75 | RESEÑAS DE LIBROS | 17 de abril de 2002

La flor más grande del mundo

José Saramago
Ilustraciones de João Caetano.
Traducción de Pilar del Río.
Madrid, Editorial Alfaguara, 2001.

Portada de "La flor más grande del mundo"

Texto de rara belleza, colmado de símbolos y de enigmas, destinado a una infancia que crece en un mundo quebrado por el individualismo, la desesperanza, la violencia y la falta de ideales. Saramago despliega su hábil mano de narrador y conforma la alegoría de un hipotético comienzo de Otro Mundo. El niño de la historia se convertirá en actor en la tarea de salvar un flor que muere por falta de agua y él será el destinado a salvarla. Como en el cuento de hadas, es un héroe que se aleja de su lugar, abandona su casa, su aldea y atraviesa paisajes desconocidos, en un principio nutridos de una impactante naturaleza viva y de improviso, el desierto. Como es un héroe, nada lo detiene, y cuando sube la ladera de la montaña empinada, verá la flor, muriendo. No hay vacilación en el personaje ni solicita ayuda, busca recursos por sí mismo para cumplir su misión.

La estructura de la narración se organiza a partir de recursos provenientes de la tradición popular: la llamada del héroe, el cumplimiento de la tarea y el regreso triunfal con el logro obtenido. Pero lo tradicional está atravesado por un imaginario fantástico, el enigma de lo fantástico. Los hechos se producen sin explicación alguna y la irracionalidad del acontecer narrativo en la peripecia del niño del cuento se sostiene sobre los hechos, la ruptura de las leyes naturales no necesita explicación sobrenatural ni la intervención de seres dotados de poderes especiales. La energía del niño y su afán por realizar el salvataje de la flor organizan su acción, de modo que la fuerza del texto está en el niño mismo, en su decisión interior de resolver el problema que se le plantea y la soledad ante el conflicto.

El discurso presenta diversidad de formas que incluyen una presencia activa del autor que inicia el relato desde su lugar exacto de José Saramago. Con inusitada humildad, el autor se disculpa de su ignorancia acerca de la escritura destinada a la infancia:

"Me gustaría saber escribir esas historias, pero nunca he sido capaz de aprender, y eso me da mucha pena. Porque, además de saber elegir las palabras, es necesario tener habilidad para contar de una manera muy clara...".

Estas palabras provenientes de quien ha obtenido el Premio Nobel de Literatura en 1998, provocan la reflexión en lo más esencial del género que nos ocupa, la literatura infantil, muchas veces considerada territorio de fácil acceso si no se valora suficientemente al receptor. La afirmación de Saramago es a la vez una crítica a los libros que pudieran realizarse sin esta cualidad que él señala como imprescindible: "saber elegir las palabras", seguramente lo más difícil para un escritor, cualquiera sea el texto que se proponga.

La ilustración incluye al propio Saramago en actitud de escribir a la luz de una lámpara y con una lapicera en un escritorio, tal como los niños imaginan a los autores y afirmando algo que ya vuelve fantástico al texto: "En el cuento que quise escribir, pero que no escribí, hay una aldea." Y aquí comienza la perplejidad, el asombro, ¡cómo puedo estar leyendo un libro cuyo autor dice que no lo ha podido escribir! Desde este lugar de "no haber escrito" Saramago construye el espacio de su historia, fuera de las ciudades y sin establecer con certeza los componentes familiares de su personaje. De modo que en esto se aparta de lo más usual: los niños de los cuentos suelen tener una familia con roles bien determinados. Aquí esto no sucede, y sólo se levanta el niño ante el lector, un niño que ya de por sí es diferente a cualquier otro porque se va, parte, se dirige a un lugar impreciso, tal como sucede en la verdadera literatura: los hechos se van construyendo a medida que el texto avanza y no antes. El niño no tendrá miedo de estar solo, ni avanza para algo definido, simplemente disfruta de su aventura, hasta que encuentra la flor. El discurso poético surge en el centro del relato facilitando así el ascenso de la aventura hacia un territorio límite, más allá de lo imaginable en una historia.

