowk y Bharat durmieron. Cuando despertó y vio a Ettie, a Zaïde se le dilataron las pupilas. Despertó a Copélia y ambas se refregaron los ojos contra el pasto sin creer que Ettie estuviera de veras allí. Luego amanecieron Chowk y Bharat, y Ettie hizo las presentaciones. Zaïde, Xénia y Copélia contaron que Jacotte fue bife al poco de partir Ettie. Los viajeros dieron un gritito aunque, siendo tan flacos, estaban fuera de peligro. Las chicas se arrodillaron en la hierba a escuchar el relato del viaje. Pero Ettie no mugió nada sobre el olor a curry del pasto, sobre el sabor del agua, sobre los colores de los turbantes, sobre el sonido de las voces humanas. Para narrar todo necesitaría el mismo tiempo que empleó en vivirlo. Así que sólo mugió los hits y, al terminar, Zaïde emocionada la llevó al estanque. Pero cuando Ettie se miró en el agua, no vio el reflejo conocido. Volví, pensó Ettie, pero no soy la misma. Este no es el reflejo que era y, a veces, me paro a comer como una vaca india. Acá en la granja trato de no hacerlo, pero es más cómodo, se digiere mejor.

—¿Al final te veneraron o no? —quiso saber Xénia. Ettie le dio la espalda al estanque y mugió que al final, sí.

*

Chowk y Bharat volvieron a India. Xénia fue con ellos para conocer un tigre de bengala. Llegaron en época de festival. Xénia asistió a un polo en elefantes, pero los cornudos no la saludaron. Vio encantadores de serpientes, pero las serpientes no estuvieron encantadas de verla. Le dio una pataleta en una calle principal y Chowk y Bharat la arrastraron al monte a comer un pasto crujiente con delicioso sabor a curry.


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