"Baja el niño la montaña,
Atraviesa el mundo todo,
Llega al gran río Nilo,
En el hueco de las manos recoge
Cuanta agua le cabía.
Vuelve a atravesar el mundo
Por la pendiente se arrastra,
Tres gotas que llegaron,
Se las bebió la flor sedienta.
Veinte veces de aquí allí,
Cien mil viajes a la Luna,
La sangre en los pies descalzos.
Pero la flor erguida
Ya daba perfume al aire,
Y como si fuese un roble
Ponía sombra en el suelo."

Sólo entonces, cuando el milagro de la literatura se ha cumplido, lentamente descendemos nuevamente al punto de partida, reaparecen los padres preocupados, como cualquier otro padre o madre de la realidad, los vecinos que salen a buscarlo, y el cierre conmovedor:

"Fueron todos corriendo, subieron la colina y se encontraron con el niño que dormía. Sobre él, resguardándolo del fresco de la tarde, se extendía un gran pétalo perfumado, con todos los colores del arco iris."

Las ilustraciones de João Caetano sostienen el clima mágico y presentan paisajes oníricos, en ocasiones atravesados por la escritura de la propia mano del autor, como si la lapicera y su mano formaran parte de ese paisaje. La calidad del pacto ficcional se ve así fortalecida y el lector debe comprometer lo más profundo de su pensamiento fantástico para viajar por esas imágenes.

El cuadro final en lo alto de una montaña muestra una biblioteca, el escritorio de Saramago con Saramago, y la flor altísima sobre su cabeza. Los pétalos de la flor tienen mapas de modo que la flor marchita y luego la flor recuperada por los afanes del niño que la riega, metaforizan el Mundo, el Universo como construcción independiente del texto escrito. El Otro Mundo que reclama el autor en toda su producción literaria y en sus múltiples conferencias en defensa de la Convención de los Derechos Humanos es como un apéndice presentado en la ilustración como otro libro para leer y reflexionar.

La convocatoria al lector infantil, como un espacio de complicidad, de intimidad sin adultos intermediarios, abre una aventura de leer sin fronteras. Para el escritor de libros para niños el libro ofrece una amplia gama de aspectos teóricos sobre el género en sus aspectos básicos, en su canon. Es una invitación a otras formas de narrativa que incluyan el amplio espacio del conflicto del hombre en su intento de supervivencia en una realidad hostil arrinconada por la falta de solidaridad y la desesperanza. Hay pues dos mensajes, uno para el lector infantil y otro para todos los hombres y mujeres que se interrogan sobre su lugar en el mundo.

Lidia Blanco


Lidia Blanco (gelmanear@yahoo.com.ar) es Profesora de Lengua y Literatura (Universidad Nacional de Buenos Aires) en enseñanza media, normal y especial, y Especialista en Literatura Infantil y Juvenil. Fue Profesora del Seminario de Literatura Infantil en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Buenos Aires, desde 1988 hasta 1996. Es coautora y compiladora de los libros Los nuevos caminos de la expresión (Ediciones Colihue, 1990), Literatura infantil. Ensayos críticos (Ediciones Colihue, 1992), Cuentos Primer nivel (Ediciones Colihue, 1978) y El puente sobre el río (Ediciones Colihue, 1980. Colección El Pajarito Remendado). Participó como expositora en el Congreso Internacional de Literatura Infantil y Juvenil (Sevilla, España, 1994); Congreso de Didáctica de la Lengua y la Literatura (La Plata, Argentina, 1995); 5° Congreso Nacional de Literatura Infantil y Juvenil (Córdoba, Argentina, 1997) y 6° Congreso de Literatura Infantil (Villa Carlos Paz, Argentina, 1999). En 1998 recibió el Premio Pregonero, otorgado por la Fundación El Libro, por su trayectoria como Especialista en Literatura Infantil y Juvenil.


Artículos relacionados: